Sergio Hernández: “En el mundo, la gente ya no quiere verdades, quiere mentiras”
Ni el alcohol, ni los amores imposibles, ni el tiro que estuvo a punto de matarle cuando tenía 11 años pudieron con él. Así que este alquimista mexicano de colores y sueños, uno de los artistas vivos más importantes de Latinoamérica, sigue a lo suyo. Capturando fantasías y pesadillas y encerrándolas en el desván de una pintura alucinatoria. Así se confiesa en su estudio de Oaxaca.
Sergio Hernández tiene en la vida una amiga peligrosa. A los 11 años abandonó su casa después de que su padre le hubiese mostrado el camino de salida con un tiro a la cabeza. La bala, del calibre 45, le rozó la cabellera y le dejó claro al pequeño y silencioso Sergio que aquello no era su mundo. Desde entonces, quien es uno de los mayores artistas vivos de América Latina ha abrazado con frenesí una existencia que no ha dejado de darle dentelladas. Amores rotos, días salvajes y una larga bruma alcohólica de la que ahora, sentado en su estudio de Oaxaca (México), habla sin tapujos.
“¿Ves ese cuadro?”, dice mientras señala una obra que se alza al fondo de la sala. Es el retrato de una mujer con una copa de vino en la mano derecha. Está desnuda. El trazo recuerda vagamente a Modigliani.
—Yo era alcohólico y mientras la pintaba quería estar con ella, no quería otra cosa; temblaba. Es el amor de mi vida.
—¿Y vive?
—No, murió hace tiempo.
Hernández, de 65 años, reúne todos los componentes para haber acabado siendo un artista atormentado. Sucesor natural de dos gigantes mexicanos, Rufino Tamayo (1899-1991) y Francisco Toledo (1940-2019), su depuradísima técnica y su inagotable capacidad de trabajo (“produzco más de lo que cualquier galerista puede digerir”) le han hecho dueño de un universo magnético que no deja de ganar adeptos. Una obra alucinatoria y envolvente, que él explica con desenfado, muy lejos del estereotipo del artista divino. “Hubo una época en que necesitaba dinero y para ganarlo empecé a pintar para otros que presentaban mis cuadros como suyos a premios. Íbamos al 50%. Y ganaba mucho más que como obrero. Un día me pillaron y me dijeron que aquello no era correcto. ‘Pues tengo muchas necesidades’, les dije”, se ríe Hernández.
La entrevista se celebra en invierno en una casa antigua de la resplandeciente Oaxaca. Antes de llegar a su estudio, una amplia sala diseñada por el arquitecto mexicano Alberto Kalach, el artista ha guiado al periodista por sus diferentes talleres. Luego le mostrará el espacio donde expone su obra más reciente, una impresionante serie con ajolotes y pinochos grabados a punta seca que traen a la memoria los aguafuertes de Goya. Hernández ve en ellos un alegato contra el populismo y la mentira. Algo que él odia y sobre lo que retornará una y otra vez cuando trate sobre la situación política de México.
El pintor, hombre hecho a sí mismo, es consciente de los males que estragan a su país y lucha contra ellos. En su ciudad, al igual que hiciera Toledo, ejerce de activista y promotor cultural. Pero de Oaxaca también absorbe la energía que domina su obra. Esa reverberación de pigmentos naturales y orgánicos, de rojo cinabrio, lapislázuli y cadmio, que él despliega en sus cuadros mientras se satura de música.
—Al pintar escucho música purépecha, mixteca, zapoteca… y Bach. Y cuando pongo a Bach veo polillas, las huelo. Sus notas son polillas, madera vieja.
Sergio Hernández habla con voz queda. Tiene las piernas cruzadas y, de vez en cuando, su mirada se clava en el jardín que flanquea el estudio. Es un espacio primordial poblado de jazmines blancos, adelfas, helechos, trompetillas, guanos de costa y algún que otro árbol de zope. Durante la conversación, una paloma gris se cuela ruidosamente entre las ramas. El pintor no parece prestarle atención y prosigue imperturbable. Sus palabras llenan la sala, de cuyos techos cuelgan unos enormes panales de avispas. Los han traído (vacíos) de las entrañas de la sierra. Hechos de madera y hojas masticadas, sus formas oníricas penden, como un universo vigilante, sobre el artista.
¿Qué peso tienen los sueños en su obra?
