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Palestina: las secuelas mentales de un conflicto sin fin

Décadas de enfrentamiento han socavado la salud mental de este pueblo. Este es el retrato de una crisis silenciosa en un país donde es demasiado difícil amar y demasiado fácil odiar. El primer reportaje de una serie de tres realizados en colaboración con Médicos Sin Fronteras en el 50º aniversario de la ONG

Una traductora de Médicos sin fronteras abraza a Raghda, una expaciente de la ONG en Hebrón. Foto: Alfredo Cáliz | Vídeo: Saúl Ruiz

Cuando un niño huele la debilidad, le brota a veces un obsceno apetito de violencia. Esto es más natural si el niño nació en un campo de refugiados en el que también nacieron sus padres, al que fueron desplazados de jóvenes sus abuelos y que es un gueto reseco y desdichado en el que una de sus distracciones es tirarle piedras al salir de clase a los soldados, equipados con fusiles de asalto, que vigilan la entrada al campo.

El martes 23 de noviembre a mediodía, un día soleado y fresco en Cisjordania, caminaba por el campo de refugiados de Al Arroub, teléfono en mano. Justo cuando abría la mochila para guardarlo, unos niños se acercaron y dijeron what is your name y fuck you, como si fueran dos frases contiguas de bienvenida. Después otro dijo money, alguno me agarró del brazo, alguno intentó meter la mano en mi mochila, alguno me dio la primera patada por detrás, otro la segunda, otro me pegó un tirón de la chaqueta, todos se reían y chillaban excitados y ya no eran dos o tres o cuatro como hace medio minuto, sino a lo mejor una docena, no lo sé, porque yo solo decía stop, stop, stop y tiraba hacia delante, y alguno me dio la tercera patada mientras repetían money, fuck you, what is your name y gritaban cosas en su idioma. Angustiado, apuré el paso hasta alcanzar a Hassan, el chófer. Seguí andando sin mirar atrás. Él se giró y los detuvo, aunque le costó, según me dijo después: “Me repitieron todo lo que te estaban diciendo en árabe, y mejor no te lo cuento”, se compadeció Hassan, su cigarrillo rubio en la mano, su barba perfilada, gafas de aviador.

El campo de Al Arroub se creó en 1949 para dar refugio a familias que huyeron o fueron expulsadas de sus tierras por la fundación de Israel, un hecho histórico que afectó a más de 700.000 personas y que los palestinos conocen como la Nakba —la Catástrofe—. Tres cuartos de siglo después, ahí sigue Al Arroub, sumando generaciones nacidas en una barriada cenicienta a cuya entrada está un checkpoint israelí con su torre de vigilancia; una barriada con servicios básicos pobres, sobrepoblada, con empleos escasos y más que precarios y frecuentes enfrentamientos con los militares. En mayo, en una manifestación en el campo contra el bombardeo de Israel sobre Gaza, Obaida Jawabra, uno de esos chavales que crecen aquí mamando el conflicto, murió por impacto de bala. Según B’Tselem, ONG israelí centrada en la defensa de los derechos humanos en los territorios palestinos: “Los soldados, de acuerdo con nuestra información, le dispararon después de que les lanzara cócteles molotov”. El Ejército israelí afirma que los hechos han sido investigados y “se encuentran en revisión”. Jawabra había sido arrestado por primera vez a los 14 años. Cuando murió tenía 17. Estudiaba para ser cocinero.

En 2021 Israel demolió 199 viviendas de palestinos en Cisjordania, según la ONG israelí B’Tselem. Una de ellas la de esta mujer, Nejmeh Nawajaa. Ella recibió una primera asistencia de Médicos sin fronteras, pero no requirió terapia. “Me siento miserable pero fuerte”, dice. “Yo seguiré aquí aunque no tenga más que un paraguas para cubrirme”.
En 2021 Israel demolió 199 viviendas de palestinos en Cisjordania, según la ONG israelí B’Tselem. Una de ellas la de esta mujer, Nejmeh Nawajaa. Ella recibió una primera asistencia de Médicos sin fronteras, pero no requirió terapia. “Me siento miserable pero fuerte”, dice. “Yo seguiré aquí aunque no tenga más que un paraguas para cubrirme”.Alfredo Cáliz

