La calderilla de las guerras
Conocemos el número de muertos de las guerras mundiales y el de los conflictos locales, y hasta el producido por los ajustes de cuentas de las mafias. Pero no hay una contabilidad específica de los miembros perdidos. Ni idea de cuántas piernas o brazos quedaron amputados aquí o allá ni el destino que se les dio. Existe, sin embargo, una literatura abundante sobre las orejas cortadas al enemigo en lugares de conflicto. Hay quien las lleva en sacos, como higos secos, y quien las ensarta en un cordel para colocárselas a modo de joya cárnica alrededor del cuello. Imposible calcular la cantidad de hermosos pabellones auriculares, algunos aún con sus pendientes de bisutería, que, ya momificados, andarán perdidos por los cajones de las mesillas de noche o de las alacenas de sus coleccionistas.
Tal es la calderilla de las guerras.
En la foto, un niño de 11 años empuja la silla de ruedas de su hermana melliza, a la que le faltan las dos piernas con sus pequeños pies, tan complejos, tan llenos de huesecillos, tan biotecnológicos, tan funcionales, en fin, tan útiles, tan vulnerables. La mujer que los sigue en su propia silla es la madre de los críos, con una de las piernas amputada y la otra malherida. Madre e hija fueron víctimas de un bombardeo ruso contra la estación de tren de la localidad ucrania de Kramatorsk el pasado 8 de abril. Sus miembros ausentes no saldrán en los libros de historia, ni siquiera en los de la historia de la vida cotidiana. Desaparecerán de la memoria colectiva como lágrimas en la lluvia. Sírvanles estas modestas líneas de homenaje.
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