Es lo más difícil que yo he procesado, sobre todo en estos años de covid. He empezado a tener pesadillas recurrentes; las escribo, dibujo en papel y paso a grabado. Son sueños, casi todos escatológicos, relacionados con el agua. En el sueño me da pavor tocar el agua.
¿De dónde le vienen las pesadillas?
De la mierda que estamos respirando. Me afecta mucho ver que en el mundo la gente ya no quiere verdades, quiere mentiras, populismo. Eso me provoca pesadillas. También me ha afectado el encierro; siempre pensé que era un ciudadano de la Tierra y que me podía mover por todos lados, pero he descubierto que no… Las pesadillas vienen de días malos, ¿no? Y ya llevamos dos años… Mire, yo he pintado bichos toda mi vida, y este bicho me está costando representarlo.
Y dice que las pesadillas tienen que ver con el agua.
Bueno, el agua es vida y hay que meterse a la vida, y yo creo que ahora no me estoy metiendo tanto. Huyo del oleaje, corro.
¿Cómo se definiría?
Extrovertido. Pero no hablé hasta los 10 años. En mi familia había mucha violencia, y ante eso me negué a hablar, enmudecí. Reprobaba todos los exámenes, mis calificaciones eran puros ceros… Al llegar a la adolescencia, empecé a beber mucho y terminé en el psiquiatra. Fue entonces cuando me volví extrovertido.
Salió lo que tenía dentro.
Salió toda la mierda que yo había acumulado.
¿La violencia era paterna?
Mi padre, aparte de ebanista, era el matón. Todos en el pueblo le conocían. En esa zona de la Mixteca había muchos conflictos agrarios y dicen que a mi padre lo contrataban para deshacerse de los que se oponían. Aún ahora en la sierra me preguntan si soy hijo de Corazón, el gran matón…
¿Se llamaba Corazón su padre?
Sí. Y mi madre, Esperanza. Qué cosa, ¿no?
Hijo de Corazón y Esperanza.
Sí, terrible. Porque Esperanza nunca llega y nunca llegó. Ella murió joven, a los cincuenta y tantos años, en un accidente de tráfico; mi padre falleció a los 100, después de haber arrasado medio pueblo y tenido 25 hijos. Dijo: “Yo ya no quiero comer, yo ya no quiero vivir”. Y murió.
¿Llegó a reconciliarse con él?
Al final de su vida fui a verlo y le pregunté qué le había pasado. Se puso hecho un energúmeno; sacó la pistola y me dijo que quién era yo para cuestionarlo. Lloraba, pero nunca soltó sopa. Nunca me dijo. No sé, algo terrible le tuvo que haber pasado en su infancia.
Usted abandonó su hogar a los 11 años, se marchó a Ciudad de México e ingresó luego en la Academia de San Carlos, donde llegó incluso a vivir. ¿No añora nada de su primera infancia, de lo que dejó atrás?
No. Quizás pequeños detalles con mis hermanos en el campo, pero no, no, aquello era un lugar árido. Visualmente me queda el recuerdo de las montañas rojas, los ríos, los animales… Soy muy visual, casi no leo, porque leer me distrae mucho, en las primeras páginas mi imaginación ya se pierde.
Nació en el sur profundo, de una familia mixteca en Santa María Xochixtlapilco, del municipio de Huajuapan de León (Oaxaca). ¿Qué le ha deparado su origen?
Ser mixteco es sinónimo de migración. Todos los mixtecos hemos emigrado y, si regresamos, descubrimos que aquello que era ha ido desapareciendo; los pueblos de adobe y techos de teja fueron urbanizados. El pasado se está extinguiendo.
¿Y hasta qué punto aquella cultura mixteca que conoció ha influido en su obra?
Al principio, trabajé los códices, el origen de los mixtecos, sus mercados, la luz, el color, la tierra…, pero ya no me influye mucho. Hoy en día estoy a ver cómo me salvo; me levanto y ya no sé hacia dónde voy con mi pintura, pero sigo haciendo cosas. Estoy lleno de proyectos, trabajo la creta, la encáustica, el óleo, tantas técnicas, tantas… No me da tiempo a hacerlo todo.
¿Cuándo empezó a sentir la necesidad de pintar?
Desde niño pintar fue natural para mí. Rayaba todo lo que encontraba, dibujaba en hojas, papeles de estraza, incluso por la noche, como no teníamos dinero, pintaba en el aire, jugaba con las sombras. Nunca tuve la necesidad de decir “quiero ser pintor”, sabía que pintaba y eso era suficiente. Y aún lo siento.