Este Al Arroub, en síntesis, es la clase de sitio en mayor o menor medida dejado de la mano de Dios donde lleva trabajando Médicos Sin Fronteras desde su nacimiento en Francia en el año 1971. La ONG cumplió el 22 de diciembre pasado su 50º aniversario. Cuando comenzaron, eran unos 300 voluntarios. Hoy son más de 45.000 profesionales (sanitarios, personal logístico, administrativos…), con proyectos en más de 70 países, siete millones de donantes individuales y una capacidad de captación de fondos que llegó en 2020 a 1.900 millones de euros. Han estado en los peores desastres que ha sido capaz de generar la humanidad en estas últimas décadas —en el ya dilatado estropicio afgano, desde tiempos de la invasión soviética; a principios de los noventa en las hambrunas en el Cuerno de África; en 1994 en el genocidio de Ruanda y la posterior epidemia de cólera en los campos de refugiados de Zaire; en la masacre de Srebrenica; en la guerra siria desde 2012; tantos otros— y han estado allí donde la naturaleza se ha desbocado bíblicamente —tsunamis, ciclones, terremotos—; pero también han ido tomando conciencia de la necesidad de atender, al tiempo, otras formas de desamparo menos atroces, crisis humanitarias silentes y no tan perentorias, lo que nos conduce con ellos adonde los críos te saludan con una sonrisa solar a la vez que te mandan al infierno; a esa Cisjordania oprimida, traumatizada, deprimida, machacada emocionalmente en la que Médicos Sin Fronteras considera urgente trabajar por la salud mental.

—No es de extrañar lo de los niños.

—Es lo que cabe esperar —responde Lucía Uscategui, psicóloga de la ONG—. En ellos encontramos muchos cuadros de depresión, lo que pasa es que en su caso no se manifiesta metiéndose debajo de una cobija con ganas de morirse como ocurre con un adulto, sino como hiperactividad, dificultad para seguir instrucciones, bajo rendimiento escolar, agresividad.

Entre la población infantil que atienden abunda la ansiedad, se detectan problemas cognitivos serios y es recurrente la incontinencia urinaria, en ocasiones hasta los 13 o los 14 años. Como escribió Eyad el Sarraj (1943-2013), psiquiatra pionero de la salud mental en Gaza: “Los niños que lanzan piedras no son de piedra”.

O lo que es lo mismo: los niños que te dicen fuck you también se hacen pis en la cama.

Uscategui explica que los muchachos viven “presionados por todas partes”. “Por un lado los soldados, por otro los colonos israelíes, por otro sus propias familias, que aquí tienen una naturaleza muy jerárquica y vertical. Todo esto, en un espacio tan restringido como un campo de refugiados, los vuelve muy reactivos”, dice esta colombiana especializada en psicología infantil y supervisora del equipo de salud mental de la organización en Hebrón, en cuya demarcación se encuentra el campo. Son seis psicólogos, dos psiquiatras y tres consejeros, un auxilio estimable teniendo en cuenta que la ciudad de Hebrón (230.000 habitantes) solo dispone de un centro de atención con un psiquiatra y dos psicólogos. La directora de salud mental del Ministerio de Sanidad palestino, Samah Jabr, explica: “Nuestros recursos son limitados y la demanda es enorme. Vivimos en un contexto de opresión crónica y se calcula que más de un 20% de nuestra población sufre psicopatologías”. En España, por ejemplo, esta cifra rondaría la mitad, según datos del Ministerio de Sanidad.

La llave que simboliza el deseo de los refugiados de volver a sus tierras.
La llave que simboliza el deseo de los refugiados de volver a sus tierras.Alfredo Cáliz

En Al Arroub, la ONG realiza sus actividades en un centro comunitario. Hacen terapia de grupo con niños. En el vestíbulo se pueden ver sus dibujos y una chocante labor de manualidades que llevaron a cabo: una maqueta del propio campo de refugiados en el que malviven. También hacen terapia de grupo con las madres de los niños. Presenciamos una sesión dirigida por Jalal Hamdan, un joven terapeuta de mirada grave, expresión templada y cuyo árabe suena acogedor como la voz del almuédano cuando llama a orar de madrugada.

Asisten 10 mujeres. Empiezan el encuentro aplaudiendo porque una ha tenido un hijo. Luego van diciendo una a una cuántos tienen para actualizar el cómputo total. Son 76, si hemos contado bien. Durante la sesión, Hamdan les mencionará la conveniencia de la planificación familiar. Una de ellas bromeará diciendo que eso no es fácil: “Parece que competimos por ver cuál de nosotras tiene más hijos”.

