Un cambio cultural se expande entre las refugiadas sirias en Líbano
Tienen menos hijos, se rebelan contra la violencia machista y hasta se divorcian. Educadas como madres y esposas, muchas han empezado a trabajar. Ese nuevo rol está provocando un giro de mentalidad en ellas.
“Trabajar y pasar tiempo con mis compañeras me ha hecho crecer por dentro y darme cuenta de lo que podría hacer por mí misma”. Nawal (nombre ficticio), refugiada siria de 29 años, creció pensando que su función en la vida era ser madre y esposa. Lo cuenta en casa de una de esas nuevas amigas, en Líbano. Apenas chapurrea unas palabras en inglés, pero señala su alianza y abre y cierra los puños para contar hasta 15, la edad con que la casaron. Fue hace 14 años en su país, donde los matrimonios concertados son una práctica extendida. Su marido le propinaba unas palizas salvajes y a Nawal le enseñaron a asumirlas como parte de la vida marital, y a callar. Hasta que un día casi muere. Mujeres como ella no son dueñas de sí mismas y no pueden divorciarse sin el consentimiento de un hombre de la familia. Pero aquel día, su padre la apoyó. Y cuando en 2011 estalló la guerra en Siria, huyeron a Líbano. Más de 5,6 millones de personas han abandonado el país durante estos 10 años de conflicto, en uno de los mayores éxodos de la historia reciente. Cerca de 900.000 según Naciones Unidas, y hasta 1,5 millones según el Gobierno libanés, viven en el país vecino. Una vez allí, a Nawal la volvieron a casar, con un libanés. Con dos hijos y el estigma del divorcio, le dijeron que tenía suerte de que un hombre la quisiera. Y ella los creyó. Hasta que hace unos años, algo empezó a cambiar.
Cuando en 2015 disminuyeron las ayudas que la Unión Europea envía a los países de acogida —o se redujeron sus importes—, muchas refugiadas sirias tuvieron que ponerse a trabajar. Esa realidad se ha acentuado en Líbano con la crisis económica. La peor de la historia, según el Banco Mundial, con una devaluación de la moneda libanesa de más de un 90% en los últimos meses y una subida en el precio de los alimentos de más de un 400%. Sirios y libaneses compiten en un abusivo mercado laboral de salarios insuficientes y la tensión entre ambos pueblos aumenta. Mientras, las refugiadas, más baratas de contratar (ganan un 39% menos, según ONU Mujeres), se convierten en cabezas de familia. Esa incorporación laboral forzosa está provocando un cambio de mentalidad en algunas de ellas, como Nawal, no sin consecuencias: su marido, frustrado por no ser quien gana el dinero, paga sus complejos a golpe de vara metálica contra el delicado cuerpo de la joven. La última vez fue una semana antes de este encuentro. Estuvo a punto de cancelarlo, pero no quería callar de nuevo.
“Es muy difícil cambiar todo un concepto cultural, y las mujeres que tienen el coraje de hablar del maltrato, no aceptar la humillación, intentar divorciarse y cambiar sus vidas siguen siendo una minoría”, puntualiza la matrona Michele Saab, de la organización Médicos Sin Fronteras (MSF), presente en todo el país y en cuyas clínicas ven cada vez más casos como el de Nawal. Dos circunstancias convergen y crean el clima para que esto suceda: que en Líbano las mujeres tienen “más libertad que en Siria”; y que, al trabajar y relacionarse entre ellas, conocen “a esa vecina divorciada o que gana dinero y es independiente, ven que vive mejor y empiezan a sentir que tienen su dignidad”, explica Saab.
Podría ser el germen de una nueva mentalidad que derribe tradiciones culturales milenarias y refuerce la lucha por los derechos de la mujer, continuamente vulnerados en muchas partes del mundo. Un germen que no resta el horror, el dolor y la miseria que hay en los asentamientos de refugiados sirios repartidos por Líbano, pero que abre esa posible ventana al cambio con más nawales cada día.
Tib (nombre ficticio). 37 años. Casada. Nueve hijos. Trabaja en agricultura en el valle de la Bekaa, al norte de Líbano. Hela. 29 años. Soltera. Cuatro hermanas a su cargo. Profesora en la escuela de un asentamiento en la región de Terbol. Hanaa. 37 años. Divorciada. Tres hijos. Prepara encurtidos desde su casa, en el campo de Burj al Barajneh (Beirut), para una empresa. Mariam. 50 años. Casada. Siete hijos y dos nietos. Licenciada en Literatura, limpia casas en Beirut. Si en 2020 en el 35% de estos hogares al menos una mujer trabajaba, en 2021 era ya el 45%.
