Benet y Martín-Santos, inédito a cuatro manos
'El amanecer podrido', que llega a las librerías en septiembre, recoge relatos inéditos escritos por los dos autores hacia 1950, cuando sentaron las bases del 'bajorrealismo'
Entre los héroes de Juan Benet destacaba Franz Schubert. Buscaba en la música del compositor aquello que expresa más allá de la razón para aplicarlo a su escritura. Por eso exploró en buena parte de su obra ese paralelismo. Puede que desde el principio ya lo hiciera inconscientemente. Schubert escribió algunas de las piezas de piano a cuatro manos más gloriosas de la historia de la música y, precisamente así, dos amigos como Juan Benet y Luis Martín-Santos, comenzaron sendas carreras literarias a finales de los años cuarenta. Desde la confluencia de mundos con referencias, complicidades y afanes comunes pasaron a bifurcarse en caminos que marcaron la literatura española del siglo XX. Benet era ingeniero de Caminos. Se colocaba el casco en las obras para proteger su imaginario de los estruendos con carga de dinamita que producían los pantanos en pleno franquismo. Luis Martín-Santos no quiso ser cirujano ni seguir así la estela de un padre que había asistido al bando nacional en la batalla del Ebro. Acabó afianzándose como psiquiatra, quizás para pulsar la maltrecha conciencia colectiva que le llevaría a escribir su Tiempo de silencio.
Técnico uno y encomendado a la ciencia otro como dedicaciones parciales y sustentos de vida, fueron sin embargo literatos a tiempo completo, armados con los arsenales de su imaginación rupturista. Construyeron una sólida amistad en el Madrid gélido de la posguerra, donde se calentaban en tertulias sin fin que comenzaban sentados en el Café Gijón o en Gambrinus y que podían terminar alrededor de la mesa camilla de un burdel animados por una botella de coñac. De allí solían salir dando tumbos y mojar su porción de éxtasis inane contemplando un amanecer podrido.
Precisamente ese, El amanecer podrido, es el título que lleva una joya escrita por ambos, más o menos a cuatro manos. Fue descubierta por los herederos de Benet entre los papeles que dejaron en el archivo depositado en la Biblioteca Nacional hace dos años. Allí consta un manuscrito con una serie de relatos ideados por los dos, aunque en su mayoría ejecutados por separado, del que había también copia en poder de los Martín-Santos. Los construyeron dentro de una corriente que bautizaron como bajorrealismo. La edición de ese manuscrito ha sido completada con lo que ha aportado desde su legado la familia Martín-Santos y constituye un descubrimiento que publicará Galaxia Gutenberg en septiembre.
Buscaron un estirón de modernidad con vistas a Europa, capaz de doblegar el raquitismo castizo
Mauricio Jalón se ha encargado de dar coherencia a ese trabajo, que contiene, además de 67 cuentos —de los que 24 pueden ser de Benet, 41 de Martín-Santos y otros sin autoría clara—, cartas y semblanzas como la que el autor de Herrumbrosas lanzas dedicó a su amigo años después de que muriera en un accidente de tráfico, en 1964, por los alrededores de Vitoria. Tenía 39 años y truncaba así, atrapado en chatarra, lo que prometía ser una carrera sin límite. “En la crítica literaria, la figura de los herederos de los escritores no suele tener buena prensa, por lo que me gustaría enfatizar el esfuerzo de concertación que hemos hecho las familias de cada uno por separado y de ambos en conjunto para sacar este libro a la luz”, afirma Ramón Benet. Un esfuerzo que comenzó al revisar lo que su familia quería legar a la Biblioteca Nacional. Entre las cajas con todos los manuscritos perfectamente conservados a máquina destacaba una rareza bajo el título de Más apólogos. Hacía referencia a lo que ya Seix Barral publicó en 1970 como obra de Martín-Santos y que llamaron Apólogos y otras prosas inéditas. Desentrañar el nudo resultaba fundamental. A ello se ha dedicado Jalón, reordenando los materiales aportados por las dos familias: “Fueron escritos entre 1948 y 1951, se publicaron dos de ellos firmados por cada autor en 1950, un momento crucial en sus vidas”, asegura el experto en el prólogo.