Pero el tema central es otro. Durante una hora les habla de la posibilidad de convertir el hogar en un espacio de “protección y seguridad” para sus niños. “En un contexto como este hay muchos factores de presión que se nos van de las manos. Nos enfocamos en el factor familiar porque es el único que podemos controlar”, razona. “Lo más valioso es que aprendamos a hablar con nuestros hijos y a escucharlos. La comunicación familiar es la mejor manera de prevenir que los miedos que tengan se les queden dentro mucho tiempo y deriven en problemas psicológicos”. También les recuerda lo nocivo que es para los niños ver a sus padres peleándose y les sugiere que sean comprensivas con sus maridos cuando la familia está tiesa de dinero, lo habitual en Al Arroub. Hamdan precisará luego que este es el mayor motivo de frustración entre los hombres (no ser quién de proveer es no ser hombre) y una fuente de crisis domésticas. Cuando toca este punto, una asistente interviene: “Hace años, mi hija pequeña le pidió a mi marido un séquel [moneda israelí]. Él le dijo que no tenía. Le juró por Alá que no tenía ni un séquel, y era verdad, porque no cobraba hasta dentro de tres días. Esto afectó mucho a mi marido. Se quedó muy triste. Aún hoy, mi hija, que ya es mayor y está casada, se acuerda de aquella vez que su padre no pudo darle un séquel”. Hamdan: “Por eso, en este caso debemos apoyarlos, no hacerlos sentir inútiles, no atacarlos. Si la esposa ataca al esposo, habrá tensión, ¿y quién paga el precio de la violencia? Vosotras y también vuestros hijos. Si ellos ven a sus padres pegar a sus madres, le pegarán a sus hermanas. Los imitarán, porque la violencia en una familia es infecciosa”.

En una sociedad conservadora y metida en una olla exprés como la palestina, el machismo es material explosivo. “Cada vez atendemos más casos por violencia doméstica, un 40% del total”, detalla Lucía Uscategui. “Muchos hombres se desquitan con sus esposas de toda la ira y la frustración que acumulan”.

Las siguientes causas de consulta con el equipo de salud mental de Médicos Sin Fronteras son los efectos psicológicos provocados por invasiones del hogar por parte del Ejército israelí o de colonos (12%) y los derivados de presenciar actos de violencia (11%). Otras tienen que ver con demoliciones de viviendas, encarcelamientos, arrestos, muertes de familiares o allegados relacionadas con el conflicto… Esta combinación de violencia política y doméstica es una fuerza motriz de psicopatologías sin perspectiva de cesar. Uscategui incide en este último aspecto: “Generalmente, un trauma es algo con un principio y un fin, pero aquí el trauma siempre está presente, de manera que nunca tienes el tiempo necesario para detenerte y asimilarlo, nunca tienes el tiempo para sanar”. Según su explicación, en los Territorios Palestinos Ocupados (denominación oficial de Naciones Unidas) se sufre una modalidad particularmente insidiosa del trastorno de estrés postraumático: aquel que se repite en bucle y jamás alcanza a ser pos.

Randa Abu Sifan denuncia agresiones reiteradas de colonos radicales. Una hija suya está en terapia por un trastorno de ansiedad.
Randa Abu Sifan denuncia agresiones reiteradas de colonos radicales. Una hija suya está en terapia por un trastorno de ansiedad.Alfredo Cáliz

En Trauma y recuperación (1997), la psiquiatra Judith Herman, de la Escuela Médica de Harvard, escribió: “El peor miedo de cualquier persona traumatizada es que vuelva a ocurrir el momento de horror, y este miedo se cumple en las víctimas de abuso crónico. No resulta sorprendente que la repetición del trauma amplifique todos los síntomas de hiperactivación del síndrome de estrés postraumático. Las personas crónicamente traumatizadas están siempre hipervigilantes, ansiosas y agitadas”. En Hebrón, ejemplifica Uscategui, para percibir esto basta con salir a caminar por la calle y ver a los hombres encadenar a lo largo del día cigarrillos y vasitos de café árabe muy cargado. Ciertamente, el palestino parece un pueblo tan moroso como erizado.

