Hermanos Campana, los brasileños que crean diseños de poesía ancestral
Los artistas crean mobiliario, esculturas y escenografía con materiales cotidianos. Su obra está en el MoMA y el Pompidou. Ahora han colaborado con Louis Vuitton
Si la pequeña ciudad en la que crecieron los hermanos Campana no hubiera tenido un cine, las vidas de estos diseñadores brasileños de renombre internacional serían otras y radicalmente distintas. Quizá se ganarían la vida con el derecho o la contabilidad. Y la butaca Vermelha o el sillón Favela no existirían. Pero las películas se convirtieron en su antídoto contra el aburrimiento en Brotas, una ciudad rural, pequeña y conservadora a 250 kilómetros de São Paulo. A través de la pantalla grande y en sesiones matinales o nocturnas, universos lejanos se asomaban a sus vidas, ya fuera el neorrealismo italiano, Kubrick, Polanksi o los filmes brasileños. Aquella sala que de milagro aún existe era su ventana al mundo.
Cuentan los hermanos en su estudio, en São Paulo, que crecer en un ambiente tan tedioso les obligó a buscar vías de evasión desde críos. Empezaron así a construirse, literalmente, sus propios mundos y a sentar las bases de la carrera en el diseño que Humberto, de 69 años, y Fernando, de 61, comenzaron a forjar hace décadas. “Éramos las ovejas negras y nos convertimos en el orgullo de la familia”, exclama el menor de ellos.
Tienen piezas expuestas en el MoMA, el Pompidou o el Vitra. Han trabajado con Alessi, diseñado tiendas para Camper y una de sus colaboraciones más recientes es con Louis Vuitton, para la que han creado varias piezas exclusivas. Paradójicamente, en su Brasil natal se hicieron conocidos lejos de los círculos más privilegiados. Fue gracias a una colaboración con Melissa, una marca de sandalias de plástico, todo un must en climas tropicales
El mayor de los Campana adoraba crear con las manos. Quería ser indígena o trapecista. El pequeño siempre tuvo buena mano para dibujar; aspiraba a ser astronauta. Sueños osados en Brotas, una ciudad que en aquella época solo estaba unida a São Paulo por el tren y una carretera sin asfaltar.
El propietario del cine era el padrino de Humberto, así que se lo consentía casi todo a los hermanos Campana. Desde ver películas censuradas en aquellos años de dictadura hasta entrar con la sesión ya empezada. “Nuestro padre era ingeniero agrónomo. Nuestra madre, profesora de primaria. Y nosotros íbamos mucho al cine e intentábamos traducir lo que veíamos en las películas brasileñas y extranjeras en lo que teníamos a mano: bambú, cactus, pedazos de madera…”, relata Fernando. Echaban mano de lo que les rodeaba para montar piezas de teatro, crear un circo con trapecio o construirse una caverna en el patio de casa. “Vivíamos en una comunidad italiana, católica, conservadora, y como yo ya nací con alma de artista, siempre fui rechazado. La gente no me veía con buenos ojos por mi sensibilidad, porque me gustaban el jardín, las plantas. Sufrí mucho bullying. Odiaba aquello, sentía que no pertenecía, así que me creé un mundo aparte”, apunta Humberto.
Mientras los hermanos Campana van hilando los recuerdos de una infancia que cimentó su obra conjunta, el menor dibuja a lápiz en un cuaderno de tapas amarillas. A menudo uno retoma las frases del otro sin interrumpirle y las termina. Es como si juntos fueran tejiendo un solo discurso. La simbiosis empezó a forjarse durante la niñez aunque ocho años separan al uno del otro. Cuando Humberto alcanzó la adolescencia, Fernando era solo un crío. Dicen que son amigos desde siempre. Aunque es evidente que son muy distintos de carácter. Mientras que en Humberto asoma alguien preocupado hasta la angustia por el estado del mundo, Fernando destaca lo positivo y corona cada frase con una suave carcajada.
Repasan sus vidas y su carrera profesional sentados en sus propias creaciones en torno a una mesa de madera ante una imponente cristalera. La luz natural inunda la estancia aunque es una de esas lluviosas mañanas de mayo en São Paulo. Acaban de trasladarse aquí. Es su nuevo estudio, una espaciosa y elegante nave de techo altísimo y paredes blancas que realzan las piezas expuestas de su amplio repertorio. Aunque son conocidos sobre todo por sus sillas y mobiliario, también han creado esculturas, cerámica, escenografías, paisajismo…, obras llenas de color que reflejan la diversidad, los contrastes y el caos que frecuentemente reina en Brasil.
La reutilización de los materiales guio desde los primeros diseños su carrera. En cada obra o proyecto transforman materiales cotidianos, a menudo despreciados, en piezas irreverentes con funciones bien distintas y distantes de aquellas para las que fueron concebidos. La butaca Vermelha nació a partir de 500 metros de cuerda de color rojo intenso; el sillón Favela, de restos desechados de madera. Ambas son selectas piezas que fabrica la italiana Edra. Consideran que la butaca Favela “ha resistido el paso del tiempo. Rompió con las reglas del modernismo y nos reveló un nuevo camino, una deconstrucción de la silla de Le Corbusier, otra forma válida de diseñar muebles. Es como un hijo del que estamos muy orgullosos”.
La esencia de su trabajo no ha variado con los años, pero algunos aspectos sí. “Hoy investigamos, trabajamos con comunidades, con tejidos ecológicos, pero en aquellos tiempos íbamos a la calle del 25 de Marzo [una de las arterías comerciales más populares de São Paulo], comprábamos a vendedores ambulantes, paseábamos por ferias populares, por mercadillos, tanto aquí, en Brasil, como fuera”, explica Humberto.
