Efectos colaterales de María Elena Walsh
Creía que todas las cosas del mundo podían ser “cosas de mujeres”. Ese malentendido sigue vivo en mí
Me desperté pensando en ella. Raro, me dije. Pero abrí los diarios y encontré su foto por todas partes: era 10 de enero, se cumplían 10 años de su muerte. María Elena Walsh nació en 1930 en Argentina, hija de un ama de casa y de un trabajador del ferrocarril. Fue poeta, cantante, narradora, guionista, dramaturga, irrumpió en la conversación pública con artículos que irritaban a la izquierda y a la derecha, a peronistas y a radicales. Era indómita y victoriana, irónica y pudorosa. Diría que corajuda pero, más que eso, era potente. En 1948 llegó al país Juan Ramón Jiménez y quedó impresionado por los poemas de esa adolescente. La invitó a pasar un tiempo en su casa de Maryland a modo de beca. En un texto que ella publicó en la revista Sur en 1957 recordaba así la residencia: “Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela. Me sentía averiguada y condenada. (…) Juan Ramón me destruía, y no tenía derecho a equivocarse porque él era Juan Ramón, y yo, nadie. ¿En nombre de qué hay que perdonarlo? En nombre de lo que él es y significa, más allá del fracaso de una relación”. Sólo una pura potencia se niega de ese modo a ser carne de trauma. Fue esa mujer la que escribió canciones y libros —no voy a agregar “para niños”— que fueron el lienzo sobre el que muchos pintamos —o gracias al que soportamos— nuestra infancia. Tenía una capacidad mediúmica para conectar con el universo enloquecido y no siempre feliz de los chicos. Sus canciones y sus libros están repletos de surrealismo (“Estamos invitados a tomar el té, / la tetera es de porcelana / pero no se ve”, escribe en Canción de tomar el té), de heroínas (como la protagonista de su libro Dailan Kifki, que cuando saca a pasear a su geranio encuentra la puerta de casa bloqueada por una masa gris, el elefante Dailan Kifki) y de melancolía (como la terrible canción En el país de Nomeacuerdo). Escribía sin demagogia ni complacencia, con un sentido de la rima que sólo logra un oído natural educado con rigor. Sara Facio, fotógrafa descomunal y su pareja durante más de 30 años, creó después de su muerte la Fundación María Elena Walsh que apoya con becas y premios a quienes quieran dedicarse a la música, la fotografía o la literatura. Yo la entrevisté dos veces, en 2002 y en 2005. Era cultísima, fulminante, y daba un poco de miedo. Encuentro ahora algunas frases sueltas que anoté para preparar esas entrevistas. Una dice: “Usted no tuvo una María Elena Walsh cuando era chica. Usted leía a Conrad”. No sé qué quise preguntarle. Quizás cómo se había hecho a sí misma. En 1979 publicó en el diario Clarín un texto llamado ¿Corrupción de menores?: “Toda criatura humana debe aprender a bastarse y cooperar en el trabajo hogareño y a cuidar, si quiere, su apariencia. Lo grave consiste en convencer a la criatura femenina de que el mundo termina allí. (…) A la nena no se le permite formar su personalidad libremente: se la dan toda hecha, y aprendices de jíbaros le reducen el cerebro para luego convencerla de que nació reducida. (…) La recortan y pegan para luego culparla porque es una figurita. La educan, en fin, para pequeña cortesana de un mundo en liquidación. ¿No es eso corrupción de menores?”. Era feminista en años en los que esa sólo podía ser una posición incómoda. Fue la única “autora infantil” a la que se admitía en mi casa. Eso debe haber tenido algo que ver con el hecho de que yo fuera una niña que no pedía para Reyes “la muñeca de novia”, sino un camión de juguete. En 2019 se cumplieron 25 años de la muerte de la cineasta argentina María Luisa Bemberg. El Festival de Cine de Mar del Plata publicó un libro en su homenaje. Allí, la directora Lucrecia Martel dice que Camila, la película que Bemberg estrenó en 1984, sembró en ella un malentendido: que el cine era cosa de mujeres. La banda de sonido de mi infancia la escribió una mujer que creía que todas las cosas del mundo podían ser “cosas de mujeres”. Ese malentendido sigue vivo en mí. Supongo que sólo quiero decir “Gracias”.
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