“Aquí la ansiedad es un asunto exacerbado”, afirma la psicóloga, “se palpa la sensación de que se está demasiado alerta, de que no hay sosiego”. “Y el otro gran problema es la depresión, la falta de sentido vital; a veces algunos, desesperados, nos dicen que lo mejor que podrían hacer es lanzarse contra un checkpoint para que le disparen los soldados”. Ya ha habido casos así, según dice. Esta forma de suicidio cumpliría, además, la doble función de quitarse la vida sin que recaiga sobre la familia el oprobio del pecado, al pasar por martirio.

Médicos Sin Fronteras tiene una sala de consulta fija para salud mental en Hebrón y también se desplaza en coche hasta comunidades aisladas. En la consulta entrevistamos una mañana a Raghda, una mujer de 48 años que fue atendida por la ONG tras serle diagnosticado un trastorno de estrés postraumático. Solicita que solo aparezca su nombre de pila. Para las fotografías, por seguridad, se cubre el rostro con el hiyab.

La primera vez que sintió que se le venía el mundo encima fue en 2013, cuando, recién terminada su casa, recibió una orden de demolición del Ejército israelí por supuesta construcción ilegal. Aquella orden, recurrida, permanece en suspenso. Solo un año más tarde el mundo se le vino encima otra vez, con más peso. Uno de sus cinco hijos tuvo un rifirrafe con un colono adolescente y, según su relato, el colono se chivó a los soldados. Su hijo fue arrestado y estuvo dos semanas preso. Tenía 12 años. De acuerdo con la ONG palestina Addameer, de defensa legal, el Ejército arresta cada año a unos 700 menores palestinos, y según una investigación de Save the Children, realizada con 471 de ellos, un 81% afirma que fue golpeado y un 47% no recibió asistencia legal. Raghda asegura que no pudieron ver a su hijo mientras estuvo encerrado. “Imagínate lo que es tener a tu hijo en una prisión sin saber nada de lo que le está pasando”, dice. Finalmente, recuerda, soltaron al muchacho tras pagar una fianza y con la advertencia de que no debía acercarse a colonos ni a militares. Durante toda su adolescencia, Raghda vivió procurando que su hijo, progresivamente más enrabietado, no pusiera un pie en la calle, y esperándose lo peor cada vez que lo hacía. Aquello los puso a todos neuróticos. Un día descubrió que su hijo pequeño ahorraba a sus espaldas para comprarse un cuchillo con el que vengar a su hermano mayor. El niño tenía seis años.

Raghda, vecina del barrio de Hebrón denominado H2, bajo control militar israelí. Ha sido tratada por trastorno de estrés postraumático.
Raghda, vecina del barrio de Hebrón denominado H2, bajo control militar israelí. Ha sido tratada por trastorno de estrés postraumático.Alfredo Cáliz

En 2019, Raghda pidió auxilio. “Toda madre en Palestina vive en condiciones difíciles, y nos hemos hecho fuertes, pero a veces llegas al límite y necesitas que te ayuden. Nuestra salud mental es la base para que podamos seguir siendo fuertes para los que tenemos alrededor”, afirma. Termina la entrevista llorando, abrazada a la traductora. Unos minutos después se acerca y pide excusas por haberse emocionado. “Lo siento”, dice. Ya no lleva la cara tapada y se aprecia un rostro más gastado que el que correspondería a su edad si Raghda no hubiera sido Ragh­da: una madre de familia numerosa en una zona del casco antiguo bajo control del Ejército y denominada simple, patéticamente —­con toda su historia, toda su belleza— con una letra y un número, nada más: H2.

En 1997, Israel y la OLP de Arafat firmaron el acuerdo de Hebrón, que repartió la ciudad en dos partes, H1, gobernada por la Autoridad Nacional Palestina, un 80% del municipio, y H2, controlada por Israel, un 20% pero con valor estratégico porque engloba asentamientos de sus colonos y el corazón del centro histórico con la Tumba de los Patriarcas o mezquita de Ibrahim, erigida según las religiones del libro sobre el sepulcro de Abraham. El templo se dividió en una zona para el culto judaico y otra para el musulmán después de que en 1994 Baruch Goldstein, un colono originario del Bronx neoyorquino, matase con un fusil a 29 árabes que oraban de madrugada. El recrudecimiento del control militar desde los noventa ha convertido el barrio en un lugar inhóspito para los palestinos, que siempre vivieron allí. Un tercio de sus viviendas han quedado abandonadas; la calle de Al Suhada, su arteria comercial, está desierta, flanqueada por edificios con puertas y ventanas clausuradas con chapas herrumbrosas. El zoco es un dédalo anémico en el que han techado con rejillas algunas callejuelas porque los colonos les tiran cosas: cosas como piedras o sillas de plástico; cosas como heces. Según datos de la ONG Breaking the Silence (Rompiendo el silencio), compuesta por exmilitares israelíes contrarios a la ocupación, en H2 hay 22 checkpoints y 64 barreras de otro tipo, así como calles y zonas a las que los palestinos tienen el acceso restringido o directamente prohibido —áreas “esterilizadas”, en la terminología antiséptica del Ejército—.

