Todos hablan de los jóvenes de la Generación Z, pero nadie los escucha
Precariedad, salud mental, soledad, covid... son temas que afectan a los cerca de 300 actores no profesionales que forman un impresionante crisol de la juventud actual en la nueva película de Jonás Trueba
Es jueves por la mañana a mediados de septiembre en la plaza de los Cubos de Madrid y nadie repara en esos ocho chavales que, a medida que se encuentran, se saludan con un abrazo o, simplemente, chocan las manos. Se llaman Candela, Pablo, Gavira, Sancho, Marta, Rony, Silvio y Claudia. Son ocho jóvenes más en mitad de un trajín de oficinistas, clientes de terrazas atestadas y hombres y mujeres apresurados que entran y salen de los juzgados de lo Social. La vida adulta en su ritmo implacable. Ellos están también a su ritmo, más relajado y distendido, y parecen acostumbrados a que las cosas funcionen así: la vida adulta por un lado, y la otra vida, la de ellos, por otro.
Sin embargo, ambas van a cruzarse en menos de una semana, cuando estos chicos viajen a San Sebastián para participar en el festival de cine más importante de España como protagonistas de Quién lo impide, la última película de Jonás Trueba, que se presentará en el certamen. Lo que todavía no saben es que Quién lo impide, un documental ficcionado, se convertirá en la gran sensación del Festival de San Sebastián al ganar el premio a la mejor interpretación de reparto para un impresionante elenco de 300 actores no profesionales. A este reconocimiento se sumará en la misma semana el Premio Feroz Zinemaldia a la mejor película en competición que les entregará la prensa cinematográfica española (AICE) y el Premio FIPRESCI de la crítica internacional. Pero ahora estos ocho jóvenes se encuentran en esta concurrida plaza madrileña en representación de un reparto gigantesco, pero tan desconocido que queda muy lejos del glamour de Pedro Almodóvar, Penélope Cruz, Javier Bardem, Fernando León de Aranoa, Luis Tosar, Blanca Portillo, Daniel Monzón o María Valverde, algunos de los nombres que despuntan este año en la cita de San Sebastián.
No hace falta glamour ni vestidos de gala ni la admiración de nadie para que estos jóvenes se sientan encantados de juntarse de nuevo y sentarse a charlar sobre la película en una cafetería. “Esto no es Netflix”, dice Pablo Gavira, uno de los chicos que forman parte del reparto de Quién lo impide. Junto al resto de sus “colegas”, Javier Sánchez, conocido como Sancho, al que le gusta tener una estética dual — “mitad de una forma, mitad de otra”—, intenta explicar que la película es “un canto de realidades y verdades” que tienen la mayoría de los jóvenes entre 15 y 20 años. A lo que Candela Recio, una chica que encandiló a Jonás Trueba cuando tenía 15 años y ahora con 20 intenta dedicarse a la interpretación, añade: “Está plagada de momentos que se dan constantemente entre nosotros, pero que nadie observa”. Observar y escuchar son claves fundamentales para el desarrollo de un filme que juega con los géneros cinematográficos para, más allá del largometraje, convertirse en una experiencia de cine inmersivo, un viaje al difícil pero también hermoso latir de la juventud en un amplísimo grupo de jóvenes que se muestran sin corsés ante las cámaras.
Conocidos como jóvenes de la generación Z (nacidos a partir de 1995), Quién lo impide se centra realmente en los llamados centennials, los nacidos ya en el siglo XXI. Jóvenes que, según Candela, son una generación a la que “desde niños” se les ha dicho que “no van a conseguir nada en el futuro” después de la gran crisis de 2008 o, en el mejor de los casos, como señala Pablo Hoyos, se les mete “la idea en la cabeza” de que tienen que sacarse todo “por su cuenta”, sin preguntarse qué falla en el sistema. “Nos enseñan a ser motivadores y deprimentes”, dice Gavira. Chicos y chicas a los que, por mucha formación, solo parece esperarles la precariedad, sin acceso a un trabajo bien remunerado o a una vivienda. Y, con todo, tiran para adelante. “Somos una generación que evitamos el conflicto. Hemos aprendido a funcionar así y no usamos el colectivo como una herramienta”, reflexiona Candela cuando se le pregunta por los sindicatos, las ONG o las asociaciones. “Nos hemos comido la mierda de muchos otros”, indica Gavira. “Y encima nos dicen que es nuestra responsabilidad. No lo es. Lo que hacemos es solo un parche”. Un parche al que, como apunta Silvio Aguilar, se le añade ahora, “encima, la pandemia”. “Nuestras expectativas chocan todos los días con la realidad”, cuenta Sancho. “La frustración es nuestro único motor de arranque”, confiesa Claudia Navarro. “Es una guarrada”, sentencia Candela.
