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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Evocando a Cervantes por Atocha

Hay novelas, como 'Tiempo de silencio' —la más joyceana de las nuestras, a fuer de cervantina y barojiana— que uno debería leer al menos una vez cada lustro

Manuel Rodríguez Rivero
El escritor Luis Martín Santos.
El escritor Luis Martín Santos.

Quedó atrás la semana más cervantina y libresca del año. Después de escuchar el hermoso, protestón y provocativo (“digamos bien alto que podemos”) discurso de Juan Goytisolo en el Paraninfo de Alcalá de Henares, recibí un correo electrónico de mi buen amigo —y, cuando éramos más jóvenes, alter ego físico— Ignasi Riera (a.k.a. “Peusdeporc”) recordándome un fragmento de Tiempo de silencio (Luis Martín Santos, 1962) que tenía olvidado; y es que hay novelas, como esta —la más joyceana de las nuestras, a fuer de cervantina y barojiana— que uno debería leer al menos una vez cada lustro para poner en su lugar a gran parte de las más vendidas (también en Sant Jordi). El fragmento en cuestión forma parte de un monólogo interior de Pedro —un joven médico que se ha quedado sin ratas para sus experimentos— durante su caminata por Antón Martín, Atocha y las calles de lo que ahora se llama Barrio de las Letras y en el que vivió Cervantes, una referencia importante en la novela. Les transcribo algunas líneas: “¿Puede realmente haber existido (…) en tal ciudad como ésta, en tales calles insignificantes y vulgares un hombre que tuviera esa visión de lo humano, esa creencia en la libertad, esa melancolía desengañada tan lejana de todo heroísmo como de toda exageración, de todo fanatismo como de toda certeza?”. Para acabar preguntándose, tras evocar a aquel hombre, tan consciente de la naturaleza de esa sociedad en la que se había visto obligado “a cobrar impuestos, matar turcos, perder manos, solicitar favores, poblar cárceles y escribir un libro que únicamente había de hacer reír”: “¿Por qué hubo de hacer reír el hombre que más melancólicamente haya llevado una cabeza serena sobre unos hombros vencidos?”. La relectura del fragmento me hace seguir y volver atrás y empezar de nuevo la única novela completa de Martín Santos, quien, a pesar de su prematura muerte, debe ser considerado como uno de los grandes renovadores de la novela hispánica del siglo XX (La muerte de Artemio Cruz, de Fuentes, se publicó también en 1962, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa, y Rayuela, de Cortázar, en 1963). Además de ser, durante un tiempo, el más brillante del admirable grupo de amigos escritores —Sánchez Ferlosio, Martín Gaite, Benet, Aldecoa, Sastre— que, evocado en sus tertulias de aquel Madrid represivo, sórdido y chabacano en que se iniciaba el interminable “tardofranquismo”, resulta aún más admirable. Había olvidado el saludable sarcasmo de Martín Santos, su habilidad en el manejo heterodoxo del lenguaje, su utilización —a veces paródica— del neorrealismo imperante, su fascinante tratamiento intertextual de la literatura y el pensamiento en los que se reconocía: de Joyce a Cervantes, Baroja o Quevedo, de Camus a Sartre. Total, que pasé un buen día leyendo. Moltes gràcies, Ignasi.

Lecturas

Para Sant Jordi me regalaron un e-reader con tres clásicos (incluida la Biblia de Casiodoro de la Reina) y tres best sellers dentro (no me atreví a preguntar si pirateados o no) y una rosa de plástico con auténtico olor a rosa de plástico. Fue el mismo día en que Amazon declaró haber vendido más libros electrónicos de toda su historia (sin suministrar datos, claro, como es típico de su enfermizo secretismo), de modo que no me extrañé. En cuanto a los tres superventas durmientes en mi tableta, todos de autores mediáticos, ninguno venía firmado por su autor. Me acordé de algo que le había leído al gran Joan de Sagarra a propósito de una época —antes de los selfies, del pingüe negocio de los festivales literarios y del famoseo autorial— en que los jóvenes lectores se emocionaban cuando, por fin, un Día del Libro, le veían la jeta por vez primera a su autor/a preferido/a. Según me cuenta mi topo en el Gremi d’Editors de Catalunya —el mismo que se me quejaba de la intolerable cutrez y poca-soltada de la presencia institucional de la Federación en la última Book Fair de Londres—, la jornada fue brillante, aunque menos de lo que auguraba el despliegue mediático de los días previos. Si es verdad que se vendieron 1,5 millones de ejemplares y que la facturación aumentó el 6% respecto a 2014, puede ser cierto que el sector comienza a reanimarse después de siete años de vacas flacas (la Biblia, de nuevo) y caídas continuadas. Albricias. En la madrileña “noche de los libros”, las cosas fueron peor. Ni hay tradición, ni las contradictorias estrategias del Ayuntamiento y el recorte en los presupuestos ayudaron mucho. En todo caso, cada día me reafirmo en una creencia compartida: los editores independientes han conseguido leer y comprender el momento mucho mejor que las grandes corporaciones. Por eso evitan las inercias que lastran a los paquidermos y actúan, invierten y publican en consecuencia, demostrando más imaginación y fuerza adaptativa. Mientras los grandes consumen parte de sus energías en encontrar best sellers que cubran gastos generales y salven la cuenta de resultados, los pequeños investigan, buscan, rescatan y difunden con saludable pasión libre de rutinas. Por eso no lo pasan tan mal en épocas de crisis. Por último, un dato que venga Dios y lo lea: el 93,41% de las ventas de Sant Jordi correspondieron a 43.070 títulos, y sólo un 6,49% a los 10 más vendidos. Y ahora que corran los que amen su caos a hacerse un selfie con Albert Espinosa, vencedor (sumando las ediciones en ambas lenguas) de las ventas del día de Shakespeare y Cervantes.

Caminando

Quizás el fenómeno tenga que ver con un deseo inconsciente de decir adiós a todo esto y largarse pasito a pasito, dejar atrás a políticos mentirosos y muertos —algunos lo están tanto que sus cadáveres alumbran fuegos fatuos ideológicos—, escapar de los sabelotodos tertulianos coñazo, de la continuada, omnipresente y pringosa basura televisiva, presentada y orquestada por individuos a los que se les ha concedido inexplicablemente los más importantes premios de la comunicación audiovisual. Sea por lo que sea (Barthes, uno de mis sabios favoritos, ya decía que andar es el más trivial y, por tanto, el más humano de los actos), lo cierto es que esta temporada abundan los libros acerca del caminar y del paseo, de la flânerie y sus múltiples formas y protagonistas. Ahí tienen, para empezar con su historia, el interesantísimo Wanderlust, una historia del caminar (Capitán Swing, 2001), de Rebecca Solnit, todo un clásico que demuestra, con ejemplos la mar de literarios, que caminar es (además) una acción política. David Le Breton argumenta en Elogio del caminar (Siruela) que dicha actividad es huir del frenético ritmo impuesto por las tecnologías de la modernidad: por eso caminar tal como se entiende desde Baudelaire nació precisamente con ella. Y en cuanto a su práctica, no olviden los Paseos por Berlín (Errata Naturae), del muy benjaminesco flâneur Franz Hessel, o esas dos pequeñas obras maestras de Hazlitt y Stevenson que se incluyen en El arte de caminar, un librito que Nórdica pondrá a la venta a partir del 15 de junio, justo antes de la época en que todos nos permitimos alguna gran caminata purgante y regeneradora.

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