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Maneras de vivir
Columna
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‘Influencers’

En la frívola y retumbante nada del famoseo vacío, estas redes pueden fomentar la maldad de la gente | Columna de Rosa Montero

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Rosa Montero

En la pasada Feria del Libro de Madrid hubo un momento un poco tenso cuando una persona que estaba firmando en una caseta reunió una cola de 2.000 seguidores. La muchedumbre era tal que colapsaba el paso; tuvo que llegar la Policía Municipal, sacar a esa persona por detrás, meterla a toda prisa en un coche y trasladarla unos centenares de metros más allá, a una caseta aislada en donde la cola podía organizarse de forma más segura. Pues bien, la estrella objeto de ese esforzado operativo no era un premio Nobel, por supuesto, y ni siquiera un autor internacional de rutilantes best sellers, sino una influencer (espantosa palabra) de la red social TikTok, una veinteañera con unos pequeños libritos, a modo de diarios adolescentes, que a saber si habrá escrito ella de verdad.

TikTok nació con otro nombre en China en 2016 y saltó al mundo entero en 2018 con fulgurante éxito: a finales de 2021 tenía 1.200 millones de usuarios activos al mes. Es una red muy popular entre los más jóvenes: en España, un 41% de quienes la usan tienen menos de 25 años. Seguro que habrá otro tipo de cuentas, pero yo he curioseado las de algunas influencers, chicas jovencísimas con millones de seguidores, todas adecuadas a la norma dominante, esto es, delgadas, convencionalmente monas, quizá ya recosidas por cirujanos estéticos pese a su tierna edad (esos pechos de globo, esas naricillas), todas empeñadas en sacar la lengua a cámara, en fruncir morritos, en retratarse de espaldas poniendo el culo en pompa. Son fotos tópicas de contenido supuestamente sexi; algunas chicas llevan el canalillo tan al aire y están tan oferentes que se dirían sacadas de un calendario de camioneros pseudofino. Así que los modelos inspiracionales de millones de nuestras adolescentes son unas muchachas de físico normativo ansiosas de parecer floreros eróticos. Comprendo que a esa edad las hormonas andan muy revueltas y el cuerpo es un clamor, pero no creo que sea la mejor manera de solucionar (o de reconocer) la tensión sexual.

Esto en cuanto a la imagen. Luego está el mensaje. Aparte de que sus cuentas son una sucesión de anuncios de productos y marcas (es de lo que viven), los textos de la mayoría de las entradas son del tipo de: “¡En la playa!”, con una foto de la chica en la ídem sacando la lengua (5.000 comentarios consistentes en emoticonos de corazones, ohhhhs, ahhhhs, me superencanta, eres una diosa); o bien: “¿Qué foto te gusta más?”, junto a tres retratos de morritos (7.000 comentarios con corazones, la 1, la 3, me superencanta, ahhhh, ohhhh, qué guapa). Vamos, que no es que sea un intercambio comunicativo de contenido muy profundo, o, a decir verdad, de ningún contenido. Egotrips vacíos, burbujas del yo. De vez en cuando, la influencer de turno pone alguna frase trascendental del tipo de: “Cuando encuentras, lo encuentras”, pretenciosas vaciedades que me recuerdan a la película El guateque, en la que Peter Sellers encarnaba a un mediocre actor indio que soltaba fingidas perlas de sabiduría védica: “El niño comienza la vida, pero el fruto del mango está maduro”.

Sé bien que, como en todas las épocas, también hay adolescentes formidables que no están en estas tontunas y que se interesan por el mundo, y probablemente no hubiera escrito nada sobre el tema si no hubiera sucedido un incidente menor. Un día de firma en la feria, ya muy pasada la hora de irme, cortaron mi cola, como es habitual e inevitable. Se acercó a la caseta una chica muy joven de carita dulce y, casi llorando, dijo que la habían rechazado con muy malos modos. A la librera y a mí nos enterneció y le dimos su ejemplar firmado. Luego me enteré de que antes había montado un escándalo; se puso a gritar que cómo se atrevían a no dejarla pasar, que ella era una influencer, que tenía 21.000 seguidores (pobre diabla); y, tras llamar “vieja loca” a mi editora, alzó el móvil con el brazo estirado y amenazó con colgar una crítica demoledora de mi libro: “¡Ahora mismo la escribo!”. Hicieron caso omiso de su chantaje, como es natural, y entonces vino a manipularnos a la caseta (aunque, a decir verdad, hasta me da pena: creo que la vida le dará un revolcón). En su peor versión, en la frívola y retumbante nada del famoseo vacío, estas redes pueden fomentar la maldad de la gente, enseñar a abusar y convertirte en un pequeño y feo monstruo.

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