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La zona fantasma
Columna
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No tengo la blanca

Cada vez que algo de escaso tamaño se me cae, jamás permanece en su sitio, sino que rueda o rebota o se desliza y esconde.

Javier Marías

Quiero suponer que son cosas que nos ocurren a todos, pero ignoro si los demás tienen la sensación de que son los únicos a los que les ocurren, como yo. Por fortuna son nimiedades, y cabe que nos limitemos a registrar mentalmente —o a notar— los contratiempos o contrariedades, por llamarlos de manera aproximativa. Empezaré a relatar mi locura por lo doméstico:

Cada vez que algo de escaso tamaño se me cae —un mechero, una pluma, una pastilla, un cigarrillo, una oliva, un anacardo—, jamás permanece en su sitio, es decir, en el que ha caído, sino que rueda o rebota o se desliza y esconde en los lugares más recónditos o lejanos. En ocasiones ni siquiera oigo su ruido contra el suelo, así que no sé ni por dónde buscarlo. Cada objeto acaba en rincones inverosímiles, y encontrarlos me lleva un buen rato, me obliga a arrastrarme o a meter un largo y curvado abrecartas de marfil (antiguo, ya sé que hoy están prohibidos) por debajo de las mesas bajas y del sofá. A menudo no encuentro lo perdido, o bien doy con ello al cabo de días y por azar: hace poco se me cayó una píldora roja y minúscula a la que le tocaba hacer ruido al caer. Nada oí, y sólo fue fechas más tarde, al meter la mano en el bolsillo del albornoz, cuando la descubrí. Me resultó incomprensible que, de todos los lugares posibles de la cocina, se hubiera introducido en ese espacio con estrechísima abertura. Conozco la inercia y desconozco otras leyes físicas, pero no me explico que nada, nunca, caiga donde debería caer. Tiendo a pensar que hay una conspiración de los objetos contra mí.

Lo mismo me sucede en la calle. Si doblo una esquina, en el momento de hacerlo viene alguien que la dobla en sentido contrario, cuando, antes y después de hacerlo yo, veo el campo totalmente libre y despejado. Si paseara por zonas con mucho gentío sería normal el encontronazo. Pero procuro hacerlo por barrios y zonas poco transitados, y sin embargo siempre hay un transeúnte con el que coincido en tiempo y esquina, como si él o yo poseyéramos un radar que nos aboca al tropiezo. Lo mismo si decido cruzar una angosta calle del Madrid de los Austrias, muy vacía: allí donde se me antoja hacerlo, se abre un portal del que sale alguien con muletas que cruza exactamente a la misma altura, y además, en ese instante, aparece por la mínima calzada uno de los escasísimos vehículos que por allí se aventuran, creando un triple conflicto menor. Lo de los portales me tiene negro (y que no se queje, por favor, nadie negro, porque esa antigua expresión en nada alude a las razas, sino al color): avanzo por una calle desierta, pero justo cuando paso delante de un portal, éste se abre —justo este, no el anterior ni el posterior— y el inquilino que asoma me obliga a descender a la calzada, por la que entonces pasa de nuevo un solitario automóvil o patinete aberrante que me pitan indignados y cuyas conductoras me miran con prepotencia y desprecio: “Bah, un puto peatón”.

Si busco un hueco entre coches y motos estacionados, justo en ese instante tiene la misma idea una madre con cochecito de gemelos, o un anciano con andador o tacatá, o una señora con tres perros y larguísimas correas flexibles para cada uno de ellos; en suma, gente que ocupa mucho espacio y a la que por fuerza se le debe ceder el paso.

Si voy a un sitio con prisa, indefectiblemente encuentro ante mí personas muy anchas —hay centenares ahora, más que gordas— que tapan la calle entera y me impiden avanzar; o bien un grupo de ochenta turistas que van a paso de procesión y se detienen cada dos por tres, no hay manera de adelantarlos porque no dejan resquicio alguno; o bien, sencillamente, uno de esos matrimonios que no sólo bracean aspaventosamente al andar, sino que son incapaces de hacerlo en línea recta: cuando uno va a aprovechar un hueco por su izquierda, oscilan hacia ese lado, y cuando pretende colarse por su derecha, hacia allá se tambalean cerrando el desfiladero a cal y canto. Les aseguro que así he recorrido 500 metros intentando inútiles sorpassi, por recurrir a la palabra italiana, hoy tan extendida en política.

Huelga añadir que, cuando me dispongo a entrar en una tienda, no importa de qué sea —de ropa, una farmacia, un estanco, una librería, unos ultramarinos—, alguien es un poco más rápido, penetra y se aposenta allí durante 20 minutos por lo menos. Como hay que aguardar a distancia, y muchos dueños han sacado tajada de la epidemia para reducir los dependientes al mínimo, ya sólo suele haber uno o una, que quedan monopolizados por quien se me adelantó, y uno se asa o se pela de frío en la acera.

Díganme, por favor, que alguno de ustedes tiene sensaciones parecidas, o no me quedará más remedio que creer que tengo la negra. Y que en esta otra expresión, se lo ruego, tampoco se vea racismo —ni sexismo—, porque no los hay. Es también muy antigua y los hablantes españoles la emplean para referirse a la mala suerte. Fíjense en que, para aludir a la buena, nadie ha dicho ni escrito jamás “tengo la blanca”.

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