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La zona fantasma
Columna
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Lo que no vale para unos…

Así, de paso, se falsea la historia, se hace creer que los negros nunca estuvieron excluidos de los altos cargos y que jamás hubo racismo | Columna de Javier Marías

Javier Marías

Antiguamente los actores y actrices interpretaban papeles de todo tipo. Marlon Brando hizo de japonés (ridículamente) en La casa de té de la luna de agosto; Burt Lancaster, Ricardo Montalbán, Sal Mineo y muchos otros hicieron de indios; Rex Harrison y Yul Brynner, del Rey de Siam; Flora Robson, de la emperatriz de la China; Jack Palance, de Atila, hubo centenares de casos. Ahora la tendencia es la contraria: aunque se trate de papeles secundarios, los rusos encarnan a rusos, los coreanos a coreanos y los negros, obviamente, a negros. Pero no sucede tanto por dar verosimilitud a las historias cuanto por las protestas de las descontentas redes sociales cuando un actor blanco “usurpa” o “birla” un trabajo a un “no blanco”. Actrices como Emma Stone han debido deshacerse en disculpas por haber aceptado hacer de, no sé, cobrizas, en una película. Quienes las empapelaron seguramente ignoraban que los proyectos cinematográficos o televisivos no salen adelante —no encuentran financiación— a menos que una gran estrella participe en ellos, de modo que, sin Emma Stone, quizá la película no habría existido. También olvidaban, los furiosos, que todo ese mundo es una industria que exige resultados.

Lo que convierte esta tendencia actual en sospechosa es que funciona en una dirección, o unilateralmente. En la versión de Macbeth de Coen, tanto el protagonista como Macduff son negros, y nadie ha montado en cólera por el absurdo y la “apropiación cultural” que eso supone. ¿Un negro era Rey de Escocia en plena Edad Media? ¿También uno de sus generales? En la serie La corona hueca, basada en varios dramas históricos de Shakespeare, el Duque de York y la Reina Margarita eran de la misma raza sin que nadie se sorprendiera. Y en una adaptación de Los miserables ocurría lo mismo con el villano Javert, inspector de la policía de París con enormes poderes. En pleno siglo XIX, en Francia, a nadie le extrañaba la circunstancia, ni nadie le preguntaba a ese Javert cómo se había hecho con tanto mando. Es decir, cuando son “no blancos” quienes usurpan papeles de blancos, nadie rechista. La razón que se esgrime viene a ser: “Durante siglos no pudimos encarnar a Hamlet ni a Macbeth ni a Ricardo III por el color de nuestra piel, y eso es injusto”. Ya, y qué quieren, así es la vida. Tal vez a muchos blancos les habría encantado hacer de Kunta Kinte o de Martin Luther King, pero eso era grotesco e imposible. Y claro, si Shakespeare hubiera sido negro, hoy los blancos tendrían prohibido acercarse a sus textos.

Otro tanto sucede con las mujeres, que esgrimen el mismo argumento para ponerse en el pellejo de Hamlet, el Rey Lear o Segismundo. Y sin embargo pondrían el grito en el cielo si un varón les arrebatase el papel de Portia, Ofelia o Cordelia. (La excepción es el gran José Luis Gómez vistiéndose de Celestina, pero a él se le permite todo.) No sé: quizá exista hoy un público ignorante dispuesto a creerse que un negro podía estar al frente de la policía en el XIX francés, o aspirar al trono de Escocia o ser Duque de York. De este modo, de paso, se falsea la historia, se hace creer que los negros nunca estuvieron excluidos de los altos cargos, es decir, que jamás hubo racismo; o es más, que Europa estaba llena de negros desde el siglo XI, y que convivían con los blancos en igualdad de condiciones y como si tal cosa. Pero para quienes sabemos que apenas los había en Europa, y que si aparecía alguno se lo miraba como a un bicho raro y se lo esclavizaba; para quienes sabemos que Hamlet y Lear son varones blancos, estas interpretaciones nos resultan un mero fiasco. Uno piensa: “No me lo pongan aún más difícil para que suspenda mi incredulidad. Así me doy cuenta, desde el primer fotograma, de que sólo estoy viendo una película afectada. Y no puedo compadecerme con los personajes. Ayúdenme a creer, en vez de ponerme obstáculos”.

He observado que también en una sola dirección va la condena de los “maltratos psicológicos”. No cabe duda de que, en lo referente a los físicos, los hombres se llevan la palma por su mayor fuerza y su irascibilidad frecuente. Pero ¿tiene sentido atribuirles siempre a ellos los psicológicos? Hay muchas mujeres capacitadas para infligirlos. ¿Quién no ha conocido parejas en las que ella tiene acogotado al marido, en las que son ellas quienes zahieren y desprecian por sistema a los varones, y les arman broncas y les dicen que no dan una a derechas, y los tachan de inútiles, fracasados, calzonazos, pusilánimes, faltos de ambición, etc? Cierto que muchos hombres se comportan de igual modo con las mujeres, pero no todos: los hay mansos, apocados, débiles, cohibidos. Si el maltrato físico suele darse en una dirección, el psicológico se da en las dos. No obstante, sólo se denuncia el masculino. La Universidad de Reading ha expurgado una sátira contra las mujeres de Semónides… de hace 2.700 años. Las que hoy se pronuncian contra los hombres en cualquier programa de monólogos o “humorístico” gozan, en cambio, del beneplácito de casi todo el sexo femenino. Si ellas, o los negros en lo suyo, no quieren quedar como meros oportunistas o aprovechados de las actuales corrientes, deberían ser justos y ecuánimes, y aceptar que lo que no vale para unos, tampoco vale para los otros.

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