Dentro de esta guarrada proliferan, por tanto, las grietas. “La pandemia está empezando a dar visibilidad a los problemas de salud mental”, explica Marta Casado. “Lo hablamos entre nosotros porque nos afecta mucho. Ya nos afectaba antes de la covid, pero ahora más. Tenemos ataques de pánico, ansiedad, depresión, trastornos alimenticios, estrés…”, añade. “Ir al psicólogo debería estar subvencionado por la sanidad pública”, señala Pablo. “Muchos de mis amigos van al psicólogo y los que no van es porque no se lo pueden pagar, pero también debería enseñarse más cultura afectiva en los colegios, una cultura hilada con lo humano”, comenta Gavira, quien recuerda que la mayor causa de muerte juvenil es el suicidio. “Nos ahogamos y no se dan cuenta”, añade. Rony-Michelle Pinzaru reclama: “Por favor, que deje de ser un tabú para nuestros padres”.
Quién lo impide refleja estas realidades, aunque su director, Jonás Trueba, es especialmente cuidadoso cuando intenta explicar la rareza de este filme fuera de los estándares comerciales, que en las salas se proyectará con dos descansos de cinco minutos debido a sus tres horas y media de duración: “Creo que hay una tendencia a estereotipar mucho a los jóvenes. Buscaba lo contrario. Para ello, no me importaba el tiempo de duración. Y, aparte, necesitaba que fuera honesta al proceso de creación”. La honestidad, algo tan intangible como definitivo para cualquier proyecto artístico, es quizá el secreto de esta mirada tan penetrante a aquella época de nuestra vida en la que todos buscamos crear una identidad. Según Trueba, la única manera de conseguirla era “generando un vínculo” entre los chavales, él y su equipo, la productora Los Ilusos Films.
Este proyecto comenzó hace cinco años. Trueba estaba metido en el rodaje de su película La reconquista cuando empezó a interesarse mucho por grabar “algo” que se centrase en la adolescencia, “ese lugar para el error, en el que todavía podemos equivocarnos”. Se lo comentó a los dos chavales que hacen de primeros novios en La reconquista: Candela y Pablo. “Me casé con ellos”, confiesa el director con media sonrisa. Tras el rodaje, quedaron en el madrileño café Viena y se pusieron a trabajar juntos “sin plan”, guiados por las “intuiciones”. Entonces Candela y Pablo tenían 15 años. Trueba también cita el “mantra” de este proyecto sin brújula: la canción Quién lo impide, que da título a la película y que pertenece a Rafael Berrio, músico que actuaba en La reconquista. Amigo de Jonás, un verdadero poeta existencialista, falleció en 2020 con una discografía apenas conocida, pero muy admirada por el cineasta: “Pensaba mucho en el verso que canta: ‘Acabar con tu linaje de una vez por todas’. Y esa idea que supone ser uno mismo en algún momento”.
Como un adolescente en pleno crecimiento, el proyecto cinematográfico también tuvo que encontrar su modo de desarrollarse. El director y su equipo se entrevistaron con alumnos de institutos que quisieran hablar ante una cámara con total libertad. “No eran castings. No buscaba a una persona para un personaje, sino que me valían todos los chavales con algo que decir”, explica Trueba. Importaban los seres reales y no la ficción. Para ello, impuso un método improvisado de trabajo: escuchar a muchos jóvenes y que estos a su vez participasen con sus opiniones para hacer avanzar la película. De esta forma, escenas como la fiesta en una habitación de hotel en el viaje de fin de curso a Granada o la relación de amor en el pueblo de Candela se desarrollaron con sugerencias aportadas por ellos. “Nos pedía tormenta de ideas y le planteábamos de todo: tipos de conversaciones en persona o por móvil, situaciones concretas con los amigos o con una persona que te gusta…”, cuenta Marta, una chica de 19 años seleccionada de un colegio de Aluche y que en el filme sale en la habitación de su casa comentando un plano de metro de Madrid al que, a modo de pequeño mapa de aventuras urbanas, le tacha estaciones según las va conociendo. Incluso, a veces, eran ellos quienes pedían incluir algunos nuevos personajes de los cerca de 300 que salen en Quién lo impide. “Le comenté a Jonás que yo solía hacer grafitis con unas amigas que se quejaban de que siempre se valoraba a los hombres en el mundo del grafiti sin prestar atención a las mujeres. A partir de ahí, decidimos incluirlas en la película y llevar su reflexión a una escena”, explica Silvio, nacido en Ecuador, criado en Madrid y al que el director conoció en un curso de cine.