“Este era uno de los mejores sitios para vivir en Hebrón, y mira lo que es ahora. ¿Eres capaz de imaginarte el centro de Madrid así un jueves a mediodía?”, pregunta Ori Givati, de Breaking the Silence, mientras nos da un recorrido por el lugar, observados por soldados con el fusil en sus manos y el dedo tan cerquita del gatillo que se les escaparía una bala con un estornudo.

En H2 viven unos 30.000 palestinos y alrededor de 800 colonos protegidos por más de 1.000 militares. Givati afirma que el hostigamiento de los colonos a los árabes es continuo y permitido por los soldados. “A los colonos no se les aplica la ley y por eso sus acciones violentas son un hecho cotidiano”, sostiene el activista.

Randa Abu Sifan (de negro) con su familia en su casa en la zona H2, controlada por el ejército israelí. “Vivimos atemorizados y a todos nos afecta psicológicamente”, dice.
Randa Abu Sifan (de negro) con su familia en su casa en la zona H2, controlada por el ejército israelí. “Vivimos atemorizados y a todos nos afecta psicológicamente”, dice.Alfredo Cáliz

En Wadi al Hussein, una zona agrícola de H2, reside Randa Abu Sifan, de 47 años. Por una pista pedregosa se llega a su casa, aislada, rodeada de asentamientos. Bajo un cuadro con un versículo del Corán, con voz pétrea y monocorde habla de las agresiones de los colonos radicales. De las piedras que les tiran a diario, de los insultos a Mahoma, de las amenazas de muerte, de los olivos y los almendros que les han quemado. Su hermana, que vive en la casa pegada a la suya, tiene cámaras de vigilancia y muestra dos vídeos nocturnos recientes. En uno, un tipo se acerca y dispara con una pistola contra la fachada. En otro, un grupo de civiles con armas largas entra en el patio de la vivienda y se va tras forcejear con el cuñado de Abu Sifan. Hace años, durante un pico de conflictividad, dos familiares fueron heridos de bala, dice. Toda esta violencia afectó mentalmente a sus dos hijas desde muy pequeñas y recurrieron a Médicos Sin Fronteras, que sigue tratando a una de ellas, con 18 años, por recurrentes ataques de pánico. Randa Abu Sifan valora la ayuda psicológica de la ONG. Le resulta indiferente el estigma que aún rodea aquí a la atención psicológica: “Me da igual lo que digan. Lo que me importa es que mis hijas estén bien”.

En Palestina, el tabú de la salud mental afecta más a los hombres que a las mujeres. En 2021, Médicos Sin Fronteras atendió a alrededor de 1.000 mujeres y 600 hombres. “Ellos son más distantes y tienden a pedir terapia de grupo, no individual”, dice Lucía Uscategui.

Por supuesto, hay excepciones.

Otro día en la consulta de la ONG en Hebrón, un hombre llamado Shadi cuenta que está muy apenado porque Messi ya no está en el Barcelona, aunque a Shadi, que pide que no aparezca su apellido, le han pasado cosas bastante peores que la marcha de Messi.

Shadi ha pasado por cuatro cárceles, dos israelíes y dos palestinas. En 2019, deprimido, buscó la ayuda de la ONG. Se sentía lleno de ira. “En esta tierra es demasiado difícil amar y demasiado fácil odiar”.
Shadi ha pasado por cuatro cárceles, dos israelíes y dos palestinas. En 2019, deprimido, buscó la ayuda de la ONG. Se sentía lleno de ira. “En esta tierra es demasiado difícil amar y demasiado fácil odiar”.Alfredo Cáliz

A sus 38 años ha estado cuatro veces preso (dos en cárceles palestinas, dos en israelíes) y en la última condena, en un penal palestino, fue torturado, según denuncia. Insiste en que quede constancia de que quien lo torturó, a su juicio, “solo se representaba a sí mismo”, no a sus autoridades. Aquello lo hundió en una depresión. “No me sentía integrado en la sociedad, estaba siempre nervioso, no quería seguir viviendo”, dice. En 2019 comenzó una terapia que duró un año y medio. Shadi ha mejorado. Ha tenido su primer hijo, ha empezado a paladear “el lado bueno de la vida” y ha “expulsado a un rincón” los recuerdos tormentosos.