El valle de la Bekaa, paralelo a la frontera este con Siria, es una de las regiones con más familias sustentadas por mujeres, según el análisis de género de la ONU. Amani, de 27 años, llegó al campo de Arsal con apenas 17. Conoce la dureza de la guerra, pero no le dedica demasiado tiempo como hacen las refugiadas de más edad. Mariam, maestra de 50 años que ahora vive en Beirut, soportó varios años —con su marido desertor huido— la radicalidad con que el ISIS impuso la sharía (ley islámica) a las mujeres en la zona de Raqqa: “Me obligaron a cubrirme el rostro, a dejar mi trabajo y me prohibieron salir sola”. También la castigaron físicamente al olvidar bajarse la rejilla del burka en la calle. Aguantó porque no quería abandonar su hogar. “Pero todo tiene un límite”. Le tiembla la voz rememorando los restos de los cuerpos de sus sobrinas esparcidos cuando una bomba enemiga cayó sobre el coche en que viajaban. Las jóvenes como Amani, en cambio, han construido en estos campamentos su vida. En la estantería de su tienda se levanta una pila de libros de cuando estudiaba. “Tuve suerte. Ese año Siria dio becas a los 15 mejores estudiantes para formarse a través de la universidad de allí”, cuenta. Hoy es técnico de laboratorio en un hospital saudí cerca de Hermel y mantiene a su marido, su suegra y su hijo, Mohammed, de cinco años. Son una de esas rarezas cada vez menos infrecuentes entre los refugiados de Líbano: familias de un solo hijo, donde ella trabaja y él se encarga de la casa. También él prepara café a los invitados durante la entrevista. Y habla al final, solo cuando le preguntan. “No puedo trabajar por el asma y mi mujer cobra más. Me parece lógico que ella salga fuera y yo limpie”, dice. Acepta con inusual naturalidad este cambio de rol: “La situación es la que es. Las cosas cambian y creo que cada vez somos más los que pensamos así”. Tiene 29 años y, como Amani, también él ha crecido en ese campo, viendo a tantas mujeres mantener a sus familias.
Cerca de allí, en Hermel, Tib (nombre ficticio), de 37 años, acude al centro que MSF tiene en esta pequeña localidad de la Bekaa. Va regularmente. Esa mañana le controlan la diabetes tipo 2 que padece. Es una de las enfermedades más comunes entre los refugiados, empeoradas a causa de las malas condiciones higiénicas y de alimentación, según explica el personal. Pero lo que Tib busca es otro método anticonceptivo. “El trabajo en el campo [el 47% de las refugiadas sirias que trabajan lo hacen en la agricultura] es muy duro y con la píldora me duelen los riñones”. La médica le da preservativos y le insiste en que debe descansar, aunque sabe que con nueve hijos no es fácil. “Mi única preocupación es no quedarme embarazada otra vez”, insiste Tib. “La demanda de anticonceptivos ha aumentado mucho en las clínicas por esa necesidad de las pacientes de trabajar. Y es parte del cambio”, asegura la matrona Michele Saab, que ahora trabaja en Burj al Barajneh (en Beirut) y que lleva seis años en atención a la salud sexual y reproductiva a la que MSF dedica grandes esfuerzos en Líbano. “Antes tenían siete, ocho o nueve hijos. Ahora tengo parejas con solo uno”.
Se desconoce el número exacto de asentamientos de refugiados sirios que hay en el país, todos ellos informales y habitados por personas que se juntan según sus confesiones religiosas: chiíes en unos campos y suníes en otros, sin mezclarse entre ellos. En la Bekaa las clínicas de la ONG no están dentro de los campos sino en las ciudades cercanas y en sus instalaciones atienden indistintamente a todos. Por otro lado, las carreteras del país, en esas zonas fronterizas, están llenas de controles militares, así que para facilitar el acceso a algunos pacientes, además de ir con clínicas móviles hasta los campos, MSF tiene coches que los recoge y lleva de vuelta. A casa de Tib, en un pequeño asentamiento, se llega atravesando caminos de tierra. A lo lejos se ve la cordillera del Antilíbano. Al otro lado, Siria. Su tienda es un tanque cubierto con lonas para aislar del frío. Dentro, el suelo y las paredes están forrados con telas tribales y alfombras floridas, mullidas al tacto de los calcetines. La choza se divide en dos habitaciones —la del hombre y la del resto de la familia— donde cojines rectangulares hacen por el día de sofás y por las noches de camas. Por unos conductos de plástico llega agua hasta el interior, proveniente de enormes bidones que las organizaciones internacionales llenan. El Fondo Fiduciario de la Unión Europea para Siria, desde su puesta en marcha en 2014, ha destinado más de 900 millones de euros a Líbano.
