_
_
_
_
Maneras de vivir
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Una aguja en el corazón

Todas nuestras relaciones están impregnadas de humillaciones sutiles y no tan sutiles. | Columna de Rosa Montero.

Rosa Montero

Hace unas semanas leí una noticia que me dejó un regusto amargo. Contaba que la Audiencia Provincial de Ciudad Real había condenado a nueve años a X por matar a un hombre. Resulta que el padre de X, de edad avanzada y condición física precaria, tenía un compañero de trabajo, Z, que llevaba tiempo maltratándolo, burlándose de él, dándole patadas y llamándolo despectivamente gitano. Indignado, X telefoneó a Z para pedirle explicaciones y quedaron de noche en una rotonda. Z apareció con su primo, cosa que me parece más bien amenazante, teniendo en cuenta el carácter bravucón y abusador de ese mal bicho. Ambos se acercaron al coche de X y éste sacó un cuchillo y se lo clavó al primo de Z, que murió casi en el acto. Lo cual es una barbaridad, sin duda alguna. Más tarde se entregó a la policía y, como es insolvente, sus padres se han hecho cargo de darle una indemnización de 60.000 euros a la viuda y el hijo del fallecido. O sea: ese mismo padre anciano que ha sufrido insultos y patadas vive ahora la amargura de tener un hijo en la cárcel y de verse obligado a empeñar las pestañas para intentar compensar lo incompensable, el asesinato de un hombre. Y todo ese horror y ese dolor lo provocó un tipejo que ha salido de rositas del asunto. A mí me parece una tragedia griega.

Sé bien que el ser humano es contradictorio y calamitoso. Soy capaz de comprender los fallos de los demás porque conozco mis propias debilidades, pero hay dos cosas que me resultan imperdonables, y son la crueldad y la voluntad de humillar. Dos maldades máximas que suelen ir unidas.

Pero hoy me voy a centrar en la humillación, que me parece el sentimiento más destructivo que puede experimentar una persona. De hecho es tan tóxico y vitriólico que abrasa a su paso, dejando siempre un rastro de cicatrices. La humillación enferma, mutila y en ocasiones mata. Al parecer, la mayoría de los adolescentes que han cometido ataques letales con armas en las escuelas de Estados Unidos han sido niños acosados por sus compañeros; y siempre he pensado que en el 11-S medió cierta dosis de humillación. Recordarán que entre los terroristas de las Torres Gemelas hubo un número curiosamente elevado de ingenieros, vástagos de la oligarquía saudí que habían estudiado en las mejores universidades del Reino Unido. Pues bien, me es fácil imaginar a esos chicos, acostumbrados a ser príncipes feudales en su tierra, siendo ninguneados de manera hiriente por el esnobismo universitario inglés, que es poderoso. Y alimentando en consecuencia un odio enloquecido e insaciable. La feroz ambición de arrodillar a quien te ha arrodillado.

Con esto no quiero disculpar a los adolescentes asesinos y aún menos a los fanáticos saudíes, que además es probable que se hubieran pasado a su vez toda la vida humillando a cuantos consideraran inferiores. De hecho, creo que esa es la combinación que genera más torrentes de rabia: el abusador que es abusado. Deberían aprender de la lección, pero me parece que tienden a enquistarse en su maldad.

Así que no lo digo como causa que exonera, sino para señalar el terrible destrozo que provoca. El neurocientífico David Eagleman dice en su libro Incógnito que el elemento más habitual en el origen de las esquizofrenias es el color del pasaporte, porque el emigrante que se siente despreciado puede volverse loco. Y también dice que el rechazo social produce el mismo impacto en el cerebro que el dolor físico. Humillar a alguien es como clavarle una aguja en el corazón.

Sabiendo como sabemos el tormento que supone que te ninguneen, deberíamos ser mucho más activos en la erradicación de estas actitudes. Que el hecho de humillar a una persona se convirtiera en un acto asocial y abominable, un tabú como el de hacer tus necesidades en público. Pero, claro, ¿cómo vamos a conseguir algo así si nuestro mundo está construido por medio de una intrincada jerarquía de menosprecios? Todas nuestras relaciones están impregnadas de humillaciones sutiles y no tan sutiles; de clases primeras y segundas; de niños acomodados que pueden comprarse las deportivas de televisión y de niños que se sienten inferiores; de pequeños y calculados desdenes entre ciudadanos. En ese caldo de cultivo medran los abusadores sin que nadie haga caso. Pienso en todo esto y siento asco y miedo.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_