¿Y ahora cuál es su rutina de trabajo?
Todos los días me levanto temprano, bebo un té y me voy al taller. Ahí tomo un cuadro tras otro y les doy fondo con pasta de óleo y luego tiro silica encima. Trabajo con un tema, con un guion para no perderme, porque puedo empezar pintando un barco y acabar con insectos… Rayo, borro y rayo hasta que va tomando forma. Lo hago con muchas telas simultáneamente. Y tanteo y siento los colores, los pigmentos, la luz. Olfateo el cuadro y eso me va dando pautas. Y cuando llego a un cuadro, borro los demás y me lanzo sobre esa temática, esa textura, esos colores.
¿A qué se refiere con olfatear el cuadro?
Es ir sintiendo. Yo uso esencia de trementina, hasta 40 litros en un cuadro grande, y los colores huelen. Los voy oliendo, los voy pegando y me van dando una dirección por sí solos. Pero al mismo tiempo, cuando dibujo, encuentro siempre cosas que nunca imaginé encontrar. Es más, si hallo aquello que busco, me aburro. Prefiero lo que surge del misterio.
Pero su obra es muy reconocible…
Varío mucho las técnicas, los colores también los cambio, pero siempre tomo un tono, un solo color, y sobre él trabajo. He pintado quizás cuatro temas en mi vida, con cinco, seis colores máximo. Realmente no hay mucho. Mi obra se resume en unos 30, 40 cuadros.
Y sigue sorprendiendo.
Sí, sobre todo ahora me pasa una cosa que antes no me pasaba: me pagan los cuadros y bien.
¿Cómo sabe que un cuadro se ha terminado?
Llega uno a un punto en que intuye que, si da un paso más, se pierde todo. Esa es la clave de la pintura, saber en qué momento se termina un cuadro. Decía Calder que a la hora de la comida, pero no. Es una buena ocurrencia, pero ni todos los días se come ni a la misma hora. Yo, cuando siento que ya no puedo avanzar con un cuadro, lo dejo. Pasados los meses lo reviso y sé si me alcanza. Incluso lo puedo borrar y devolverlo al mismo punto para llevarlo más lejos. Un cuadro lo puedo repetir.
Es usted muy técnico.
Sí. Cuando no alcanzo técnicamente lo que busco con un cuadro, pinto otro en paralelo para llevarlo más lejos. Me escalono. Por eso hay mucha similitud entre ciertos cuadros, pero técnicamente unos superan a otros.
En su vida, ¿cuál fue su peor momento?
Creo que entre 1975 y 1980, cinco años de alcoholismo.
¿Cinco años de alcoholismo?
No paré ni un solo día. Me levantaba yo con tequila y me acostaba con ron. Incluso pasé ocho meses en Cuba sin salir prácticamente de mi cuarto, en el hotel Saint John’s, en La Habana.
¿Y eso cómo es posible?
Había acudido a representar a México a un premio de pintura. Fue en torno a 1984 o 1985. Tras una fiesta, me perdí por las calles de La Habana y acabé alojándome en el Saint John’s. Bajaba por la noche al bar, que estaba oscuro, tomaba lo que había y volvía al cuarto. Luego descubrí que había perdido mi pasaporte; me apaniqué y aún menos quise salir. Me encerré a beber y así estuve hasta que llegó la policía con el pasaporte y me echó de Cuba. Habían pasado ocho meses.
¿Cómo superó el alcoholismo?
Pues gracias a mi psiquiatra y a que tengo un buen hígado, porque en mi familia casi todos han muerto de cirrosis.
Le pregunté por el peor momento, ¿y el mejor?
Curiosamente, en esa misma época. Aunque estaba yo alcoholizado, debía tener periodos lúcidos. Me enamoré de una chica, fue una cosa para mí extraordinaria. Ella me posaba y yo la dibujaba. La veía una, dos o tres veces máximo al año. Y esos encuentros eran maravillosos, efímeros. No hablábamos, apenas la conocí.
¿Sabe dónde está ahora?
Murió de un derrame cerebral en Estados Unidos, pero fue hace mucho, hace una década.
¿La echa de menos?
