Querido esqueleto
Me gusta pensarte femenina, algo vaga y con un sentido del humor absurdo, un poco como yo. ¿De qué se ríen las calaveras? Nadie lo sabe
Siempre pensé en quemarte, no me lo tengas en cuenta. Es lo que se lleva ahora, limpio, ecológico, las cenizas apenas ocupan espacio, y el fuego, el fuego es símbolo de purificación y dibuja tan buenas peinetas: ¡iros todos al infierno!
Pero elijo tierra, últimamente elijo tierra, tal vez por mi ego de escritora, que imagina a un lector del futuro paseándose por mi tumba. Cada día me gusta más la tranquilidad apaisada de los cementerios, donde ese niño hiperactivo que es el tiempo se echa por fin sobre la hierba y descansa un rato. O por practicar el epitafio, el género total condensado en un último tuit lapidario.
Así que ya ves, después de todo sí tengo vocación de eternidad —la eternidad, como todo el mundo sabe, está hecha de fosfato cálcico— y me encantaría que en el año 4057 encontraran un fémur, un húmero, o mejor un metacarpo, y especularan, seguramente fue una mujer explotada en una fábrica de zapatillas, como puede apreciarse por el desgaste de sus falanges, sin sospechar de esta malsana afición de escribir acostada.
Sé que a veces hemos mantenido una relación difícil tú y yo, pero convendrás conmigo en que, con los años, nos hemos ido aceptando. Cada día me gusta más tu delgadez —estoy convencida de que la grasita de mi vientre y la plenitud de mis mofletes me alejan del existencialismo y de esa posmodernidad tan fotogénica—.
Me gusta tu paciencia, el orgullo de puta extranjera con que has sabido hacer de mi vida tu esquina.
Y la forma que tienes de quitarle importancia a las cosas, tu capacidad innata de relativizar.
Eres lugar común, pero nunca cliché.
Me gusta pensarte femenina, algo vaga y con un sentido del humor absurdo, un poco como yo. ¿De qué se ríen las calaveras? Nadie lo sabe.
Y aunque sigo deseándote cada vez que bajo al pozo y estás ahí, susurrando paz, ya no lo hago con la intensidad de entonces.
Tú sigues jugando a darme sustos de muerte —perdón por el chiste fácil— cuando me acuesto con el motor revolucionado, y te apareces en la noche para reclamar un cuerpo por infarto.
O cuando quedamos en las radiografías y amenazas con mostrarme el pasadizo blanco que me conduce a ti.
Te lo perdono todo. Y no lo digo por hacerte la pelota, para que me trates mejor en el futuro, pero salías al final de Dicen los síntomas, como una estrella hollywoodiense, para dar sentido al texto a tu paso.
Ahora sé que vendrás en este tiempo, y no en otro. Probablemente a esta ciudad.
Pero no tengas prisa. Puedes ocultarte bajo mi piel el tiempo que quieras, ya sabes que nada como la oscuridad del cuerpo para guardar un secreto.
Dicen que las uñas y el pelo querrán acompañarte, que también ellos están un poco hechos de eternidad. Me gusta pensar que el amor son las uñas de la muerte, el pelo de la muerte.
Qué harás con todo ese tiempo muerto que tienes por delante, eso no lo sé. Pero espero que me escribas.
Bárbara Blasco ganó el Premio Tusquets de Novela de 2020 con Dicen los síntomas.
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