Cuento de octubre
Era tan insegura que tenía la necesidad de coquetear con quien se le apareciera, fuera un amigo de su novio o un camarero
La desdicha de Catherine del Biombo fue ser tan guapa y exuberante como insegura. Si se atendía a lo primero, no se adivinaba razón alguna para lo segundo, pero con el tiempo he aprendido que casi todas las mujeres sufren de ese complejo: se tienen por menos de lo que son, aunque algunas no sólo se sobreponen, sino que se acaban convenciendo de su excepcionalidad y desdeñando y pisoteando a todo el mundo. Del Biombo careció de ese aplomo, pese a que a ella no le faltaron nunca encendidos halagos.
Era americana de Nueva Inglaterra —nacida en New Haven— y una belleza se la mirara como se la mirara. Pelo negro ondulado y ojos muy azules, piel bronceada, labios suficientemente carnosos, un busto llamativo y unas piernas no muy largas pero con pantorrillas y muslos fuertes y perfectamente proporcionados. Estos últimos los dejaba admirar con generosidad, viniera o no a cuento. Uno de sus profesores de Universidad de la Ivy League le soltó a su mujer el primer día de clase, con excesivo entusiasmo: “¿Sabes? Tengo a Sofia Loren en el aula”. A Del Biombo le faltaban estatura y simpatía para asemejarse a aquella actriz italiana, pero aun así la turbación del profesor estaba justificada. Pagó caro por ella, porque desde entonces su mujer lo vigiló con suspicacia y, cuando él volvía tras su jornada, le escudriñaba con una lupa la ropa por si descubría algún cabello largo, lo olisqueaba en busca de perfumes desconocidos, le rebuscaba los bolsillos en pos de alguna nota amorosa o teléfono. La esposa se desvivió en balde durante todo el curso, porque la aspirante a Sofia Loren nunca habría hecho caso al Doctor Bergamasco, un individuo de mediana edad, sin atractivo alguno y soporífero.
Catherine del Biombo estudiaba Literatura Española, y además decidió escribir un estudio sobre un autor difícil, Benet, lo cual le ganó fama de cerebrito intelectualoide. Incomprendida en su Universidad, se apuntó a unos seminarios de verano en España, donde confiaba en ser mejor comprendida, y también para airearse con sangría; ignorante, sin embargo, de que aquí pocos sabían quién era Benet, menos lo leían y aún menos lo apreciaban. Con todo, se sintió cómoda, en parte porque accedió al círculo del novelista mítico y rápidamente se ennovió —es un decir— con uno de sus amigos jóvenes, un tipo listo y bien parecido al que traté durante aquella época. Brendán Godínez, que así se llamaba, no podía creerse su suerte —una chica Playboy que indagaba en la obra de Benet—, y desde el primer momento estuvo determinado a que aquella relación prosperara por encima de las dificultades: la más inmediata era que ella regresaría a su país en septiembre. Pero no contaba con su peculiar carácter, que velozmente se le fue revelando.
Catherine del Biombo era tan insegura que tenía la necesidad de coquetear con quien se le apareciera, tanto daba que fuera un amigo de Brendán como el dependiente de una papelería o un tabernero. En cuanto tenía delante a un varón, aunque fuera el varón más horroroso, precisaba sentirse deseada por él y constatar que lo era. Y si el varón era tímido, prudente o respetuoso —y la mayoría lo eran al verla en compañía masculina—, ella le sonreía en exceso y con picardía, le hacía preguntas superfluas —le daba carrete—, le mostraba intencionadamente los muslos y aun permitía que se le resbalara un tirante de su vestido, para que resultara más insinuante su escote. Vestía siempre de manera sexi, si no rayana en la procacidad, y a Brendán dejaba de prestarle toda atención en cuanto se enfrascaba en uno de aquellos devaneos. A Godínez, con aquel nombre del Mío Cid, todo esto le sentaba fatal, pero no quería pasar por un español celoso, así que se sumaba a las chácharas con buen talante, o, si se aburría, callaba. Como era de clase acomodada, lo ofendían especialmente los coqueteos con botones de hotel y camareros, los cuales, además, no sabían disimular su lujuria instantánea ni las ojeadas lascivas hacia las piernas desnudas y tersas y el prometedor canalillo. Así pues, Brendán Godínez padecía en silencio, pues tampoco quería parecer clasista.
Del Biombo estuvo dispuesta pronto a las relaciones sexuales con él (le aseguró haberse enamorado en el acto), pero con salvaguardas. En modo alguno iba a correr el riesgo de quedarse embarazada, así que le sugirió canales alternativos (corría 1982, cuando el uso del preservativo no estaba tan extendido como a partir del sida). Brendán aceptó de buen grado la boca, no tanto otras regiones a las que no estaba acostumbrado. De modo que en aquel verano de fútbol le dio tiempo a cansarse de la reiteración oral sin variaciones. Pero todavía lo agotaron más los flirteos de Catherine del Biombo, y la gota que a su pesar colmó el vaso fue cuando, paseando por el Retiro, ella se ofreció —o poco menos— a un barquillero renegrido por sus patillas y su barba de púas: aquellos sujetos ya entonces anticuados, que iban con una especie de bombona roja rematada por una ruleta absurda y tocados con un sombrero de ala australiana, es decir, plegada. Entonces Brendán Godínez estalló ante tanta humillación, para perplejidad de la joven Del Biombo.
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