El imperialismo sobrevive en el museo
Los grandes centros de arte de Estados Unidos insisten en su discutida estrategia de acumular más y más obras europeas
El escritor F. Scott Fitzgerald vivió obsesionado con el dinero.
—Los ricos son diferentes a nosotros —le comentó a Hemingway en París, cuando la Gran Depresión esparcía polvo de miseria por el mundo.
—Sí, tienen más dinero —replicó el autor de El viejo y el mar.
El dólar ha levantado las grandes colecciones de arte estadounidenses. El MoMA se creó en 1929, durante el crash financiero, con ocho litografías y un dibujo regalados. Hoy almacena unas 200.000 obras. La estrategia ha sido acumular. Una obsesión que el Metropolitan (Met) neoyorquino y el californiano Museo Getty han extraído de todas las culturas del planeta. Este imperialismo de vitrina resulta difícil de justificar en la era del #MeToo, del Black Lives Matter, o cuando un financiero como Leon Black —amigo del fallecido magnate, condenado por pedófilo, Jeffrey Epstein— tiene que dimitir de la presidencia del Consejo del MoMA.
Pero “todo es igual y tú lo sabes”, escribió el poeta Luis Rosales. El Met y sobre todo el Getty continúan practicando un “neocolonialismo pictórico”. Acumulan una enorme cantidad de maestros antiguos europeos. ¿Tiene esto sentido en la historia americana? “No me extraña: casi todos los miembros del consejo suelen ser hombres, blancos y ricos. Son quienes financian las compras y van dirigidas a su círculo social”, reflexiona una historiadora del arte que conoce bien esos despachos.
¿Estoy en el Getty o en El Prado?
El Getty atesora más de 450 lienzos europeos pintados antes de 1900, muchos comprados en los últimos años. Un visitante español sentiría que camina por el pasillo central del Prado. Quentin Metsys, Parmigianino, Bronzino, Watteau, Mengs, Rubens, Rembrandt, François-André Vincent, Giovanni Segantini, Artemisia y Orazio Gentileschi. Solo por la Dánae y la lluvia dorada (1623) de este último pagó 30,5 millones de dólares (unos 25,1 millones de euros) durante 2016 en subasta. Comparemos. El Prado tiene un presupuesto anual de 45 millones, y el Reina Sofía, de 38. “Esa clase de museos procede del capitalismo actual y es colonial: acumula tesoros y expropia conocimientos”, advierte Manuel Borja-Villel, director del Reina Sofía.
Es el marco del 1% de la población del mundo. El Hades de los multimillonarios. El arte, como objeto de consumo, narra Gabriele Finaldi, responsable de la National Gallery, citando al director del Met hasta 2008, Philippe de Montebello, recorre un transitar claro. “Las obras maestras de los griegos fueron compradas por los romanos, luego las piezas del sur de Europa [Italia y España] emigraron hacia el norte, donde surgían los centros de poder económico: París y luego Londres. Después marcharon a Estados Unidos y ahora van al Golfo y el Lejano Oriente”, dice Finaldi. En el camino, un modelo acumulativo de museo que da enormes sustos. La National tuvo que conseguir 25,6 millones de euros en 2019 para no perder El hallazgo de Moisés, de Orazio Gentileschi, que parecía emigrar al Getty. Son instituciones patrimoniales y esto no lleva al Golfo (¿qué lógica posee que un príncipe saudí pague 450 millones de dólares por la principal imagen cristiana, atribuida a Leonardo?), sino a lo patriarcal y lo espectacular. Ya irrumpen movimientos, como Strike MoMA, que las quieren derrocar. El capitalismo arde por las costuras del arte. “Es urgente superar la idea de la propiedad y la inmutable acumulación de valor de los museos, aunque eso vaya contra la mentalidad dominante”, lanza el comisario Bartomeu Marí. Vender en lugar de comprar. Compartir en lugar de acaparar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.