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Columna
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La palabra picaflor

“Efecto picaflor”: causas improbables van produciendo efectos impensables para crear lo que no imaginábamos

Martín Caparrós
Martín Caparrós

Repica la palabra picaflor: a diferencia del alemán y algunas formas del aimara, el castellano no abunda en vocablos que junten otros dos para crear una noción distinta, como en chupacirios, comecuras, lameculos y demás variantes gastronómico-teológicas. De todas, es probable que picaflor sea la más volátil. El picaflor es, por supuesto, un pajarito bello y desdichado: tornasol de colores, se mantiene en el aire y produce una imagen deliciosa. Solo que, para hacerlo, sufre: su corazón late mil veces por minuto y su digestión es tan acelerada que lo obliga a comer sin descanso. Por eso vive suspendido frente a esas flores, picándolas: lo que vemos como belleza es su hambre, su desesperación por seguir vivo.

Pero un picaflor también era —cuando había— un hombre que intentaba seducir más que lo razonable y también es —siempre hay— un efecto curioso: lo describe un escritor americano, Steven Johnson, en un libro que me tiene fascinado, How We Got To Now —”Cómo llegamos hasta ahora”. Allí habla del “efecto picaflor”: cómo causas improbables van produciendo efectos impensables para crear lo que no imaginábamos.

El ejemplo epónimo es claro: hace millones de años las plantas buscaban reproducirse más. Precisaban que su polen se mezclase con otros y, para eso, debían atraer insectos que lo transportaran, así que empezaron a desarrollar colores, olores, sabores —flores— para que esos bichitos se acercaran y chupasen. Los bichitos, a su vez, cambiaron para hacerlo mejor: invertebrados muy flexibles, aprendieron a sostenerse en el aire. Los pájaros, bestias de esqueleto, rígidos, no podían, hasta que uno empezó a evolucionar para lograrlo. El picaflor es la única ave que puede suspenderse mientras liba —y la única que puede volar en cualquier dirección. Parece extraño que la necesidad de reproducción de las plantas terminara por producir un animal tan especial: así, dice Johnson, se desarrollan las civilizaciones.

Sus ejemplos de efectos picaflor son variados, sorprendentes: me gusta sobre todos el que involucra a Gutenberg. Sabemos que su invento de la imprenta de tipos móviles —1440— produjo una difusión desconocida de los libros, y que millones aprendieron a leer; sabemos que gracias a esas lecturas apareció, entre otras cosas, la novela moderna; sabemos que de esas lecturas de la Biblia traducida creció el protestantismo.

Pero no sabemos —yo no sabía— que tantos, al querer leer, descubrieron que eran miopes. Hasta entonces, para un labriego o una doncella o un marqués, ver lo chiquito no era necesario; los lentes o anteojos o gafas se habían inventado siglos antes pero solo los usaban esos monjes que copiaban letras pequeñas en grandes pergaminos en enormes monasterios. De pronto miles y miles de lectores nuevos descubrieron que las letras les bailaban y empezaron a necesitarlos y la óptica estalló. Cien años después las gafas eran populares, se vendían en las ferias —y aquellos artesanos vieron que, trabajando sus cristales, podían conseguir aumentos impensables.

Hacia 1600 se lanzaron a producir los primeros telescopios y los primeros microscopios: los hombres vieron lo que nunca habían visto. En esas décadas los astrónomos descubrieron que no ocupábamos el centro del universo sino un rincón modesto, picaflores alrededor de un sol menor; los médicos descubrieron que nuestras carnes estaban hechas de unas unidades ínfimas que nunca antes habían podido distinguir y que llamaron células, como las de un panal de abejas. El mundo, de pronto, se hizo otro, porque un alemán había inventado una manera de imprimir y muchos habían querido empezar a leer.

Así, dice Johnson, se va armando esto que somos: el desespero de una planta que produce, sin quererlo, un ave hermosa a fuerza de sufrir, el resultado de un intento que jamás quiso llegar donde llegó, la mezcla más que nada, azares y apertura, la causa de un efecto. Picaflores, urgencias en el aire.

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