A Francisco Ayala
De tus últimas voluntades falta solo, ahora, que se haga la tercera: aquella que —¡oh culpabilidad feliz!— no me atrevo a cumplir
Now the day is over,
night is drawing nigh,
shadows of the evening
steal across the sky.
(Himno luterano, 1867)
Mi vida: Estoy en el crepúsculo; el tiempo se me va. Hay medidas que tomar, proyectos que cerrar, un arca de olvidos que abrir y barajar: postales, fotos, cartas… que guardar o desechar. A tu muerte empecé: vendí el piso neoyorquino y, nuestro pasado embalado en un maletín de mano, regresé: un ensayo —¿anticipo?— de lo que me quedaba, todavía, por hacer.
De tus últimas voluntades, que eran tres, ya he cumplido dos. La primera (por fortuna) se aplazó. Aquella mañana del otoño de 1990 —¿te acuerdas?—, cuando en Nueva York te despertaste con una fiebre que a los dos nos llegó a asustar, te dije: “Tienes que ir al hospital”. En tu delirio respondiste que no, que en mi cama deseabas tú morir; a lo que contesté: “Te lo prometo, querido, pero… ¡todavía, no!”. Te llevé al de Lenox Hill, donde, mientras luchabas entre la vida y la muerte, supiste que un jurado en España te había concedido el Cervantes del año 1991… sin que lograse averiguar periodista alguno dónde demonios se escondía el ausente premiado. Fallecerías, dos décadas después (el 3 de noviembre de 2009), en nuestra cama madrileña.
Surgida de la nada —del dulce espabilar tras una siesta estival—, me cogió desprevenida tu segunda voluntad. “Cuando yo me muera”, me anunciaste, “quiero desaparecer”. Silencio. Mientras, desconcertada, pensaba para mí: y eso ¿cómo diantres lo voy a conseguir? “Será difícil”, comencé, “siendo tú una figura pública…, pero haré lo que se pueda, te lo juro”. Al suceder, más adelante, lo inevitable, no pude impedir, claro está, que se supiera… ni lo que ello implicó. Mas sí estuvo en mi mano hacerte desaparecer. Una mañana soleada, sin que nadie nos viera, debajo de un limonero joven en tu granadina fundación enterramos tus cenizas Manolo y Rafa y yo en una urna biodegradable que permitiera, con la lluvia, tu “desaparición”.
Falta solo, ahora, que se haga tu tercera voluntad: aquella que —¡oh culpabilidad feliz!— no me atrevo a cumplir. A lo mejor —nunca se sabe— el acto en sí de escribirte esta carta me eximirá. Reconozco que falté a mi palabra cuando, en lugar de destruirlas, recogí en ese maletín de mano y traje para España aquellos 25 años de cartas aéreas y aerogramas tuyos que ni he vuelto a leer, pues ¿para qué?, estando tú con vida; y ¿cómo?, cuando ya no… Recuerdo una en particular: antes de un concierto (¿en la March?), la joven esposa de un conocido pianista varias décadas mayor salió sola al escenario a revisar, discretamente, la altura del asiento, la luz, la partitura. Presenciándolo —me escribiste—, pensé en nuestra propia relación de aquí a muchos años. Una carta como esa, Francisco, ¿cómo la puedo destruir?
Ya termina el día,
y la luz se va;
viene el ocaso,
todo quieto está.
La escritora Carolyn Richmond es viuda de Francisco Ayala, presidenta de honor de su fundación y miembro correspondiente de la Real Academia Española.
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