Política necrófila
En ningún otro gran país europeo se ha vivido un ambiente político así, con un Congreso de los Diputados tétrico y con barbaridades fúnebres crepitando en los discursos
HAY UN IMPAGABLE momento berlanguiano en la tragicomedia del traslado de los restos de Franco desde el Valle de los Caídos. Es aquel en el que su nieto Francis se niega a ser cacheado a la entrada de la cripta de Mingorrubio y estalla: “¡Esto es como una dictadura!”. Sucedió el 25 de octubre de 2019, el año que acabó con el país discutiendo sobre el destino de un cadáver. Dos meses antes de la llegada de 2020, el año que se inauguró con la formación del Gobierno “socialcomunista”.
La escena bufa del cementerio de El Pardo podría funcionar como símbolo de algunos extraños fenómenos de la política española. Su irremediable afición, por ejemplo, a utilizar a los muertos como artillería, ya sean actuales o pasados. O la aparición de una extrema derecha que se reivindica como último baluarte de la democracia.
Cada vez que resuena en el Congreso la palabra “totalitario” es fácil apostar a que se trata de un orador de Vox. Totalitario es el independentismo, por supuesto, y también lo es el Gobierno, que ha convertido España en un “Estado tiránico”. Totalitarios son el feminismo y las políticas contra la violencia machista, las restricciones a la vida social por la pandemia, las políticas migratorias, el “globalismo”, la ONU y la OMS, la Agenda 2030, los impuestos… Ahora bien, si de lo que se trata es de la dictadura de Franco, ahí ya hay mucho que matizar. El líder de Vox, Santiago Abascal, defiende sin complejos que este Gobierno es peor que el del régimen salido de la Guerra Civil.
Una afirmación perfectamente compatible con presentarse como el guerrero más valeroso en defensa de la Constitución frente a “un Gobierno que no es un Gobierno, es una distopía”.
El año termina con ese Ejecutivo distópico muy reforzado en sus apoyos parlamentarios y con decenas de militares jubilados intentando implicar al Rey en un pronunciamiento del Ejército contra los “socialcomunistas y golpistas”. La culminación de 12 meses de un ambiente terrible. Por si fueran pocos los recelos que despertaba la entrada en el Gobierno de esa otra izquierda que nunca había pasado por allí, de inmediato llegó la pandemia. Con centenares de fallecidos al día y muchos errores de gestión, la pulsión necrófila de la política española no podía más que desatarse. En ningún otro de los grandes países del continente se ha vivido un ambiente político así: ese Congreso de los Diputados de marzo y abril, tan tétrico con su hemiciclo desierto y con las barbaridades fúnebres que crepitaban en los discursos.
“Todo empezó ya en diciembre pasado, mientras se fraguaba el nuevo Gobierno”, recuerda con gesto adusto una cara muy conocida del Ejecutivo. “Yo hasta entonces hacía vida normal, andaba tranquilamente por la calle. Ahora no puedo salir a nada. No me dejan en paz en ningún sitio”. Más que a sus adversarios políticos, algunos miembros del Gobierno culpan del clima creado a determinados medios de la capital, esos comunicadores especialistas en la hipérbole, capaces de llamar al Gobierno “el ISIS de la pandemia”; ese universo que, cuando aún nadie había oído hablar de fake news, ya alentó la teoría de la complicidad del PSOE en la matanza del 11-M. “Pero esto es así en Madrid. Una vez que sales, el ambiente cambia”, comenta el ministro.
Este mismo año de la gran crispación, al tiempo que en las calles de la capital aún atronaban las cacerolas y algunos micrófonos alertaban de que España se estaba encaminando hacia un invierno bolchevique, gallegos y vascos acudían a las urnas con bastante relajo. En Euskadi se produjeron acciones de grupos abertzales violentos, sobre todo contra Vox, sin contaminar por eso el debate político. En Galicia arrasó el popular Alberto Núñez Feijóo haciendo bandera de la moderación. En la mayoría de las comunidades, incluso en Andalucía, donde la extrema derecha tiene un papel destacado, el ambiente es más distendido. Hasta en Cataluña ha bajado el enconamiento verbal. Madrid es otra cosa. Y allí reina además Isabel Díaz Ayuso, esculpida por su superasesor Miguel Ángel Rodríguez como la irreductible heroína de la resistencia contra el Gobierno bolivariano.
Si la creciente agresividad de una parte de la derecha resulta palmaria, tampoco se puede reducir a ella el conjunto de malestares con el autotitulado “Gobierno más progresista de la historia”. Veteranos dirigentes socialistas y sectores intelectuales nada conservadores han cargado con dureza contra él. Se le reprochan los zigzagueos de Pedro Sánchez, el estilo arrogante de Pablo Iglesias, esta nueva política dominada por la mercadotecnia y el cortoplacismo. Sus pactos con fuerzas como ERC y EH Bildu tocan heridas aún sin suturar en el tejido emocional del país. El Gobierno ha apelado de forma constante al diálogo, mientras el presidente Sánchez rehuía el contacto con el líder de la oposición e Iglesias se afanaba en arrinconar a Ciudadanos, la fuerza que ahora hace gala de “no gritar”.
La coalición en el poder se quedó medio desconcertada en octubre, cuando el líder del PP, Pablo Casado, lanzó un brutal e inesperado pliego de descargos contra Abascal. Fue su respuesta a la moción de censura con la que Vox pretendía desbancar, más que al Gobierno —misión imposible—, al propio liderazgo de la oposición. La despiadada deconstrucción que hizo Casado de la extrema derecha parecía una oportunidad para rebajar la tensión. Algunos lo valoraron así en el Ejecutivo, aunque en otros podía más la preocupación: los que creen que una derecha rabiosa será siempre un competidor fácil.
Con su gesto, Casado también ha probado la medicina de ese vocerío mediático que pasó de ovacionarle por la noche a llamarle traidor por la mañana. Desde entonces, su línea se muestra titubeante. El PP ha marcado clarísimas distancias con Vox en las políticas de la mujer y no secunda sus estridencias sobre la memoria histórica o la inmigración. Otra cosa son los Presupuestos, por los que el PP y la extrema derecha dicen al unísono que el Gobierno “ha pagado un precio de sangre”. Una vez que el amplio apoyo conseguido por el Ejecutivo ha frustrado la oportunidad de derribarlo que el PP entrevió en primavera, la batería hiperbólica está otra vez a pleno funcionamiento.
En el Congreso se vuelve a hablar de muertos todos los días. Una recurre al asesinato de García Lorca, otro rinde homenaje a un tío abuelo sacerdote asesinado a hachazos por milicianos y muchos reviven con detalle los crímenes de ETA. Como si la actualidad no fuese lo bastante fúnebre, la política se enfanga de nuevo entre cadáveres antiguos.
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