Pero una cosa es idear mobiliario extravagante y otra diferente encontrar un público que lo admire o clientela que lo compre. En ese sentido, 1998 fue el punto de inflexión. Ese año nació la butaca Vermelha, una de sus creaciones más famosas. Fue también entonces cuando recibieron la propuesta que catapultó su carrera internacional. La comisaria Paola Antonelli invitó a los brasileños a participar en un proyecto del MoMA neoyorquino junto al alemán Ingo Maurer. Venían de mundos dispares, pero, apunta Fernando, “los dos con la misma poesía. La suya era una poesía tecnológica, y la nuestra, una poesía primitiva”, dice en una frase que su hermano apuntala: “Una poesía manual, ancestral”.
Sus obras combinan estética con funcionalidad. Pero confiesan que a la hora de crear empiezan por la primera. “La estética siempre viene primero. Como suelo decir, la poesía es breve, y la matemática, formulada. Entonces llega a la función y ahí vamos perfeccionándolo. A veces empezamos a crear un objeto para ser una silla, pero probablemente tiene una función mejor como estante o librería”. Entre sus inspiraciones, el tropicalismo y tres compatriotas: Oscar Niemeyer, el arquitecto que ideó y logró construir Brasilia; el paisajista Burle Marx y la arquitecta nacida en Italia Lina Bo Bardi, homenajeada en la última Bienal de Venecia. “Yo solía decir: ‘Quiero ser como ella, quiero tener esa mirada extranjera sobre mi cultura, sobre mi país”, cuenta Humberto.
Fue la fantasía, la poesía, la estética, lo que atrajo a Louis Vuitton e hizo que germinara su colaboración con esta marca global del lujo, explican. “Trabajar con ellos es un gran aprendizaje, es como un juego de vóley. Nosotros les damos el concepto, el equipo nos lo devuelve siempre mejorado y así vas aprendiendo. Creo que trabajar con Louis Vuitton ha sido para mí una especie de máster. Proyectar cada detalle, una simple cremallera, son discusiones y discusiones vía Zoom”, afirma el mayor de los hermanos Campana.
Para Louis Vuitton han creado varias piezas de la colección Objets Nomades: el delicado sofá Bomboca —inspirado en un dulce brasileño—, que combina cuero y terciopelo en dos tonos que en la versión roja recuerda a aquel de los labios diseñado por Salvador Dalí; la envolvente silla Bulbo, inspirada en una flor tropical, una relectura del sillón balancín Cocoon… Todas piezas de edición limitada, 30 en cada color.
El trabajo manual es otra de las señas de identidad de los Campana. Su estudio está dividido en tres alturas. En la primera, el taller donde nacen algunas de sus obras. Unas costureras se esmeran en intercalar uno a uno con mimo los delfines y tiburones de peluche que serán el tapizado de una butaca. Al lado, una silla muy usada que un cliente les ha enviado para remendar. En el segundo piso exponen sus obras. Y en el tercero, el equipo que traduce sus ideas, sus bocetos, sus impulsos, al ordenador.
Por suerte para los amantes del diseño, ambos pudieron librarse de los planes que la familia había delineado para ellos. Humberto estudió Derecho, pero en cuanto pudo huyó a Bahía con el sueño de convertirse en escultor. En cuanto abrió su primer taller, llamó a su hermano pequeño para que le hiciera la contabilidad y le guiara por la barroca burocracia brasileña. Este, que estudió Arquitectura, había sido guía de la Bienal de São Paulo. Pronto aquello de los números le supo a poco. Empezaron a crear juntos.
“Creo que somos contadores de historias”, afirma el mayor. “Todo viene de una experiencia. Yo voy fotografiando con el estómago experiencias, el desamor, la destrucción de la selva; intento trasladar a las obras esa verdad, que es importante para mí”. Para el pequeño, la vida cotidiana en una megalópolis como São Paulo, con sus 12 millones de habitantes, su tráfico infernal, las grúas que alumbran nuevos rascacielos, es fuente de inspiración. “A veces lo aborrezco porque no consigo desconectar. Y cuando llego a casa tengo que practicar meditación para vaciarlo porque São Paulo ofrece abundancia de sensaciones. En un solo día sientes miedo, alegría, placer y desprazer [desagrado en portugués]. Cambia a cada paso”.
Coinciden en que el Brasil actual, con Jair Bolsonaro en el poder, atraviesa “un momento muy difícil para las artes, para todos los artistas”. También para la Amazonia y los indígenas que la habitan. No les gusta mezclarse en política. Lamentan la polarización, pero creen que la política se hace con gestos.
El coronavirus golpeó de lleno la gran retrospectiva dedicada a su carrera que el Museo de Arte Moderno (MAM) de Río de Janeiro había inaugurado días antes. Se titulaba 35 revoluciones, por sus 35 años consagrados al diseño. Por la pandemia, cerraron el estudio ocho meses, una etapa en la que Humberto regresó a su ciudad natal hasta el punto de “hacer las paces con el pasado”. No solo eso. También comenzó a plantar árboles. “Cuando veo que destrozan los bosques, planto árboles. Brotas acoge el Instituto Campana, una ONG que crearon en 2009 para rescatar técnicas artesanales e impulsar proyectos de inclusión. Custodia su archivo con cada pieza catalogada y esperan convertirlo algún día en un pequeño museo que cuente la historia de su improbable (y exitosa) trayectoria.
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