Se trata de piezas que demuestran ya una vía común, antes de que cada uno siguiera su senda. Y entre los hallazgos del trabajo que verá ahora la luz consta también una declaración de intenciones, el borbotón de la corriente que denominaron bajorrealismo por medio de una carta descubierta ahora por Rocío Martín-Santos. Se la dirigen a A. A. Moreno, crítico del Correo Literario, que aplicó el mismo término a Las últimas horas, la novela de José Suárez Carreño. El juicio sobre la obra es despectivo por parte de Moreno, pero Benet y Martín-Santos lo reclaman como tendencia crucial en ese momento de sus vidas. Buscaban una identidad diáfana, un sentido: “Lo bajorreal es un hecho instantáneo que aparece siempre debajo de la realidad fluyente. Lo que en cada momento es constante y cerrado y bajo. De ahí viene su nombre”, arguyen.
El bajorrealismo representaba un atisbo de intenciones primerizas. Lo que ambos buscaban, desde su admiración común por Ortega y Gasset, era entroncar el páramo de la literatura española de su tiempo con las corrientes universales. Partir de Cervantes y desembocar en Kafka, en Faulkner y en Thomas Mann, entre otros, como guías estilísticos, o en Nietzsche y Schopenhauer como faros morales. Necesitaban un estirón de modernidad, con vistas sobre todo a Europa, que doblegara el raquitismo castizo. “Los dos colocaron a Cervantes por encima de todo y fueron grandes lectores”, afirma Jalón. “Ambos, además, se adentraron a menudo en Nietzsche. Otro tanto sucedió con Kafka, al que admiraron en conjunto y que repercutió en tantos autores de su generación”. Pero tenían sus referencias diversas también: “Por otro lado, Luis citó una vez a sus modernos preferidos: Mann, Proust, Faulkner o Joyce; este último era menos del gusto de Benet. Y, como tales lectores, se modernizaron con la nueva cultura: la estadounidense y la europea. Un Faulkner, en quien Martín-Santos ahondó a instancias de su amigo, que influyó profusamente en Italia o en Francia a mediados del siglo XX. Esos dos —y, de otro modo, Sartre o Dilthey, padre del historicismo filosófico— se erigían en una clave de modernidad en la literatura occidental por entonces”, añade Jalón.
Con todo, su fuerza nace del gran arraigo en su propia lengua, en un cristalino castellano. “Benet tenía en su casa buena parte de la Biblioteca de Autores Españoles”. El amanecer podrido despide todos esos aromas, junto a los de La España negra, de Gutiérrez-Solana, o las huellas de la picaresca aplicadas a extraños viajes sin destino, confinamientos kafkianos, contemplaciones a caballo entre el misticismo y el absurdo, naufragios y enterramientos, erotismo y amores sórdidos, enzimas y células grotescas que sacan a paseo insectos, culebras o ratones como símbolos de delirios surrealistas y temores de derrumbes interiores sazonados con aromas de Baroja, Borges, Primo Levi o Elias Canetti. También una fe ciega en el Fausto de Goethe y homenajes a Paul Valéry para conformar carnavales y noches de Walpurgis plagados de piedades impías y metamorfosis de la carne, deseo de regeneración y resignada espera en pos de lo putrefacto…
“En El amanecer podrido resulta a veces imposible identificarlos”, afirma Jalón. Se esconden y se cubren mutuamente en una complicidad que en mitad de la desolación los lleva hasta a dedicarse odas el uno al otro: “Cacho de carne inmolado, avispa de cementerios”, empieza la suya Benet a Martín-Santos. “Como un largo gusano negro que se estira, alzas tu cuerpo agreste, dulce pino flexible”, replica su amigo.
Ramón Benet y Luis Martín-Santos hijo constatan esa amistad que sobrevivió en los recuerdos de sus hogares: “Para nosotros, Juan Benet ha formado siempre parte de nuestras historias familiares y lo sentimos tanto a él como a sus descendientes muy próximos”, asegura Martín-Santos. “Juntos llenaron muchas horas en aquellos años en los que, entre tantas otras, una de las cosas que había que combatir era el sentimiento de soledad”, afirma el hijo de Benet.