Sí, claro que la echo de menos. Yo creo que parte de la pesadilla es ella, es decir, soy yo. Me la encuentro en un camino y se me queda viendo, y me desespero porque sé que quiero estar con ella, pero sé que es un sueño y no puedo. Es un amor tan grande, son sueños tan vividos que cuando me despierto aún lo siento… Mire, desde la última vez que la vi me he enamorado, he salido con muchas mujeres, pero no hubo momento como las siete u ocho veces en que nos encontramos ella y yo. Fue en Ciudad de México, entre las calles de Veracruz y Mazatlán.
Es una zona muy hermosa.
Sí, nos veíamos en un cuarto de una azotea…
¿Ha cometido muchos errores en esta vida?
No… Quizás haberme metido en lugares no recomendables que casi me cuestan la vida. Otro, aunque quizás fuese más un aprendizaje que un error, es la experiencia de proximidad con el poder. México es muy salvaje en ese sentido. Desde que llegué a Oaxaca, no he estado con ninguna gente del poder que no sea a través del alcohol… Ya no me gusta, ya no quiero acercarme a eso, no es sano, porque mi papel está en el otro extremo, en la denuncia, en cuestionar aquello con lo que no estoy de acuerdo.
¿Y ve a México ir por la senda correcta?
Estamos mal en México. Hay menosprecio por la cultura, populismo, vamos a la deriva. Cada vez hay más pobreza; aquí en Oaxaca empieza a haber hambre, he visto que sacan comida de la basura. Siento que en cualquier momento puede surgir un brote de violencia; la gente está muy jodida, muy pobre.
¿Y vislumbra algún cambio después del mandato de Andrés Manuel López Obrador?
No creo que haya un cambio. De hecho, no ha habido cambios, son los mismos de siempre.
¿Cómo se define políticamente?
Mi papel está en la creación, pero juego un rol social de propuesta y denuncia. No puedo quedarme callado. Mire, convivo con una amiga que tiene una niña por la que siento un gran cariño y siempre me pregunta: “¿Qué está pasando?”. Ahora tiene 10 años y cuando alcance 25 me va a decir: “¿Qué hiciste?”.
Y si viera al presidente, ¿qué le diría?
Absolutamente nada, porque no creo que escuche.
Usted fue buen amigo de Francisco Toledo.
Lo conocí en París y luego en Oaxaca. Al principio era alguien muy reservado, metido en el silencio. Con el tiempo tomamos mucha confianza; hablábamos de pintura, nos íbamos a los pueblos a tomar, teníamos unas amigas maravillosas. Me ayudó mucho. Ahora que ya no está me he quedado solo y siento que el mundo cultural de Oaxaca cree que he venido a quitarles el sitio. No es así. Quiero abrir espacios, continuar el proyecto de Toledo, pero no soy como él. Yo era el escudero y ahora no quiero ser el que vaya trotando en el caballo. Está muy difícil ahorita para mí enderezar entuertos. He de denunciar y proponer, pero, como no me hacen caso, tengo que hacer todo con mis propios recursos.
Su obra está poblada de seres del más allá. ¿Es usted religioso?
No, pero me resulta inspirador. Tengo fascinación por brujos y curanderos, sin creer en ellos.
¿Cómo siente la muerte?
Siempre he pintado la muerte, pero por una cuestión de estructuras: los huesos son formas fáciles y me dan movimiento. Sobre la muerte como tal he tenido algunas experiencias. En París pasé 40 días agónico, me daban por muerto, pero yo no pensaba en ello, no pensaba en nada, solo en el dolor. También me acuerdo de que mi padre un día me disparó en la cabeza y me rasuró el pelo. Sentí la vida tan efímera…
¿Por qué le disparó su padre?
Estaba borracho y le quise quitar la pistola; por reflejo me disparó, y después se arrepintió. Lo más raro es que agarré la pistola, me subí a la azotea de la casa a disparar el tiro que había quedado. Lo hice contra el suelo, no al aire. Rebotó y me volvió a pasar, doble rasurada. Pero, en fin, la muerte me tiene sin cuidado, en todo caso tengo miedo de morir ahogado, pero no de otra manera.
¿Y cree que su obra va a envejecer bien?
No creo, aguantarán bien tres o cuatros cuadros.
¿Por qué?
Bueno, tampoco me han pagado lo suficiente como para que perdure, ¿no? [Hernández sonríe].
Y en perspectiva, ¿qué tonalidad le daría a su obra?
Rojos, azules, blanco.
¿Y a México?
Amarillo. No sé quién decía que la muerte se ve amarilla antes de morir.
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