Geografía de un carácter
La cocina en algunos territorios tiene algo de heroicidad. Las tierras exhaustas y mal comunicadas son un ejemplo de tradición e imaginación.
Unas calandrias marcan su trayectoria en la distancia con un aleteo fuerte e intenso que se alterna con los acrobáticos giros de unas alondras y el vuelo rápido y sonoro de una paloma que se aproxima a un palomar asentado en la inmensidad del páramo. Es una escena que se repite desde la época romana, cuando se racionalizó la agricultura e inició la cría de pichones, como una actividad complementaria a la misma.
Las limitaciones propias de un lugar, para algunas personas, pesan menos que la voluntad de vencerlas. Por eso contribuyen a modelar el talante, que en el caso de Castilla está sembrado de estereotipos. En su libro La Tierra de Campos, el escritor y pensador Ricardo Macías Picavea sostiene que el carácter castellano es de una actitud escéptica y recelosa de todo, quizá influenciado por ese medio físico mesetario y en el tiempo en que lo escribió, a finales del siglo XIX, por la confluencia del mismo con la estructura social y la nada fácil mentalidad de la época. Tierras rigurosas, exhaustas, mal comunicadas, que delineaban la orografía espiritual de unos pobladores que tras las extensas llanuras abiertas percibían un horizonte de desatención. Tiempos en los que el frigorífico era el territorio y la gente se alimentaba con lo que tenía a mano. Campos de relieve plano, como unas rentas a menudo también planas, ajenas a los vaivenes de la economía. El éxodo comienza en la mente y se advierte en el censo cuando los alicientes no se riegan apropiadamente y dan forma a un inventario de factores que quiebran el porvenir. Por eso no es de extrañar que Ricardo Macías Picavea fuese también geógrafo. Seguramente porque entendió pronto que el clima, la ubicación y la disponibilidad de recursos naturales son determinantes a la hora de desarrollar un lugar, aunque nunca tanto como la determinación de sus moradores.
El hombre que defendía que el problema antropológico de fondo padecido por los españoles es su pesimismo configuró sus inquietudes regeneracionistas en dos tomos que dan forma a ese ensayo narrado, ambientado en las crisis agrarias de finales del siglo XIX. La Tierra de Campos se basa en la observación del mundo rural castellano. Fue concebida como una novela histórica y positiva, aunque traza una perspectiva que personalmente encuentro desalentadora. Más de un siglo después, en este territorio que acoge 165 términos municipales de entre 100 y 500 habitantes de las provincias de Zamora, Palencia, Valladolid y León, las cosas han cambiado. Quizá se mantenga el alma taciturna de las gentes, que han perdido más de la mitad de su población, aunque van viendo germinar iniciativas que tal vez no aferren a los residentes al territorio, pero sí anclan el entusiasmo de personas que no somos de allí.
Hace unos meses se anunció que reabría el único matadero de pichones de la provincia de Zamora, junto a la noticia de la creación de la Cooperativa de Pichones de Castilla y León, auspiciado, entre otros, por Luis Alberto Lera. Su restaurante Lera, con dos soles Repsol, es uno de los grandes referentes del mundo en la lectura contemporánea de la cocina cinegética, hasta el punto de haber logrado colocar a Castroverde de Campos en el listado de pueblos gastronómicos elaborado por National Geographic. Conseguir iluminar con el brillo del deseo un mundo ansioso de valores culinarios diferenciales puede ser un respaldo en la reivindicación de una zona que, junto a las tierras de labor y los cotos de caza, cuenta con un legado cultural extraordinario. Castillos, iglesias de porte catedralicio, torres, arte mudéjar, bodegas bajo tierra y, sobre todo, palomares antiguos que guían hacia el futuro.
Si los intereses de la boca sirven para que esta se abra maravillada ante un patrimonio oculto bajo los tópicos de los viajes de impacto y de mar y playa, la cocina se habrá ganado su renombre. La gastronomía puede vertebrar gran parte de la cadena de valor de una región, dando a conocer, incluso regenerando, sus productos, personas y tradiciones. Es la experiencia de una cultura a través de la identidad que desnuda un recetario que dibuja el porvenir de la larga planicie. Parafraseando a Macías Picavea: quienes no perecen en el intento de instaurar una utopía acaban por marchar a un exilio voluntario.
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