Por el Duero hasta Numancia
Soria recupera las márgenes del río con 16 kilómetros de senderos señalizados. Uno de ellos lleva desde el puente de Piedra hasta Garray
Soria es hija del Duero. Nació en la misma orilla, para defender el vado (luego puente de Piedra) que era la llave del camino entre Castilla y Aragón. Poco a poco, sin embargo, la ciudad fue alejándose del río, creciendo ladera arriba, y el Duero se quedó de lado, tal como lo encontró en 1920 Gerardo Diego: “Río Duero, río Duero, / nadie a acompañarte baja, / nadie se detiene a oír / tu eterna estrofa de agua. / Indiferente o cobarde, / la ciudad vuelve la espalda. / No quiere ver en tu espejo / su muralla desdentada”. Su única compañía eran las parejas que paseaban por la margen izquierda, entre el monasterio de San Polo y la ermita de San Saturio, dejando un rastro de corazones e iniciales en la corteza de los chopos ribereños. Los álamos del amor, que decía Machado.
Si Diego y Machado levantaran la cabeza, no reconocerían el Duero. En los últimos años, Soria ha dejado de darle la espalda y aquel río periférico se ha convertido en uno de sus espacios verdes más alegres y cuidados. Se han adecentado sus márgenes y construido puentes, pasarelas y embarcaderos. Se han rehabilitado viejos edificios para albergar el Ecocentro, el Museo del Agua y un centro de recepción de visitantes. Y los antiguos paseos ribereños, que apenas se alejaban de la ciudad, se han prolongado con 16 kilómetros de senderos señalizados. Ahora la machadiana curva de ballesta que traza el río en torno a Soria puede recorrerse de punta a punta y no solo el corto trecho por el que andaban los enamorados.
Uno de esos senderos, el PR-SO 112, va por la orilla izquierda siguiendo el paseo de San Saturio y luego sube al monte de Santa Ana, el mismo al que trepó Machado para otear el paisaje que inmortalizó en A orillas del Duero. Otro sendero, el PR-SO 113, baja por la margen contraria hasta Valhondo, donde el río se encajona en un pétreo cañón que recuerda, salvando las distancias y los tamaños, los Arribes salmantinos y zamoranos. Y hay un tercer camino, el que vamos a andar, que remonta el Duero hasta Garray, el pueblo que custodia las ruinas de Numancia. Lo habitual es acercarse a Numancia en coche. Hacerlo a pie, por la orilla del río que sirvió de foso a la heroica ciudad, es una experiencia mucho más auténtica, primordial, casi celtíbera.
Guía
- Distancia: El camino de Soria a Garray y Numancia es un sendero lineal de siete kilómetros.
- Duración: Menos de dos horas la ida.
- Señalización: El recorrido cuenta con letreros y paneles.
- Vuelta: Si solo se quiere hacer la ida, se puede volver a Soria en un autobús de Alsa (www.alsa.es) que sale todos los días de Garray a las 13.55. Desde 1,34 euros el trayecto (15 minutos de viaje).
- Información: Centro de visitantes El Fielato (975 21 14 92). Turismo de Soria (turismosoria.es). Yacimiento de Numancia (numanciasoria.es).
El camino que lleva a Garray y Numancia arranca, como todos los senderos ribereños, en el viejo puente de piedra, que lleva desde el siglo XII cortando con sus ocho tajamares la plata del Duero. Al lado mismo, para resolver cualquier duda que tengamos, está el centro de recepción de visitantes El Fielato, que, a pesar de su nombre, antes era un almacén de grano. Un poco más allá se encuentra el monasterio de San Juan de Duero, que fue construido por las mismas calendas que el puente por los caballeros de San Juan de Jerusalén, los cuales probablemente importaron de Tierra Santa la fantasía de los arcos entrelazados de su claustro. Si hoy este patio monacal nos parece exótico y deslumbrante, en la Edad Media, en Soria, debía de ser como una nave extraterrestre.
Se puede empezar subiendo por la margen derecha o por la izquierda, lo mismo da. Si lo hacemos por la derecha, bordearemos un lienzo de la muralla medieval (que en su día tenía 4.100 metros de perímetro) y atravesaremos el paraje del Peñón, donde el camino va volado sobre las aguas, por una pasarela de madera adosada a la escarpada riba rocosa. Si lo hacemos por la izquierda, disfrutaremos de un bello soto de álamos y sauces y de una buena vista de la ciudad, la muralla y el cerro sobre el que descuella la ermita del Mirón, donde Machado y Leonor (es triste fama) dieron sus últimos paseos juntos, ella ya consumida por la tuberculosis: “¿No ves, Leonor, los álamos del río / con sus ramajes yertos? / Mira el Moncayo azul y blanco; dame / tu mano y paseemos”.
Ciudad indomable
Ambos caminos confluyen a un kilómetro del inicio en el paraje del Pereginal, donde hasta hace poco hubo una presa de una fábrica de harinas y ahora hay un puente peatonal que nos obligará, si hemos subido por la margen izquierda, a cruzar el río para seguir en lo sucesivo por la derecha. En una hora y media, sin contar paradas, estaremos en Garray, y 10 minutos después, en lo alto del cerro donde yacen las ruinas de Numancia, la ciudad celtíbera indomable que humilló a la mayor potencia de la antigüedad durante 20 años, venciéndola primero en el campo de batalla y resistiendo luego heroicamente, hasta el último aliento, un asedio sin fisuras.
En el mismo yacimiento, con la ayuda de una mesa-plano, visualizaremos el sitio perfecto al que sometió Escipión a la ciudad en el año 134 antes de Cristo. En vez de cometer el error de atacarla, como habían hecho antes otros generales, la rodeó con siete campamentos unidos por un muro de nueve kilómetros y se sentó a esperar. Imposible burlar el cerco, ni siquiera buceando por el Duero, porque estaba blindado con rastrillos metálicos. Once meses después, Escipión entraba en un cementerio de 4.000 muertos (de inanición o porque habían preferido el suicidio a la rendición). La ciudad fue “destruida de raíz”, según Cicerón, pero los propios romanos construyeron con sus crónicas admirativas otra Numancia, la ideal, símbolo de la libertad, que todavía dura.
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