Cuando seas padre
Quizá sea ahora cuando podamos abrir ese armario donde cuelgan todos esos abrazos aplazados y probarnos unos cuantos
Es extraño recorrer las ruinas de la memoria a una edad en la que ya no se cree en fantasmas ni en héroes. Pero aquí estoy, padre. Tendido bajo las nubes es más fácil viajar y olvidarse de pedir perdón por no ser lo que esperabas de mí. Solías preguntarme qué quería hacer con mi vida y nunca sabía qué responder a esa clase de preguntas. Un día quería ser bombero y 10 minutos después astronauta, una semana médico y a la siguiente explorador. Al final me he conformado con ser aceptablemente feliz, sentirme aceptablemente correspondido por la vida, aceptablemente satisfecho de haber esquivado los riesgos. En los tiempos que corren, las cosas pueden ir bien si no esperas demasiado de lo que vaya a suceder. Pero hace un momento estaba mirándome al espejo, decidiendo que volvería a dejarme crecer la barba. Decías que una barba bien cuidada confiere cierto aire de distinción, y también una falsa impresión de sabiduría; tenías buen olfato para los farsantes. Y me he acordado del roce en la cara de tu barba porque mi delicada piel no estaba hecha para aquellas efusividades, ni tu solías prodigarlas para acostumbrarnos. Siempre fuiste parco en las muestras de cariño. Decías que el cariño se demuestra trabajando y protegiendo a la familia. Los abrazos se quedaban colgados en el armario, con tu único traje de domingo y aquellas camisas tan blancas. Supongo que eso es un padre: una huella en el alma del hijo, como aquellas marcas que tu barba dejaba en mi mejilla.
Me enseñaste a tener sueños grandes, a no conformarme con la vida que había sido escrita por otros para los de nuestro tiempo y nuestra condición. Tú andabas por el barrio con los bolsillos llenos de promesas incumplidas, de aire, pero te reías de tu mala suerte y decías que yo lo conseguiría. Y yo convertí tus sueños en los míos para no defraudarte. Me obligabas a estudiar por las tardes, cuando mis amigos jugaban y los domingos se iban por la ventana. Cuando no entendía una palabra, ibas al diccionario, me la mostrabas y me la hacías aprender de memoria. Me pregunto si te decepcionará que aprendiera tan bien el significado de “sobrio”. Para ti, la sobriedad siempre fue sinónimo de tristeza.
Mi hijo se enfada conmigo porque no le dejo hacer lo que yo sí hago. La furia a los 12 años es enternecedora. Y cuando me pide explicaciones, me acuerdo de cómo lidiabas tú con la mía cuando te desafiaba. Tu mirada tranquila y tu voz firme. Cuando seas padre comerás huevos, decías. Siempre fuiste un filósofo de camisa abierta. Tal vez puedas explicárselo cuando nos dejen visitarte en esa habitación donde no hay nada de ti excepto tú mismo, entre geles y mascarillas, bajo la atenta mirada de quien nos vigila porque abrazarse se ha convertido en delito.
Qué paradoja, quizá sea ahora cuando podamos abrir ese armario donde cuelgan todos esos abrazos aplazados y probarnos unos cuantos, a ver qué tal nos quedan.
Víctor del Árbol es autor de la novela El hijo del padre (Destino).
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