El rugido de una multitud ansiosa de fiesta abre los sanfermines
Tras dos años de suspensión de la celebración, Pamplona está ya abarrotada en la víspera del primer encierro, con los hoteles repletos
Pasaron más de mil días y volvió San Fermín. Decían que había ganas y, por lo visto, era cierto. Juan Carlos Unzué encendió la mecha y al estruendo del chupinazo se sumó el rugido de una multitud ansiosa de fiesta. Entendámonos: la palabra “fiesta” no alcanza para definir esta semana de euforia en que el corazón, el estómago y el hígado, además de otros órganos, se dilatan por efecto de la adrenalina.
Fueron dos años de suspensión por la pandemia, que sigue ahí, y seis años desde que, en las primeras horas del 7 de julio de 2016, cinco hombres violaron a una mujer en un céntrico portal de Pamplona. El caso de aquel grupo de agresores, que se autodenominaban la Manada, proyectó una sombra sobre los sanfermines. El Ayuntamiento y otras instituciones intentan que el desenfreno propio de la ocasión tenga un límite, uno solo: la violencia, sea física o verbal. Se confía en que, donde no llegue el buen criterio de los participantes, sí lleguen la presencia policial y las cámaras de vigilancia.
Todo es desmesurado. Una ciudad de 200.000 habitantes llega a acoger a un millón de personas dispuestas a cualquier cosa, menos a la circunspección. San Fermín, un santo francés que quizá ni siquiera existió, cosa sin la menor importancia porque aquí los mártires pintan poco, atrae a gente de los lugares más remotos. Como siete chicarrones de Florida, seis de los cuales pisan por primera vez suelo europeo, que salen del hotel a primera hora estrictamente uniformados de blanco hasta que estrenan, con muy escasa destreza, la bota de vino recién comprada. Saben de Ernest Hemingway, claro, y quieren correr ante los toros, y beber como cosacos, y quizá engancharse para siempre a los ritos de la fiesta. San Fermín no sería lo mismo sin el entusiasmo de los guiris.
De momento, mientras viajan en autobús hacia el centro de Pamplona, especulan con el efecto que la lluvia tendrá sobre la vestimenta blanca de las mujeres. No se equivocan. La ropa transparenta. Lo cual lleva a comentarios de gusto discutible por parte del grupo estadounidense, que ha necesitado poco más de media hora y una cantidad importante de litronas de sangría para enardecerse más allá de lo sensato. Cae agua del cielo, y vino de todas partes, y la multitud ruge, ríe y canta, y resulta fácil confundir las ganas de jolgorio con las ganas de otra cosa.
Un grupo de chicas muy jóvenes, procedente de Zaragoza, baila en la calle de Estafeta mientras espera el chupinazo. A ellas tampoco les ha dado por la templanza. Si se les pregunta si sienten algún resquemor, si les preocupan los antecedentes de abusos y agresiones sexuales, responden a gritos: “¡Que se atrevan!”. Hay que confiar en que no, en que no se atrevan.
Poco antes de las 12.00, la plaza del Ayuntamiento está abarrotada y apenas se puede circular por las calles cercanas. La exaltación ambiental es tan elevada que la despedida de soltero de unos chicos catalanes, recién llegados a Pamplona con ganas de reventarlo todo, llama la atención por su sobriedad.
Como en cualquier acontecimiento masivo, una parte de las fiestas de San Fermín solo puede apreciarse bien en la pantalla. El exfutbolista Juan Carlos Unzué, enfermo de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), emocionó sin duda a muchísimos telespectadores cuando, antes de encender la mecha del chupinazo, dedicó estos sanfermines al personal sanitario y a quienes sufren su misma enfermedad. A pie de plaza apenas se le pudo ver o escuchar. Entre el ruido, la orgullosa exhibición de pañuelos rojos, los gritos a favor de San Fermín ―no tanto el santo como la fiesta―, la aspersión generalizada de líquidos como el calimocho o la sangría y los abrazos a propios y extraños, había que conformarse con oír el petardazo.
Los visitantes han hecho de San Fermín un fenómeno casi mundial. Son los pamploneses, sin embargo, quienes mantienen el espíritu exagerado y a la vez bonachón de esta semana extraordinaria. Son ellos, los propios vecinos, los que llevan décadas experimentando el fenómeno, quienes mejor saben reencontrarse, bailar, beber y dar abrazos. O al contrario, quienes más hábilmente se escurren, como sombras furtivas, hacia sus escondrijos. “Yo nunca he soportado esta barbaridad”, dice un señor de bigote blanco, cargado de barras de pan y dispuesto a encerrarse en casa “hasta el 15 de julio, si hace falta”. Hay de todo.
En el famoso café Iruña, institución de la plaza del Castillo, los camareros no dan abasto. Cuando se le pregunta a uno de ellos cuántas horas le tocará trabajar, responde que “todas”. Pero no lo dice de seguido. Entre una sílaba y otra le da tiempo para servir una cerveza. Los hoteles están casi al completo, y para el fin de semana no quedará una sola cama libre ni en el elegante hotel La Perla, que suele relacionarse con Hemingway, quizá porque Hemingway nunca se hospedó en él, ni en el hostal más mochilero, ni en los alojamientos del extrarradio.
Es víspera del primer encierro. Como cada año taurinos y antitaurinos cruzarán argumentos, habrá quien vea crueldad y quien vea diversión sana en las carreras de reses y mozos. En realidad, no hay mucho que discutir estos días: San Fermín es como es y se celebra sin límites, salvo, esperemos, el de la violencia, sexual o de otro tipo. Simplemente, porque, tras dos años de suspensión por la pandemia, se puede. Y quizá incluso se debe.
Babelia
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