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Maneras de vivir
Columna
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Las fiestas de la sangre

Hacer un espectáculo de la lenta y cruel muerte de un animal es algo inadmisible,y supone una aceptación social de la violencia

Promo EPS Rosa Montero
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Rosa Montero

Años atrás yo solía escribir todos los veranos un artículo denunciando el comienzo de esta orgía de dolor y sangre que es la temporada estival de fiestas populares, casi todas ellas consistentes en torturar colectiva y alegremente a algún animal. Hoy retomo el asunto, porque los bárbaros siguen cometiendo crueles barbaridades en nombre de la tradición y de la cultura. Supongo que antes me sentía más obligada a insistir en la denuncia porque por entonces había muy poca gente animalista. Ahora, por fortuna, ya no es así.

La ola retrógrada que recorre el mundo ha animado a nuestros rancios patrios, los voxeros, a convertirse en ruidosos adalides de las corridas de toros (una tontería, porque la abolición de la tauromaquia no es de derechas ni de izquierdas, sino un hito esencial del desarrollo cívico y humano). Pero, por mucha chundarata que le echen, los animalistas vamos ganando. Por ejemplo, tan solo en las tres últimas semanas ha pasado todo esto: el cantante Bryan Adams, que es vegano, ha rechazado actuar en la plaza de toros de Illescas y han tenido que trasladar el concierto a un campo de fútbol. Un juez mexicano ha prohibido las corridas en La México, la plaza de toros más grande del mundo, por la denuncia de una ONG. Y Eibar ha decidido derribar la plaza de toros y convertirla en un parque. La mal llamada fiesta nacional, con su acompañamiento de violentos y beodos festejos populares, pertenece al ayer. De hecho, no creo que exista dentro de 30 años.

Es una actividad agonizante; de 2007 a 2019, los festejos taurinos en plaza han bajado de 3.651 a 1.425: un 61% menos (según datos del Ministerio de Cultura). En 2019 había registrados 9.993 profesionales taurinos, pero solo 5.356 licencias estaban activas. ¡Y con qué risible actividad! Por ejemplo, solo estaban activos 139 toreros de 499 (el 28%) y el 41% de esos 139 solo actuaron en uno o dos festejos al año; en cuanto a los novilleros, solo 116 de 1.280 estaban activos (9%) y el 38% de esos 116 solo participaron en uno o dos festejos (datos obtenidos por José Enrique Zaldívar, presidente de AVATMA, la asociación de veterinarios contraria a la tauromaquia, a partir de estadísticas de la página taurina Mundotoro). Las ganaderías de bravo están subvencionadas por la PAC (Política Agraria Común) y sin eso tienen una supervivencia improbable. Y no, el toro bravo no es una especie animal única. Según expertos como Luis Royo, veterinario e investigador genetista del Serida (Servicio Regional de Investigación y Desarrollo Agroalimentario del Principado de Asturias), los análisis indican que la raza de lidia no tiene ningún rasgo genético que no se haya encontrado en otras razas bovinas en España. Esto es, no tienen suficientes diferencias biológicas con los toros comunes para ser una especie y ni siquiera una subespecie.

Por supuesto que, más allá de la tauromaquia, existe el espanto de los mataderos y del maltrato en el transporte y demás barbaries a las que sometemos a nuestros compañeros de planeta. Pero la diferencia es que hacer un espectáculo de la lenta y cruel muerte de un animal es algo inadmisible, y supone una aceptación social de la violencia que nuestro desarrollo cívico ya ha superado. En el fondo, todo es un problema de rutinas, de una ceguera mental causada por el prejuicio que los incapacita para percibir el dolor de otro ser. Hasta 1928, los caballos de los picadores no tenían peto. Todas las tardes los toros destripaban dos o tres caballos; les metían los intestinos en el patio a puñados, los cosían en vivo y los volvían a sacar. “Los pobres jacos caminan pisándose las tripas”, escribió Valle-Inclán. Pues bien, cuando se implantó el peto en 1928, Ortega y Gasset, que no era precisamente un imbécil, publicó un artículo indignado diciendo que esa medida protectora acababa con la grandeza de la fiesta. ¡Y era nuestro mayor intelectual! Así de feroz y de salvaje era la sociedad española, que pocos años después se abismó en la carnicería de la Guerra Civil. Si hoy día llenáramos las Ventas con los mejores aficionados y sacáramos a los caballos sin peto y los destriparan, toda la plaza se pondría a vomitar horrorizada. Porque, por fortuna, hemos crecido como sociedad por encima de esa atrocidad. Dentro de 30 años sentiremos lo mismo ante los festejos de hoy: horror, escándalo y repulsa. Por cierto: prohibición ya de las repugnantes becerradas, esa tortura y muerte de bebés.

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