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La zona fantasma
Columna
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Cuento del profesor Pírfano 5

“Le hablo por encargo de Su Majestad. Está decepcionado porque hace meses que no lo ha vuelto a sacar en sus leidísimas columnas” | Columna de Javier Marías

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Javier Marías

Y así fue. Pese a su falta de atractivo físico, Pírfano, como tantas celebridades, se convirtió en blanco erótico para muchas mujeres, y no le faltaron polvos, en efecto, y variados. Una noche se pasaba por su casa la esposa de un financiero; otra no salía de ella una periodista que lo había ido a entrevistar; otra acababa en los lavabos de una discoteca con una “gótica” exuberante pese al negro de sus labios y sus repulsivos tatuajes que la emporcaban. Como Pírfano había atravesado muchos años de carencia, o más bien de hambre famélica, pronto se dejó de miramientos y casi cualquiera le venía bien. Resultan poco explicables el deslumbramiento y la ceguera que producen la fama o la moda en quienes son víctimas de ellas. Cuando una señora muy fina contó a sus amigas que había tenido “un galanteo” con Pírfano, una de ellas le preguntó sensata: “Vale, es un tipo ingenioso que está en boca de todos, pero ¿no te dio repelús besar esos labios que nunca sonríen, esos dientes peligrosos? Además, cuentan que siempre tiene tanto frío que va envuelto en rollos de papel higiénico sudados. ¿Eso no te dio vómitos, Piruca?” “Bah”, contestó la apodada Piruca, “yo cerré los ojos y pensé que me acostaba con una firma, no con un individuo de verdad. Y oyes, no me fue nada mal”.

Durante unos años su fama creció sin cesar. La sociedad idiota lo quería en sus veladas, siempre confiando en una mísera mención. Tras su primer éxito con el orinal Buen Retiro, Pírfano comprendió que aquella gente disfrutaba con las impertinencias, de modo que a ellas se dedicó. Aunque no tenía gran idea de nada, se atrevía a criticar lo que se terciara. “Vaya cuadro más moñas, ese que tenéis ahí, y encima la pincelada es basta”, sentenciaba. “¿Tú crees?”, le contestaba alarmado el anfitrión. “Te advierto que es un Martín Rico y me costó un ojo de la cara, salen pocos al mercado”. Y Pírfano respondía con desenfado: “Pues más bien parece un Francisco Rico, que, ojo, es un genio, pero no con el pincel. ¿Es ya académico?” En sus columnas Pírfano zahería a todos los escritores salvo a los que pertenecían a la Real Academia, a los que lisonjeaba sin distinción, desde al respetable Delibes hasta al autor de Una muchachita de Valladolid, conocido para el pueblo por unos programas televisivos de lengua en los que al hablar lanzaba gotículas de saliva a la cámara, claro que sin querer. Repartía elogios con tal de irse ganando votos para una próxima elección. Estaba convencido de ser el nuevo Larra, pero, a diferencia de él, no se pensaba suicidar.

A tanto llegó su fama que un día lo llamó Amatriain a su despacho y le dijo: “Ha llamado preguntando por ti Montefoscant, ya sabes, de la Casa Real. Llámalo desde aquí mismo”. Pírfano cogió el aparato y se presentó con una mezcla de pomposidad y llaneza: “Aquí Pírfano de Lerma al aparato. Usted dirá”. “Mire, le hablo por encargo de Su Majestad. ¿Cómo le diría yo? Está un poco decepcionado porque hace meses que no lo ha vuelto a sacar en sus leidísimas columnas”. “Bueno, es que como no he tenido ocasión de verlo, de verla, a la Majestad…” “Tampoco lo vio la primera vez”. “Ya, pero no quisiera abusar de mi invención. Si el Rey me concediera una audiencia; si pudiera ver su expresividad y oír en persona su hermosa voz, estoy seguro de que le haría una pieza para chuparse los dedos, señor Montefoschi”. “¿Cómo los dedos? No le entiendo. Y es Montefoscant, no Montefoschi. Mitad castellano y mitad catalán”. “Ah, ¿y qué significa ‘foscant’?” “No me diga que no conoce el libro de nuestro poeta Gimferrer, Hora foscant”. “Ah sí, no había caído, Gimferrer, un maestro como un camión, con perdón. ¿Es académico ya?” “De un momento a otro, y también será Nobel, lo verá”. “¿Nobel de Suecia? Mire, esa breva no creo que caiga. Volviendo a Su Majestad…” Hubo un silencio. “No sé si es mucho pedir. Se lo tengo que consultar”. “Hágalo, Montifosco, hágalo sin dilación”.

Un par de días más tarde Pírfano recibió otra llamada de La Zarzuela. “Su Majestad accede a su solicitud. Pero no quiere que aparezca usted por aquí, siempre hay periodistas al acecho. Mejor en el reservado de algún restaurante”. “Ah no. Para una semblanza como es debido, tengo que ver dónde vive, qué lo rodea, cómo está decorado su piso. Bueno, pisazo, supongo”. Tantas confianzas molestaron a Montefoscant. “Mire, Pírfano, no se me ponga exigente”. A aquellas alturas Pírfano estaba tan engreído que se atrevió con esto: “No, no se me ponga exigente usted a mí, señor Montifaldi o Montifrutti. Disculpe, pero no logro retener su apellido mestizo”. “¿Cómo mestizo? Me ofende”. “Bueno, mulato o como prefiera. Ande, pregunte y me vuelve a llamar. Está usted para eso, ¿no? Como una puerta de vaivén”. Montefoscant le colgó sin despedirse y Pírfano dio por perdido su regio encuentro, el de verdad. “¿Qué se habrá pensado?”, pensó. “¿Que Goya se desplazaba a una taberna para pintar a Carlos IV?”

El pobre Montefoscant volvió a llamar. “Mire, Su Majestad iba a proponerle un sitio muy bueno por la Costa Fleming, que le será grata a usted”. Aquella era una zona también conocida por sus varios lupanares para gente pudiente. “Pero, en fin, si se empeña, lo traeremos aquí de incógnito. Día y hora, más adelante”.

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