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La zona fantasma
Columna
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Cuento del señor Cotta 5

Una vez que había estado dispuesto a cometer un asesinato absurdo y en diferido, pensó cómo podría ultimarlo y quedar impune

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Javier Marías

Aquella maquinación criminoide resultó un desastre para Cotta. Perdió su nexo con el archienemigo, porque Iris Vallarín no quiso saber más de él. Y como la joven decidió que ya estaba bien de aventuras con individuos de mediana edad, abandonó también al columnista, igualmente dado a prácticas raras sexuales. “Que se busquen travestis para sus guarradas”, pensó, y recuperó a un novio joven al que había descuidado. Sin la intermediación de Vallarín, que transmitía a uno y a otro las maldades de cada uno acerca del otro, Pírfano se apaciguó y pasó varios meses sin mencionar ni aludir a Cotta. Además, ya se había creado muchos contrincantes y casi no daba abasto en sus arremetidas. Amatriain, el director de El Único, le exigió que se moderara, y aún era más, que se abstuviera de ataques a escritores que poca gente conocía, porque los lectores se aburrían, por ingeniosas y malintencionadas que fueran las acometidas.

Cotta, por su parte, que consideraba su obra exquisita, revolucionaria y a la altura de Proust, la cocinaba a fuego muy lento. Tampoco le dedicaba demasiado tiempo, y, como gozaba de un amplio colchón económico (Juan Díaz, que negoció la compra de su editorial, le bajó los humos pero tampoco fue avaro, un hombre justo), era víctima de la apatía. Era simpático, hiperactivo y adulador, y su continua frecuentación de actos sociales y de clubs especializados hasta la madrugada no le bastaba contra sus horas de abulia. Necesitaba urdir, tramar, conspirar, siempre con vistas a su beneficio último, o a su popularidad o a su prestigio. Él seguía queriéndolo todo: por un lado, grandes éxitos y ventas; por otro, una apreciación creciente entre los críticos y los entendidos que al cabo de veinte años lo condujera a las ceremonias de Estocolmo. Él no renunciaba a nada. En el segundo terreno, comprendió que debía ser traducido al mayor número de lenguas, pero sobre todo al inglés, al francés, al alemán y al sueco. Puso a su agente literaria, Neus Klossowski (la había elegido por el distinguido apellido), manos a la obra, pero fue cosechando negativas de las casas extranjeras. Pidió ayuda melosamente a un par de colegas que tenían mejor encauzadas sus carreras internacionales. Uno se la negó y él le juró odio eterno. El otro, a fuerza de dar la tabarra, logró que su editorial portuguesa contratara un título de Cotta. Éste se le quejó, pues todo le parecía poco. “Lo siento”, le contestó el buen colega, “pero en otros países no hay hueco para tus delicadezas literarias herméticas”.

Cotta se desentendía rápido de lo que no salía según sus deseos, así que aparcó esta faceta y caviló sobre alternativas. Una vez que había cruzado la raya y había estado dispuesto a cometer un asesinato absurdo y en diferido, pensó cómo podría ultimar a Pírfano y quedar impune. Se le ocurrieron dos ideas, pero eran difíciles de llevar a cabo. Y de pronto se le hizo la luz: se haría amigo de él. Optimista siempre, restó importancia a sus desprecios por amante interpuesta: eso era reversible al ser el columnista personaje vanidoso y originalmente acomplejado. Lo sabía perfectamente porque, con matices, él era ese tipo de personaje, y si alguien lo halagaba, se contentaba tanto que en seguida —momentáneamente— le perdonaba los agravios pretéritos.

Cotta, que procuraba tocar todas las teclas, se había hecho con una columna bisemanal en un diario minoritario y culto, que aún no gozaba de muchos lectores, pero unos cuantos bastaban para que la voz se corriese. Desde su sección recóndita empezó a adular a Pírfano. Como éste en efecto plagiaba, e introducía en sus artículos citas calladas de Rubén Darío y cien más, Cotta le elogió el manejo valleinclanesco del idioma, las ocurrencias dignas de Gómez de la Serna, la imaginería de Rubén y la potencia del estilo quevedesco. No soltó sus lisonjas de una tacada; las fue dosificando; fue elevando el tono; y concluyó con una frase lapidaria: “Las inclasificables piezas del Maestro Pírfano de Lerma nos obligan a afirmar que la mejor literatura actual se está escribiendo en los periódicos. Hay brío y brillo, hay invectiva y poesía, emoción y lamento y elegía”. Estas palabras fueron saludadas con alborozo por los mil articulistas del país, que en seguida se convencieron de cuán ciertas eran. Y aunque la loa se centrara en Pírfano, repitieron hasta la saciedad la última parte de la sentencia, que acabó convertida en un lugar común e idiota de la época. Y claro, llegó a oídos de Lerma; de hecho ya le habían llegado las alabanzas anteriores de Cotta, que lo desconcertaron mucho al principio. Luego quiso creer que aquel enemigo acérrimo no sólo no le guardaba rencor, sino que, como hombre ilustrado que sin duda era, había recapacitado y se había rendido a su grandeza. Gertrude Stein no andaba errada cuando declaró que un escritor sólo necesitaba tres cosas: elogios, elogios y elogios. Claro que ella, desde su muerte, no es que haya recibido demasiados. Así se paga ser temida en vida.

Pírfano indagó entre sus numerosísimas amistades y manifestó su deseo de conocer a Sánchez Cota en persona. “Ese medio marica no ha triunfado”, dijo, “pero posee tino literario”.

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