Una pena
Sospecho que muchos de quienes se dedican a destrozar escaparates para enaltecer su figura, se habrían cansado ya si hubieran tenido la posibilidad de quedar para hacer botellón o salir a ligar por las discotecas

”¡Oh, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Estas palabras, a menudo, mal citadas, atribuidas erróneamente o situadas en un contexto equivocado, fueron las últimas que pronunció una revolucionaria auténtica al subir al patíbulo, en el transcurso de una auténtica revolución que cambió los destinos de la humanidad. El 8 de noviembre de 1793, Madame Roland, guillotinada en París por sus propios compañeros de lucha tras haberse atrevido a denunciar en la Asamblea ciertos errores de la Revolución, nos dejó en herencia una frase que evoco cada noche ante las imágenes de contenedores en llamas y papeleras volando, crímenes minúsculos de ínfimas algaradas. Que conste que yo también pedí la libertad para Pablo Hasél, porque creo que jamás debería haber sido procesado por el contenido de sus tuits y las letras de su rap, presuntos excesos que una plena libertad de expresión debería amparar. Pero eso es una cosa. Otra muy distinta es mi convicción de que Hasél carece absolutamente de entidad intelectual, política, artística o moral para convertirse en símbolo de nada, y menos de algo tan serio, tan grande como una revolución. No quiero ofender a nadie, pero sospecho que muchos de quienes se dedican a destrozar escaparates para enaltecer su figura, se habrían cansado ya si hubieran tenido la posibilidad de quedar para hacer botellón o salir a ligar por las discotecas. Las noches de llamas y adoquines son también hijas de la pandemia, del cansancio del confinamiento, de las restricciones impuestas a la vida social de unos jóvenes sin trabajo ni expectativas, aunque quienes se escandalizan por su violencia no quieran reconocerlo. Por lo demás, como diría un castizo, para esto hemos quedado. Una pena.
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