Todos estos elementos convierten a Quién lo impide en un filme distinto, cuya grabación durante cinco años lleva a ver la evolución física e intelectual de los adolescentes. “Nosotros no somos Élite”, brama Gavira, cuya conversación lúcida y acelerada marca buenos momentos en la película y también en la vida real. Ni son Élite ni tampoco Compañeros, Al salir de clase, Física y Química, El internado, Los Serrano ni todas esas series con “mucho drama y personajes llenos de lugares comunes y estereotipos”. Por eso, según Trueba, fue importante hacer esta película “pactada con ellos” y, según ellos, que hubiese un gran compromiso por su parte para alcanzar el éxito, entendiendo por éxito todo aquello que tiene que ver con mostrar “situaciones reales y vividas”, tal y como explica Candela, quien recuerda que “la juventud es ese momento en el que todavía puedes ser cualquier persona”. Ese momento, lleno de posibilidades, se muestra en múltiples variantes. Bien sea con conversaciones entre los chavales, entrevistas a cámara, escenas de ficción, filmaciones como ocultas en situaciones reales… Como dice su director, quien lleva una cámara de 35 mm encima el 90% del metraje inspirándose en maestros del free cinema, “el objetivo era invisibilizarse”. De ahí la importancia de “la óptica humana”, generando “la sensación de estar dentro”, con una imagen temblorosa y cercana, muy intimista. “No quería poner la cámara en el lado bueno, como si estuviera muy pensado. Estaba en todo momento en el lado incorrecto”.
En el lado incorrecto. Esta decisión artística tiene mucho también de visión existencial para comprender la fuerza de Quién lo impide, que empieza con estos ocho adolescentes en unas pantallas conectándose para una videoconferencia con Trueba. Han pasado cuatro años desde las primeras grabaciones en institutos o en el parque de las Vistillas de Madrid. Son tiempos de pandemia y confinamientos. “No somos una generación perdida. Somos una generación marcada”, afirma Candela. Esta generación está marcada por el coronavirus, ya que el maldito bicho les ha arrebatado, como a todos, casi dos años de relaciones sociales y diversión en circunstancias normales, pero también de formación educativa en las mejores condiciones. La diferencia es que a ellos les ha pasado en un periodo clave de la vida. La misma generación que nadie observa ni escucha es, en palabras de Gavira, la más juzgada: “No somos unos mártires, pero se nos ha señalado mucho”.
Si la película empieza por la covid es porque ha sido la última realidad en sumarse a otras que les afectan y que se tratan en el filme. Otra de ellas es el acoso escolar. Una chica sale contando su experiencia real ante la cámara. “Te sientes solo. Es una mierda porque no sabes a quién acudir”, cuenta Rony, que reconoce que también lo sufrió. “La película conecta con nosotros en muchos aspectos, incluso uno tan complicado como la soledad”, señala Marta. De paseos solitarios por la calle al venir de juerga a situaciones de aislamiento en grupos de amigos o ante una pareja, el filme goza de destacados silencios de unos chicos y unas chicas que, sin respuestas, buscan conocerse mejor en un mundo que no conciben sin internet y en el que recurren a diario a sus teléfonos para capturarlo, comunicarse, buscar información y divertirse, pero también para encontrarse más perdidos, “saturados por las redes sociales”, como afirma Gavira.
Los móviles descansan en las mochilas y bolsillos. Los ocho chavales siguen hablando en la plaza de los Cubos. La mañana se ha esfumado con sus conversaciones cruzadas. El resto de la ciudad sigue a su ritmo endiablado. Nada se detiene cuando se trata de trabajar, producir, sobrevivir. Cuando ya se han ido, Trueba dice que espera que la película sea “tranquilizadora y alegre”, y le ilusiona la idea de que guste a los adultos y que la comunidad educativa española pueda darle el último significado, compartiéndola entre alumnos y padres. “Una película es un espacio privilegiado para comunicar y compartir. Mucho mejor que una red social”, afirma. “Y en esta se habla de las cosas que nos interesan siempre, pero a través de los jóvenes”. Un par de horas antes, uno de los chicos, Sancho, ha dicho: “Los problemas son los mismos de siempre, pero ha cambiado la forma de afrontarlos”. Quizá una buena manera sea contando con esta generación a la que nadie observa ni escucha. Porque, como dice justo el siguiente verso de ese mantra que fue la canción de Rafael Berrio para este ambicioso proyecto sobre el primer y complicado paso a la estropeada vida adulta, “¿quién lo impide? Nadie lo impide”.
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