Querida Matilde Penalonga, mi traductora de cabecera
Sin vosotros no existiría el Nobel ni lo que Goethe llamaba ‘Weltliteratur’ y T. S. Eliot consideraba la literatura por encima de toda frontera lingüística
Pocas veces eres visible, pero siempre estás ahí, presente para mí. No sé si aquello es a causa del maldito estigma de tu (vuestro) oficio, opacado, obliterado, cuando sin traductores no existiría el Nobel ni lo que Goethe llamaba Weltliteratur y T. S. Eliot consideraba la literatura por encima de toda frontera lingüística, espacial o temporal, algo tan importante para la humanidad que incluso Marx y Engels le concedieron su espacio en el sucinto Manifiesto comunista de 1848.
Cuando en pleno confinamiento pandémico, telemáticamente, te conté que estaba escribiendo un libro sobre la corrección política y la posverdad consulté contigo, como tantas veces hago, aspectos de mi proyecto, que quería abrir con una página de escogidas citas que fueran pertinentes al caso y pusieran desde el principio alto el listón.
Mi intención era denunciar cómo ambos fenómenos posmodernos nos violentaban hasta obligarnos a mordernos la lengua y hacernos comulgar con ruedas de molino. Pero, sobre todo, que cuando los padecíamos, no sufría tanto nuestra sensibilidad, nuestra ideología o nuestras convicciones personales como nuestro sentido común lingüístico y nuestra pura racionalidad. Había que rebelarse. Yo no sé cómo se pronuncia una @; nunca diré, aunque me aspen, miembra o portavoza, y, sinceramente, lo de fuerzos y cuerpas de la Seguridad del Estado nunca me ha parecido un lapsus, sino simplemente una sonsera. Asumo los riesgos de no morderme la lengua: cancelación; ex illis.
Te parecieron muy bien los dos lemas ya decididos por mí. El primero, obligado, los versos de Quevedo: ¿No ha de haber un espíritu valiente? (…) ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Y el segundo, no menos genial, de Enrique Santos Discépolo: ¡Qué falta de respeto, / qué atropello a la razón!
Pero tú, desde tu poliglotismo, me diste (y tradujiste) otros dos no menos oportunos. De Shakespeare, ¡Ay, buen juicio! Te has ido con las bestias irracionales, / y los hombres han perdido la razón. Y de Airas Nunes, Porque en el mundo menguó la verdad / me empeñé un día en irla a buscar.
Esta última cita me causaba desazón. Haciendo de Poncio Pilato te pregunté ¿Qué es la verdad? Y tú, como otras veces, te reíste de mi ingenuidad desde una madurez contradictoria con el hecho de que ambos acabemos de entrar al unísono en los mismos setenta: “Por favor, Darío, si esto está resuelto ya por el Estagirita. Falso es decir que lo que es, no es, y que lo que no es, es; verdadero, que lo que es, es, y lo que no es, no es”.
¡Cuánto me tranquilizó, Matilde, lo que platicamos luego, una vez que me echaste este primer cabo! Era marzo de 2020, y lógicamente comentamos la declaración institucional que acababa de ser transmitida desde La Moncloa. Me confirmaste algo que yo ya suponía: que en modo alguno te sentiste excluida y desamparada como mujer cuando don Pedro Sánchez Pérez-Castejón convocaba a sus estimados compatriotas para anunciarnos la promulgación del estado de alarma, afirmando, con tono circunspecto y convincente como procedía, que su objetivo era proteger la salud de todos los ciudadanos, con mención expresa a nuestros mayores y a los jóvenes, quienes tienen, también, una misión decisiva —decía— que cumplir en una batalla en cuya primera línea formaban los profesionales de la salud. Gracias a su entrega heroica y a la contribución de la ciudadanía acabaría por hacerse realidad la proclama final de nuestro presidente: Este virus lo pararemos unidos.
Darío Villanueva es profesor emérito de Literatura Comparada. Fue rector de la USC y director de la RAE desde enero de 2015 hasta enero de 2019.
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