—¿Qué era lo que más sentía antes de ir a terapia: odio, desesperación o frustración?

—Odio —responde—. En esta tierra es demasiado difícil amar y demasiado fácil odiar.

Al llegar a casa de Haroon Abu Aram, en las áridas colinas al sur de Hebrón, su madre nos dice pasen y en la cama del cuarto hay una figura cubierta de pies a cabeza por una sábana blanca, como un cadáver bajo un sudario. “Lo tapo así cuando quiere dormir”, dice Fa­resah, le retira la sábana y aparece él despierto, con la mirada de cera y esa respiración sorda, ahogada. El 1 de enero de 2021 un soldado le disparó a quemarropa, la bala le atravesó el cuello, le dañó la médula espinal, sobrevivió, se quedó tetrapléjico. Junto a la cama hay una máquina de oxígeno y un aspirador de secreciones, y encima un aparato de aire acondicionado a 26 grados de temperatura. El ambiente de la habitación es sofocante.

Lo que le sucedió a este joven de 30 años fue grabado por alguien y subido a internet. El lugar se encuentra en Masafer Yatta, una zona desértica, de tradición beduina, que forma parte del Área C, el 60% del territorio cisjordano que quedó bajo control exclusivo de Israel con los Acuerdos de Oslo (1993), y donde es constante la presión para desalojar a los palestinos que siguen viviendo en sus aldeas. El día de Año Nuevo, varios militares llegaron a donde unos vecinos estaban construyendo una casa y se enzarzaron en una discusión con ellos en la que se metió Abu Aram. En el vídeo se ve cómo los soldados pretenden quitarles un generador eléctrico. La melé dura menos de dos minutos, lo que tarda en oírse la detonación de un arma de fuego y luego el espanto agudo de una mujer que grita. Un palestino yace inmóvil, boca arriba en el suelo. Lleva los pies descalzos.

Según la ONG israelí Yesh Din, el supuesto responsable ha sido identificado y falta que la Fiscalía militar decida si lo lleva a juicio. El Ejército solo afirma que los hechos han sido investigados y “se encuentran en revisión”. Faresah no espera que se haga justicia: “Ellos son más fuertes. Pueden matarnos, no pasa nada”.

En silla de ruedas, Haroon Abu Aram, de 30 años, que se quedó paralítico por un disparo de un soldado israelí. A su lado, su madre, Faresah.
En silla de ruedas, Haroon Abu Aram, de 30 años, que se quedó paralítico por un disparo de un soldado israelí. A su lado, su madre, Faresah.Alfredo Cáliz

Haroon Abu Aram creció en el páramo cuidando cabras —lo que más le gustaba, cuenta—, y hasta aquel primero de enero le iba razonablemente bien. Tenía trabajo de albañil, fecha para su boda. Ahora está incapacitado y su compromiso se ha disuelto. Su madre habla, él escucha en silencio. Ella asevera que después de que le disparasen, los soldados impidieron que llegase una ambulancia. Abu Aram interviene con dificultad: “Se querían deshacer de mí”. Al final, sus vecinos lo condujeron a un hospital. Estuvo internado primero en Hebrón, luego en Tel Aviv. Una asociación de un kibutz (una colonia agrícola israelí) los ayudó con los gastos médicos. Después de meses ingresado, en los que una vez intentó, retorciendo el cuello, que se le desconectase el respirador artificial, lo han traído a casa. Faresah percibe que le ha mejorado un poco el ánimo al estar con sus hermanos y sus amigos. Él, de momento, no está en terapia. Ella sí. “Tengo que mantenerme entera. Si yo me debilito, mi familia se debilita, y es mi deber cuidar de Haroon”, dice la madre, que pide —”inshallah”, si Dios quiere— “que pueda al menos volver a mover las manos”. Hoy, como cada tarde, volverán a poner la televisión del cuarto para ver la serie favorita de su hijo, Nimer Bin Adwan, la historia romántica de un beduino en el desierto de Jordania.

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