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El negacionismo es cosa de ‘boomers’

El discurso antivacunas y la conspiranoia parecen haber calado más en la mediana edad que en los nativos digitales. ¿Por qué? Inmersos en la cotidianidad online, los jóvenes filtran de manera intuitiva.

Negacionismo
Laura Wächter
Miquel Echarri

Para los británicos es ya casi una imagen familiar. Cada par de meses, un grupo de manifestantes se reúne en la londinense Trafalgar Square para protestar contra la campaña de vacunación “liberticida y genocida” y las medidas de distanciamiento social. Una minoría significativa aprovecha también para mostrar su enérgica repulsa a George Soros, al presunto complot del 5G o a la supuesta red de abusos de menores orquestada por la élite progresista global. A algunas de las concentraciones ha acudido apenas un centenar de personas, pero dos de ellas, la de septiembre de 2020 y la del 24 de junio de este año, han sido acontecimientos multitudinarios que han reunido a varios miles de manifestantes.

A los teóricos de la conspiración británica los lidera casi desde el principio una mujer ­peculiar, Kate Shemirani, enfermera en excedencia de 56 años, rubia, corajuda y carismática. La Rosa Luxemburgo del negacionismo más visceral. A Shemirani la despidieron en julio de 2020 del hospital en que trabajaba por difundir teorías sin fundamento sobre el origen de la covid-19. Ella lo atribuyó en un primer momento a una conjura de un grupo de enfermeras “amargadas y obesas” que la odiaban por su simpatía e inmejorable aspecto. Hoy, tras “investigar” por su cuenta a través de internet y radicalizado su discurso hasta extremos tóxicos, siente que ha sufrido represalias profesionales por denunciar un plan de genocidio selectivo que cuenta con la complicidad de las autoridades sanitarias de todo el mundo.

Los medios británicos se interesaron en un primer momento por la historia de este verso suelto de verbo incendiario, pero su insistencia en comparar las medidas contra la pandemia con el Holocausto hizo que las puertas de los platós acabasen cerrándose para ella. El que sigue acudiendo a la televisión con cierta frecuencia es su hijo Sebastian, de 22 años, que hasta hace poco convivía aún con ella y hoy la considera “una perturbada y un peligro público”. El pasado 24, mientras su madre arengaba a las masas desde un púlpito improvisado, Sebastian reconocía en antena su desazón y su impotencia: “Ha perdido el juicio y es cuestión de tiempo que alguien haga una barbaridad espoleado por extremistas irresponsables como ella”. A raíz de su intervención, empezaron a asomarse a las redes jóvenes dispuestos a compartir experiencias similares. “Mis padres también se han vuelto locos. Se creen todas esas patrañas y yo ya no sé qué decirles”, confesaba por Twitter un joven de Bradford. “Quiero vacunarme, pero mi madre insiste en que me quedaré impotente si lo hago”, explicaba un usuario anónimo.

En cuestión de horas, salió del armario un pequeño ejército de jóvenes y adolescentes que, con mensajes en varios idiomas y procedentes de muy diversos rincones del planeta, pretendían conservar la sensatez pese a convivir con adultos radicalizados hasta el delirio. El denominador común entre muchos de ellos era que pedían consejos prácticos para contrarrestar las estrafalarias teorías de sus progenitores: “Ya no atienden a razones, ¿qué argumentos podría utilizar para convencerlos?”. Puede parecer el mundo al revés. Miembros de la generación Z, presuntos responsables de las últimas olas pandémicas por su resistencia a respetar las normas y aceptar restricciones en sus rutinas de ocio hedonista, convertidos en último baluarte de la sensatez, mientras que algunos boomers con los que coexisten dan pábulo a auténticos disparates y entran en la órbita de QAnon y demás discursos “alternativos”.

Los negacionistas de Trafalgar Square tienen algo en común con los que se manifiestan en Roma, Nueva York, París o Madrid: son, mayoritariamente, entre cincuentones y octogenarios. Entre ellos predominan las canas, la alopecia y las barrigas cerveceras. Por impopular que resulte, el negacionismo y las teorías de la conspiración son sobre todo de mediana edad. Es una cuestión más generacional que de sesgo ideológico.

En un artículo en la revista digital Air Mail, Rosie Kinchen atribuye este extraño fenómeno a la brecha digital. Según su tesis, una parte de los boomers está purgando ahora su acceso tardío a internet y a las redes sociales. Los más propensos a desconfiar del “discurso oficial” y a verle múltiples pies a cualquier gato se han asomado últimamente a la cara oculta de internet. Lo hacen sin reservas ni distancia crítica, y encuentran allí munición de muy grueso calibre para alimentar su manera esquinada de mirar al mundo. Súmenle a ello una pandemia y un lustro largo de posverdad y sectarismo político.

Los Z, nativos digitales, viven mucho más inmersos que la generación de sus padres en la cotidianidad online. Pero precisamente por ello están en condiciones de distanciarse de ese caudal de informaciones heterodoxas y que se pretenden disruptivas. Saben cuándo una imagen ha sido manipulada, saben cribar fuentes de manera intuitiva y no se apuntan tan fácilmente a bombardeos digitales con el entusiasmo acrítico del turista y del converso. Eso explicaría que las conspiraciones contemporáneas estén encontrando terreno abonado entre los que peinan canas. Incluso algunos de los responsables de avivar el fuego están empezando a achicharrase en sus brasas. El pasado 21 de agosto, Donald Trump fue abucheado con contundencia inaudita durante un mitin en Alabama. ¿Su delito? Recomendar a la concurrencia, compuesta en su mayoría por boomers, que se vacunase. El hombre que convenció a toda una generación de estadounidenses con hijos, nietos e hipotecas de que la verdad es relativa y que hay que desconfiar de la arrogancia ignorante de los “expertos” predica en el desierto cuando pretende abrazar el sentido común. No es extraño que los Z estén pidiendo ayuda para desbaratar esta inaudita conjura de los viejos (sus viejos). Van a necesitarla.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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