El salario que Tib consigue recogiendo melocotones, patatas o lo que toque cada temporada apenas le llega para comprar comida. La falta de estudios o la invalidez de los diplomas por su situación irregular lleva a estas mujeres a trabajar en lo que sea, aceptar condiciones abusivas o sufrir acoso laboral que, al no tener papeles, no pueden denunciar. “Todo esto les genera mucho estrés, a veces depresión…”, apunta Saab. “Piden atención psicológica en nuestros departamentos de salud mental. Para ellas y para los niños, que con la ausencia materna y un padre que no siempre está en casa, llegan a sufrir abusos o violaciones”. Tib siente que no dedica a sus hijos “el cuidado emocional que debería”. Se le empañan lo ojos. Añora su vida en Siria, cuando era ama de casa y su marido cuidaba cabras y los niños iban a la escuela. Human Rights Watch denuncia que el Gobierno libanés impone requisitos que dificultan a los refugiados acceder a los colegios y solo algunos campos tienen escuela, generalmente fundada por oenegés como la catalana Alkaria, que tiene un centro para niños de cuatro a siete años en un asentamiento informal en Terbol.
La profesora de esta escuela es Hela, de 29 años. Llegó de Siria con sus padres y sus cinco hermanas hace ocho. Huían hacia Turquía cuando su padre tuvo un infarto. Al ser todas mujeres quedaron “atrapadas” en Líbano. Por aquel entonces aún se registraba a los refugiados, así que tuvieron suerte, porque en 2015, ante la imparable llegada de sirios, el Gobierno libanés endureció los requisitos y subió las tasas para obtener o renovar los papeles. Ahora el 86% de las refugiadas (81% de los refugiados) son irregulares.
Hela es la mayor de sus hermanas y se lleva 10 años con la siguiente, por lo que era la única en edad de trabajar y ayudar a su madre. En Siria había empezado estudios universitarios de Literatura inglesa (“aunque mi idea era formar una familia, no trabajar”) y gracias a eso logró el puesto de profesora. Completa su salario llevando la contabilidad de una farmacia en Beirut, hasta donde se desplaza cada sábado. Alquiló un piso para su familia, pero la crisis actual las ha forzado a volver al campo. Con su ejemplo, ofrece a sus hermanas otra perspectiva de futuro: “Una se casó, pero envié a dos a Damasco con mis tíos y les pago sus estudios; y las otras dos viven aquí y se forman para ser maestras, como yo”, sonríe tímida. En su mano, un colorido anillo llama la atención. “Estaba prometida”, ríe nerviosa. “Pero hace poco rompí el compromiso. Él quería que dejase de trabajar cuando nos casáramos y no estoy dispuesta a renunciar a la independencia que me da ganar y administrar mi dinero. El hombre que esté a mi lado debe aceptar a la nueva Hela, fuerte y libre”. Ella —y por ella sus hermanas— ha podido elegir. Pero Claire Wilson, especialista humanitaria y de género de ONU Mujeres en Líbano advierte de que los matrimonios precoces están aumentando. “Con la crisis, casar a una hija, aun siendo niña, alivia la carga familiar”, lamenta.
“Me casaron a los 15. Tuve a mi primera hija a los 15. Y también a los 15 empecé a sufrir todo tipo de violencia por parte de mi marido: verbal, física, emocional”. Así arranca el audio que Rawda (Siria, 43 años) envía por WhatsApp unas semanas después de visitarla en su casa, en Líbano. Aquella mañana estaban sus hijas presentes y prefirió obviar ese episodio. Tres décadas después, una molestia intermitente en su espalda le recuerda la paliza más brutal, días después de haber dado a luz a su segunda hija. “Odio ese día”. Su voz se rompe y el audio finaliza.
