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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Calleja, maestro

“Contar a la gente lo que le pasa a la gente sin dejar de ser gente”, es la herencia que deja en las aulas donde formaba a los futuros periodistas

José María Calleja, durante una conferencia sobre ETA en la Universidad Autónoma de Madrid, en febrero de 2016.
José María Calleja, durante una conferencia sobre ETA en la Universidad Autónoma de Madrid, en febrero de 2016.Ángel Díaz (EFE)

Calleja fue mi primer maestro con escolta. Y el único en muchos otros aspectos desde el primer día de clase. Llegaba a la Universidad Carlos III acompañado por dos personas que se le adelantaban a echar un vistazo al aula y lo dejaban libre una hora. Aquel hombretón sin miedo más que a la mentira era el único que nos trataba sin condescendencia. No éramos sus alumnos, éramos sus compañeros. Por una hora tampoco era la universidad, sino la redacción. Le sobraba el púlpito para enseñar el oficio desde el borde de la mesa. Se le quedaba pequeño todo. No dictaba lecciones, no quería ser magistral, ni profesor. Era maestro y apestaba a redacción. Y una vez lo hueles ya no quieres otro olor: credibilidad, adrenalina, compromiso, responsabilidad, dignidad, todo eso que había traído al pasillo a esos dos hombres armados.

He vuelto a sacar sus apuntes para escucharle. “La realidad descarnada da la impresión de que es ficción”. Con esa frase se coló Calleja en mi vida. Más de 20 años después descubro que todo lo que necesitaba saber de este oficio cabe en 11 folios por las dos caras. Su asignatura fue la única que debimos haber cursado. Lo demás, pastoreo. No había teoría, no había ideales inalcanzables. Había zapatilla, calle y complicaciones que se resolvían con buen oficio: “La objetividad debería ser sustituida por la profesionalidad”, decía. Creía en el trabajo bien hecho y en la búsqueda de la verdad, no en su posesión. “La dificultad de contar los hechos no puede ser una coartada para no contar la verdad”. Esta también está subrayada. Bajar de los altares a la objetividad le abría un amplio abanico de posibilidades éticas y estilísticas: “Los periodistas no podemos ser neutros, eso es para los detergentes. Y según qué temas tampoco podemos ser neutrales”, solía decir. Se refería, claro, a ETA.

Era un hombre que hablaba en titulares, que es lo que se dice de quien llega sin rodeos al centro de la diana, con una retórica cristalina y contundente. Por eso le incomodaba tanto el aburrimiento y la grasa: “Buscad el rigor profesional, huid del rigor mortis”. Nos pedía que no matásemos al lector en el primer párrafo. En ese espacio se juega el partido, porque “al último párrafo no llegan ni los correctores”. Recurría a Juan Ramón Jiménez para hablar de la inteligencia de la palabra exacta y no soportaba el “periodismo onanista”, que es el que satisface al periodista y a la fuente, no al lector. Hablaba de un oficio sin instrucciones, pero con algunas normas. Hay una en estos folios que está más subrayada que el resto: “Contar a la gente lo que le pasa a la gente sin dejar de ser gente”.

Con Calleja aprendí que con ciertas personas —Miguel Ángel Bastenier y Félix Monteira— es mejor llevar cerca una libreta. Un día, al final de la clase, reconoció que la clave de esta profesión es la tenacidad y la paciencia. No dijo nada de la precariedad porque se estaba cociendo. Y se refirió al “periodismo de subidón”, que es lo que te pasa cuando estás “encantado de los nervios” y sales a dejar que la realidad te cambie los planes. En eso insistía mucho, en el arte de la observación, mucho más que en el arte del entrecomillado (ojalá me perdone): “Hay que ir a los sitios con los ojos nerviosos”. “El periodista tiene licencia para mirar” y “barra libre” para preguntar y para sospechar de lo obvio. Para escuchar a veces con ternura y otras con ironía. Así lo hacía él. Calleja era un hombre sin esdrújulas lleno de matices, formado en una época en la que “los muertos viajaban en un breve” y harto del “periodismo Coronel Tapioca”. Ya saben, el de las crónicas desde mi ombligo (ojalá me perdone).


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