La palabra libertad
Se ha vuelto una palabra muy confusa. Hubo tiempos en que estaba clara: ser libre era no ser esclavo


Es un hecho: nos la están robando. Les quedaba poco por robar y ahora se roban una de nuestras mejores palabras. Y nosotros —¿quiénes somos nosotros?— vamos enmudeciendo poco a poco: nos vamos quedando sin palabras.
Y más en estos días. Estamos, dicen, en vacaciones —esa palabra que no admite singular. Es el momento de la libertad: en estos días ejercemos la libertad extrema de no trabajar tres o cuatro semanas y meter los piecitos en el mar o la marcha o la maleza y ligar —los que pueden— como quien se desliga y beber o tomar algo más, deshacernos de las obligaciones habituales, deshacernos. Todas libertades sancionadas por el comité de libertades veraniegas, todas con el sello habilitante: todo un set de libertades tan cautivas.
Libertad se ha vuelto una palabra muy confusa. Hubo tiempos en que estaba clara: ser libre era no ser esclavo. Hace unos siglos, cuando aquello de la esclavitud empezó a quedar mal, libertad tomó dos caminos: podía ser la condición de quienes no estaban presos y la de quienes no estaban oprimidos, quienes no estaban encerrados por un Estado en una cárcel o quienes no estaban encerrados en un Estado que parecía una cárcel.
Esta libertad se transformó en una aspiración y empezó a aparecer en las revueltas, los himnos, las conciencias. La libertad por excelencia condujo la primera gran revolución ciudadana, liberté, égalité, fraternité, para decir que no querían que un rey les dijera lo que podían y no podían hacer. La libertad se volvió un grito, miles y miles pelearon por ella, murieron por ella, la impusieron. Pulularon poetastros que la consideraron la palabra más bonita, le cantaron versos repetidos, le hicieron la pelota en cien idiomas —salvo una que, amarga, desafiante, justo antes de perder la cabeza le gritó “Libertad, ¡cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”.
Con el tiempo, la paradoja de Madame Roland se volvió demasiado común: en los regímenes soviéticos, los monstruos de la razón se cargaron cualquier libertad. Lo hicieron, faltaba más, en nombre del bien: para que el Estado impidiera que unos pocos se aprovecharan de la mayoría. Pero, para eso, instalaron Estados policiales y abusaron de su poder y se aprovecharon de la mayoría —como toda dictadura.
Mientras tanto, los países del capitalismo triunfante se definieron como estructuras destinadas a conservar la libertad de sus ciudadanos, a asegurar que no tuvieran que obedecer a ningún tirano, que pudieran hacer —dentro de la ley— lo que quisieran. Así que nuestros mundos se consideran un santuario de libertades —y rebosan de ellas: libertad de circulación, libertad de expresión, libertad de comercio, libertad de culto, libertad de prensa, libertad de empresa, libertad condicional, aquella estatua. Y libertad, por supuesto, de trabajar mucho más que lo que uno querría por mucho menos que lo que uno merece para que algún patrón se beneficie —pero con vacaciones.
La palabra libertad ya estaba capada, neutralizada. Nosotros los privilegiados vivimos colmados de esas libertades liberales que liberan muy poco: que contribuyen a sostener la pantomima. Florece, entre ellas, la libertad de usar a los demás, de privarlos de lo más necesario, de vivir tanto mejor y educarnos tanto mejor y curarnos tanto mejor y morirnos tanto después que ellos porque papá hizo algún dinero, o el tatarabuelo.
Ya así era triste, pero la palabra libertad siguió cayendo. Hace poco recordábamos cómo cierta derecha se había apoderado de la palabra cambio; la tiene colgada en el salón de la finca, entre sus cuernos, justo al lado de la palabra libertad. Libertad supo ser la expresión de quienes querían sacudirse reyes, jefes, cruces, explotaciones varias; ahora es el padrenuestro de los que reivindican su derecho a beber como se les cante, a imponernos sus usos y costumbres y credos y créditos, a comprar y vender según la ley de la selva del libre mercado, a explotar según la misma ley, a infectarnos, a despreciar a los que se toman la libertad de no ser como ellos.
Otra vez, por otras razones, la frase de Madame Roland se llena de sentidos: “Libertad, cuántos crímenes”. Otra vez, si no la recuperamos, si no la recargamos, seguiremos siendo lo que somos: pertinaces perdedores de palabras, un silencio más y más ruidoso, muditos de la mente.
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