Sin embargo, entre ellos faltó alguna última conversación para restañar la herida que los separó. Vino principalmente por Tiempo de silencio. Cuando Martín-Santos terminó la novela se la dio a leer a su amigo. Juan Benet reconoció en vida que no le convenció y alargó demasiado la espera de juicio. En lugar de encarar la verdad, fue aplazando su opinión con un insoportable silencio que afectó a su relación. Tampoco a Martín-Santos le había gustado Nunca llegarás a nada, de Benet. Ambas diferencias hacen mella, aunque daban prueba de su franqueza como elemento de amistad. En su Memento, pieza de Benet dedicada a Martín-Santos en 1986, publicada al año siguiente en Otoño en Madrid hacia 1950 (DeBolsillo) y recogida en la nueva edición, el autor lo narra a modo testimonial. ¿Un arrepentimiento? “Mi padre no tenía por costumbre tal cosa”, dice Ramón Benet. “Tal vez la vanidad les jugó malas pasadas y eso les hizo verter juicios sin contemplaciones, abruptos en ocasiones, de cada uno hacia el estilo del otro”, añade.
Construyeron una sólida amistad en el Madrid de la posguerra, que les podía llevar del café al burdel
En todo caso, el perfil de Juan Benet dedicado a su amigo dos décadas después de su muerte representa un documento capital sobre su juventud en común y sobre el origen de una amistad estrecha en el Madrid de 1950, justo cuando escribieron El amanecer podrido. “En este escrito existen constantes alusiones benetianas a Tiempo de silencio, como signo de una literatura que personalmente le había impresionado sin llegar a convencerle”, afirma Jalón. Pero ese episodio cobra nuevas revelaciones ahora gracias a unas cartas privadas de 1964. “Nuevos documentos con los que tenemos una mejor perspectiva”, según Jalón. “Que a Juan no le interesara en principio esa novela o que Luis pusiese reparos a Nunca llegarás a nada significa no sólo que su grado de confianza era alto, sino sobre todo que los escritores Benet y Martín-Santos salían ya a la luz definitivamente como tales, y que se afirmaban con temperaturas novelísticas dispares”, dice el encargado de la nueva edición.
Entre esas cartas figura también una de Benet a Leandro Martín-Santos, hermano de Luis, en la que hace referencia a los relatos que escribieron juntos. El autor los consideraba escarceos, “pruebas de escritura”, dice Jalón, y desaconsejaba entonces su publicación. “Esa carta era precisamente la de 1964; estaba escrita en un contexto muy lejano ya, con una obra casi del todo por hacer y un amigo muerto, que empezaba a ser una referencia cultural. Juan expuso sus reticencias a El amanecer podrido. Era ya evidente que su modo de escribir difería radicalmente del de Luis, algo recíproco, sencillamente, porque surgían en ese momento como dos escritores muy distintos, muy diferenciados en sus formas, cada cual siguiendo su rumbo”, añade Jalón.
La figura definitiva y pública de Martín-Santos necesitaba cierta protección en ese momento tan difícil: “Era el ocaso inicial de la dictadura. No creo que todo aquello les haya perjudicado, de todas formas. Más bien ha puesto en evidencia, en definitiva, la fuerte confianza que hubo entre ellos”.
En su artículo de homenaje al amigo, Benet describe la última noche que pasaron juntos y el estado de su relación: “Habíamos pasado de una concordancia de gustos —más locuaz e ingenua que cualquier otra— a una sibilina y cáustica”. Una separación de 10 años por la lejanía de Martín-Santos de Madrid había influido, sin duda. Pero los reencuentros daban lugar a largas conversaciones y a contarse sus proyectos literarios. Benet llegó a oír de su boca Tiempo de destrucción, novela póstuma e inconclusa de Martín-Santos. Fue dos días antes de la tragedia. Cenaron juntos en una taberna de la calle de León y al día siguiente habían quedado en comer en compañía de la madre de Benet, pero Luis no se presentó. La resaca de una noche de farra desaconsejaba más compromisos sociales. El lunes cogió el coche rumbo a San Sebastián y se mató al volante. “Todo fue un soplo”, escribe Benet.
Su legado ha dado lugar a estas nuevas aportaciones cruciales. Del de Martín-Santos aún quedan cosas por explorar. “Una primera novela que nunca apareció”, apunta Jalón. “Quedan pendientes de revisar algunos papeles. Con este descubrimiento nos hemos llevado buenas sorpresas”, afirma el heredero de Martín-Santos. “Es un buen comienzo”.
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