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carta blanca
Columna
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Al superviviente

Hemos intercambiado dolores, abatimiento, euforia y el desasosiego de desenvolvernos a ciegas en un horizonte hermético

Mi querido amigo: confío en que al recibo de la presente os encontréis bien de salud tú y los tuyos, nosotros también, a Dios gracias". Así iniciaban las cartas nuestros mayores, y con el mismo ceremonial —que me figuro inseparable del sombrerazo o la reverencia galante— me comunico contigo a través de la mujer que recoge nuestros papeles.

Desde que iniciamos esta costumbre —¿hay otra mejor en estas circunstancias?—, nuestra correspondencia se ha sostenido mal que bien. Hemos intercambiado dolores, abatimiento, euforia y el desasosiego de desenvolvernos a ciegas en un horizonte hermético, que solo se nos despejará cuando la hora fatal que no registra el reglamento nos saque de este mundo.

Cuando supe que compartíamos hospital inicié este epistolario, irritante a veces, pero útil para convencernos de que la enfermedad no nos ha cambiado tanto. Tu complicidad como corresponsal nos permite este engaño de parecer vivos, de ahí mi interés en escribirte por las mañanas y esperar tu respuesta a lo largo de la tarde. Cada uno en su planta reglamentaria y entre las cuatro paredes de su habitación, pero sin descartar que, un día loco, el acicate de sacudirnos la parálisis nos proyecte más allá de nuestros respectivos confinamientos y escapando por un instante del campo de concentración, nos abracemos en el pasillo con júbilo de resistentes.

Entonces, quizá sea el momento de poner en marcha ese negocio de vacunas del que hace unas horas te nombré vicepresidente. Presumo que el cargo no te ha entusiasmado porque la enfermera me trajo con mano temblorosa tu respuesta en blanco. Comienzo a acostumbrarme a este tipo de reacciones en nuestros compañeros de contagio y las encajo como si no se hubieran producido, con ojos cerrados y ánimo tenso.

Así respondí al hermetismo de Juan Eduardo a mediados de febrero, que por su avanzada edad se convertía en la referencia más atractiva de nuestra empresa de supervivientes, y a la huida de Margarita a primeros de abril, en el mismo mes en que no volvimos a tener noticias de mi entrañable Varo, el periodista Calleja y el novelista Pardo.

Todos se fueron antes del periodo de prueba y tú llevas desaparecido tras recibir mi proposición. Quizá la presenté tarde, porque me anuncia la enfermera —como si hablara por la tele— que has preferido pisar las hojas doradas de la decadencia a encerrarte en un despacho. No esperaba evasivas de este tipo: o me engañaste sobre tu capacidad de entrega o has empeorado de tu maldito mal y me obligas a buscarte sustituto para seguir alimentando esta farsa.

Aunque hayas procurado no dañarme, me duele tu silencio y maldigo tu desaparición. No sé si este panorama que me dejas es más llevadero que el ya vivido, pero antes de comprobarlo intentaría desaparecer a la manera que tú lo has hecho, en una tarde cálida de otoño y mientras el sol se pone en Rosales. Escrita queda mi voluntad en el papel que te trasladará la enfermera y ojalá alguien de este centro favorezca mi deseo.

Manuel Longares es escritor. Su último libro es Sentimentales (Galaxia Gutenberg).

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