Si pudiéramos hablar
En lo que más me reconozco es en esa expresión de ansiedad, en ese gesto de qué pasa, en la pregunta de ¿en manos de quién hemos caído?


Lo que impresiona de este alimoche no es lo que tiene de buitre, sino lo que tiene de humano. Se llama Doce, ha cumplido 30 años y viaja de África a Europa y de Europa a África como el que atraviesa una calle. Observándolo con detenimiento, me vienen a la memoria cinco o seis rostros de gente que conozco parecida a él. ¿Cómo es posible que, siendo las personas tan distintas de las aves, seamos en el fondo tan semejantes a ellas? Lo que reconozco en Doce no es solo esa mirada asustada y calculadora a la vez; no es solo ese desorden de las plumas de la cabeza, idéntico al de los pelos de mi cabeza cuando salgo de la cama; no es solo la lengua, la nariz, incluso el pico en forma de uña. No. En lo que más me reconozco es en esa expresión de ansiedad, en ese gesto de qué pasa, en la pregunta de ¿en manos de quién hemos caído?
Significa que me reconozco sobre todo en los aspectos psicológicos. Doce no ha ido al colegio, no se aprendió la tabla de multiplicar ni estudió la Historia Sagrada, pero lleva ganándose la vida casi desde que salió del cascarón. Doce está anillado y creo que lleva un GPS, de ahí que los científicos sepan que a lo largo de su vida ha recorrido 166.535 kilómetros (más de cuatro vueltas a la Tierra). Yo estoy anillado también. Mi anilla se llama DNI y llevo en el bolsillo un GPS (el móvil) gracias al que, si fuera necesario, la policía podría averiguar todo lo que hice durante la última semana. Si Doce y yo pudiéramos hablar, si fuéramos capaces de romper la barrera mental que nos separa, seguro que nos entenderíamos mejor que dos adversarios políticos.
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