Fueron 14 años de miedo, dolor, dos intentos de suicidio y soledad. “Nos criaron para no revelar lo que pasaba en casa. Y mi familia no me apoyó cuando quise divorciarme”. Aunque la Constitución libanesa —Rawda y su exmarido se mudaron a Líbano antes de la guerra— contempla el derecho al divorcio de la mujer, en la práctica no se aplica la ley y son los tribunales religiosos de cada una de las 18 confesiones que coexisten en el país los que tienen la potestad de concederlo. Esto hace que una mayoría de mujeres solo pueda divorciarse con el consentimiento de un hombre. “Cuando murió mi padre, heredé algo de dinero, así que amenacé a mi marido con matarme si no me daba el divorcio”. La falta de medios económicos es otro de los grandes impedimentos para muchas mujeres a la hora de separarse. Rawda tuvo suerte. O, como dice en su audio: “Dios me dio la oportunidad de vivir una vida adecuada”.
Semanas antes, en Líbano, Rawda abría la puerta de su casa con un hiyab morado. Estaba radiante. “Soy otra mujer. Activa y fuerte”. Ahora es la segunda esposa de un libanés con el que se casó por elección (“es triste, pero estar con un hombre facilita cosas aquí”). Viven en un edificio de tres pisos: en la última planta, él, con problemas de movilidad por un tumor cerebral; debajo, su primera esposa, Shahira, con sus hijos (“somos como hermanas”, se abrazan); y en el primer piso, ella y sus hijas. Rawda dirige desde 2020 un horno solidario. La iniciativa surgió cuando conoció a Nour (libanesa) y James (irlandés de madre española), pareja fundadora de The Great Oven: un grupo de artistas que decoran enormes hornos con colores vibrantes y los envían a lugares donde ha sucedido una catástrofe. Como cuando el 4 de agosto de 2020 detonaron 2.750 toneladas de nitrato de amonio almacenadas —por razones que aún se investigan— en el puerto de Beirut. Murieron más de 200 personas y más de 300.000 perdieron sus hogares. Allí permanecen los silos destrozados por la explosión y las fachadas de enfrente con los cristales reventados. Junto a los edificios abandonados, otros restaurados con todo lujo. Beirut es una ciudad de contrastes: ricos y pobres; minifaldas y burkas; cristianos y musulmanes… The Great Oven envía los hornos y comida suficiente para hacerlos funcionar durante dos meses, hasta que se convierten en negocios autosuficientes. Menos con el de Rawda, que los convenció para mantenerlo de forma indefinida y preparar comida gratis a las 100 familias más necesitadas de la región de Bar Elias. Refugiados sirios, en su mayoría, que malviven en condiciones de pobreza extrema. Nueve de cada diez lo hacen, según la última Evaluación de vulnerabilidad de personas sirias refugiadas en Líbano, realizada por Naciones Unidas. Rawda ha contratado a cuatro mujeres con las que ha creado un espacio seguro donde hablan y se apoyan.
Es en esas comunidades en las que el cambio de mentalidad se propaga y donde mujeres como Nawal deciden cambiar sus vidas. Ahora está ahorrando a escondidas de su marido. “Él se queda su dinero, así que le hemos subido el sueldo en secreto y la diferencia se la guardamos”, explican una compañera. Nawal cuenta con el apoyo de su tío para divorciarse, pero tendría que irse a su casa y ya pasó por eso con su anterior divorcio. Quiere mudarse con sus cuatro hijos, ganar su dinero y decidir cómo vivir.
Para ver si el germen del cambio se expande habría que repetir este viaje dentro de 10 años y visitar a la generación de hijas e hijos de estas mujeres. Son ellos quienes están creciendo en otros valores sociales y culturales. “No quiero repetir los errores de mis padres”, sentencia Rawda cuando recuerda el infierno que la obligaron a soportar. “Les digo a mis hijas mayores: si quieres divorciarte, hazlo. Lo más importante es proteger tus derechos y tu dignidad”. Las pequeñas, que nacieron en Líbano fruto de su segundo matrimonio, van a la escuela. La de 14 años acaba de conseguir su título de enfermería y esa misma mañana ha llevado su currículo a un hospital que MSF tiene cerca de su casa. “A ver si hay suerte”, reza. Quiere ser fuerte, independiente y libre, como su madre, que asiste todos los meses a unas sesiones con organizaciones internacionales para formar parte activa en la lucha por los derechos de las mujeres árabes. “Mi objetivo es detener la humillación y la violencia”.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.