A los jóvenes que no han visitado el Valle de los Caídos
Sigue siendo el mayor símbolo de una historia que debemos recordar. Mantenerlo y explicarlo es obligación de nuestra memoria histórica
España varonil, desvelada, inesperada, tiende sobre la mesa sus planos de ciudades en ruinas y exalta la arquitectura heroica de sus fortalezas minadas”, así escribía el conde, culto y cínico Agustín de Foxá en plena contienda. “Hay que hacer un Madrid nuevo…, un Madrid con la grandeza moral que corresponda a la capital de la España heroica”, eso quería Serrano Suñer, elegante, nazi, cuñado de Franco y ministro de la Gobernación. Poetas, políticos, periodistas o el mismo papa Pío XII que hablaba de “la heroica España, la nación elegida por Dios”, todos empujaban a la construcción de un monumento que fuera faro, vigía y recuerdo de la victoria. Así lo quiso Franco, así se hizo el Valle de los Caídos. En un lugar que él mismo decidió, cerca del monasterio de El Escorial, en los riscos de Cuelgamuros, en la sierra de Guadarrama, tan simbólica en la guerra y no precisamente por sus victorias. Allí sería construido un lugar perenne de peregrinación, de reposo de los “héroes y mártires de la Cruzada”.
Se quería grandeza y trascendencia, escenario de peregrinaciones patrióticas, memoria de vencedores y de aviso a los vencidos. Colosalismo, sinfonía heroica, arquitectura eterna, permanente, mayor que una pirámide, más visible, más grande, algo que requería un arquitecto que creyera en el sentido imperial del momento histórico según la retórica de los vencedores. El elegido fue Pedro Muguruza —vasco, conservador y partidario del clasicismo, autor de muchas restauraciones historicistas y también del “moderno” Edificio de la Prensa de la plaza de Callao—, siempre dispuesto a hacerse eco de las “ideas arquitectónicas” del Caudillo. Había que darse prisa, no reparar en gastos, demostrar que el país más devastado de Europa —con centenares de miles de muertos, exiliados, encarcelados y empobrecidos— diera una lección de grandeza con la espada y la cruz. Pasaron 20 años. Se cambió de arquitecto, los presos terminaron sus trabajos forzados, se contrataron especialistas —la familia de Paco Rabal, él mismo, allí trabajaron, vivieron, se escolarizaron y se enamoraron en aquellos años duros de la posguerra—, se fugaron presos, algunas empresas como Banús, Huarte o Morlán se enriquecieron con mano de obra barata y una obra sin fondo. El Valle de los Caídos es el segundo edificio de Estado más costoso de nuestra historia, después del monasterio de El Escorial.
El nuevo arquitecto, Diego Méndez —remodelador del Pardo y arquitecto del edificio donde vivía Carrero y donde viviría la viuda de Franco—, era osado, entendió que Franco quería más tamaño. El insólito Giménez Caballero comparaba la gran cruz con el falo inmenso de Franco, otra alucinación imperial. Méndez, en compañía del escultor Ávalos, de muchos artistas y artesanos, creyó haber conseguido que aquella mole de granito fuera “el altar para la España heroica, mística y eterna”. Nada fue así; ese lugar de muertos secuestrados, de vigilantes ángeles con espada, solo ha representado megalomanía y discordia. De gran interés técnico, de poco interés artístico y arquitectónico, de gran belleza natural, el Valle de los Caídos sigue siendo el mayor símbolo de una historia que debemos recordar. Mantenerlo y explicarlo es obligación de nuestra memoria histórica.
Javier Rioyo es periodista, responsable del Instituto Cervantes de Tánger y director del documental Ángeles con espada.
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