La palabra abrazo
Para que funcionara, deberíamos dejar de abrazarnos de boquilla. Y devolverle a la palabra abrazo algo de su sentido.

Abrazo era una gran palabra. La palabra abrazo era el reflejo de momentos fuertes, un recuerdo de cuerpos que se juntan para encontrarse o despedirse, para juntarse solo, para creer que no tendrán que separarse. Abrazo era una gran palabra: una que tenía en ella lo que significaba, la fuerza de los brazos, la reunión de los pechos. La palabra abrazo quería decir —quería decir, a brazo partido— todas esas cosas que no saben decirse y que, a fuerza de silencios, esos cuerpos apretados sí contaban.
Eso era la palabra abrazo —de abrazar, de estrechar con los brazos, de bracear para que el otro esté de uno tan cerca como pueda— hasta que se volvió lugar común: un cliché, triste signo ortográfico. Pocas palabras se han degradado tanto últimamente.
Pocas, es verdad, circulan más. Yo, ermitaño como soy, recibo cada día varias docenas de abrazos —en palabras. Abrazo, ahora, la palabra abrazo, es eso que se pone al pie de los correos o mails o mensajitos de wasap, digamos: una manera más o menos amable de decir ya te dije, hasta aquí hemos llegado, me despido. Y se lo decimos, con toda regularidad y sin segundas ni terceras intenciones, a personas que no abrazaríamos en nuestra puta vida —que, incluso, nunca hemos visto ni veremos. Esos abrazos —esa palabra abrazo— confirman aquello de que del dicho al lecho hay tanto trecho.
Es triste: les decimos a muchos que les haríamos algo que nunca les haríamos. Instalamos una mentira colectiva colectivamente tolerada, retomada: mentimos todos juntos, simulamos creernos. Somos, se diría, populistas de nosotros mismos. Deshicimos una palabra al decirla para no decirla: ¿quién se cree, ahora, cuando le dicen abrazo, que hay abrazo?
Pero llegó el rebote. Durante la epidemia el abrazo —el abrazo, no la palabra abrazo— se convirtió en un símbolo. En esos meses todo abrazo era el del oso, el que te mata: el abrazo se había vuelto lo imposible, lo que tantos extrañaban y deseaban, lo que harían cuando el mundo volviera a sus cabales. Así que, entonces, la palabra abrazo fue lo más importante que puede ser una palabra: conciencia de la ausencia, deseo a la distancia. Y así estábamos y así extrañábamos y, sin embargo, en nuestras cartas y charlas y zoomitos seguíamos diciéndonos abrazos que no eran de verdad; que no eran siquiera la nostalgia de lo que queríamos sino puro cliché, seis letras para nada. Ni siquiera tanta añoranza del abrazo pudo salvar a la palabra.
Ahora se esbozan, me dicen, planes de rescate: para empezar —para que podamos poco a poco volver a creer en la palabra abrazo— habría que dejar de usarla para decir adiós, chaucito, agur, hasta la vista, que te garúe finito o, en buen toscano, se non ti vedo piú felice morte. Para eso habría que encontrar mejor manera de despedir a un interlocutor y, sobre todo, a un interlocutor escrito, a los corresponsales. Decirles otra cosa para decirles hasta luego: a mí me gusta intentar con salud. La palabra salud es una gran palabra: es el saludo que inventó la Revolución Francesa para sacarse de la boca al dios de aquellos reyes, para no seguir mentándolo cada vez que despedían a alguien: de adieu a salut —el salve de la república romana— el cambio fue esencial. Salud, después, se difundió entre los republicanos y socialistas de todo el continente; incluso aquí en España, cuando había, así se saludaban. El problema es que ahora, hundidos como estamos en la gran epidemia, decir salud parece una moción de profilaxis, una forma menor de la vacuna. Aun así me resulta la mejor apuesta.
Pero, para que funcionara, deberíamos dejar de abrazarnos de boquilla. Y devolverle a la palabra abrazo esa presión de cuerpos que se juntan, ese calor, ese ligero cosquilleo; devolverle, en síntesis, algo de su sentido. Acercarla un poco a lo que dice.
Nos va a costar, está muy mal llevada. Pero vale la pena intentarlo, creo, supongo: es una gran palabra. Mientras tanto, abrazos para todos.
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