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Un canto a la vida en medio de la muerte

Ilustración de Konrad Laudenbacher
Ilustración de Konrad Laudenbacher
Julio Llamazares

El virus pintó la primavera de negro. Pero el poder del arte, a través de una acuarela, supo despertar la mirada de la literatura. Y el escritor, refugiado en la extremeña sierra de los Lagares, redescubrió así la magia de la naturaleza.

El 13 de marzo de 2020, víspera de la declaración del estado de alarma por el Gobierno español para intentar detener la expansión del virus que ya se extendía por todo el país, salí con mi familia de Madrid buscando refugio en una casa de campo de Extremadura a la que acudo desde hace años siempre que necesito tranquilidad. Esa vez, además de tranquilidad y paz, necesitaba también aislamiento, que era, según las autoridades, la principal recomendación para no contagiarse de la enfermedad que ya causaba las primeras muertes entre los españoles después de que lo hiciera en China e Italia, los dos países más afectados por la pandemia hasta aquel momento.

La casa, un antiguo lagar cercano a Trujillo, en el corazón de una sierra abundante en ellos, de ahí su nombre, sierra de los Lagares, en la que tradicionalmente veraneaban las familias pudientes de esa ciudad extremeña por su favorable clima y hoy lo hacen personas de todas las procedencias, tales son su belleza y su riqueza natural. Era el lugar perfecto para refugiarse, pues, alejada del pueblo más próximo un par de kilómetros, y garantizaba la soledad que buscábamos y que Madrid no podía ofrecernos. Llegamos pensando que permaneceríamos en ella un par de semanas y nos quedamos tres meses, los que transcurrieron entre la declaración del estado de alarma aquel 14 de marzo y su final a mediados de junio.

Durante esos tres meses asistimos al paso de una primavera tan espectacular y fantástica que por momentos llegamos a olvidar la situación extrema por la que atravesaba el país y que nos recordaban las noticias de la televisión y de la prensa y las llamadas diarias a nuestros amigos y familiares, apresados en sus casas y sin poder salir de ellas como nosotros. En mitad de una sierra sin apenas vecinos en aquel momento (solamente los guardeses de algunas de las casas y de una bodega de vino y algún ganadero de los pueblos próximos que acudía desde estos diariamente para cuidar de sus animales, regresando a ellos al caer la noche), nosotros gozábamos del gran privilegio de poder pasear por los alrededores con la única compañía de los pájaros y de las ovejas y los caballos que pastaban en libertad en las fincas. Y lo hacíamos en medio del espectáculo que una primavera espléndida brindaba a los afortunados que, como nosotros, habían buscado refugio en aquella sierra extremeña, ya fuera de modo definitivo o temporal.

La soledad era tal que pesaba en los ojos tanto como la lejanía de un mundo en el que el drama seguía cobrándose vidas

Uno de ellos, vecino mío también en Madrid y culpable junto con su mujer del descubrimiento del viejo lagar de vino en el que con mi familia me refugié como hago de vez en cuando siempre que el tiempo me lo permite, necesite huir de la ciudad o no, era Konrad Laudenbacher, ex conservador jefe y restaurador de la Pinacoteca Nueva de Múnich, en Alemania, y que acostumbra a pasar largas temporadas en la casa que se ha construido en la sierra, disfrutando de su jubilación. Entre sus entretenimientos está el cuidado de un burro y un caballo, Aristóteles y Douglas, adoptó para salvarlos del matadero; la atención del jardín y sus paseos por el campo, y la pintura de acuarelas, técnica a la que es gran aficionado y que realiza siempre pintando del natural. Los paisajes de la sierra y las dehesas extremeñas, auténticos tesoros paisajísticos junto con las poblaciones que las salpican, son sus motivos de inspiración, que no necesita así de mayor esfuerzo. Una de esas acuarelas (de la montaña de Santa Cruz de la Sierra vista desde su salón, un mirador a vista de pájaro desde el que se dominan kilómetros de dehesa) fue mi regalo de cumpleaños, que celebré a los 15 días de llegar y ya encerrados en nuestro lagar, pues el Gobierno decretó el confinamiento absoluto de la población en sus domicilios, incluso en aquellos parajes remotos y casi deshabitados de Extremadura.

La acuarela de Konrad supuso en mí una revelación. Atascado en la novela que escribía, ahora tan alejada de lo que estaba viviendo y de lo que sucedía en aquel momento en el mundo, la visión de aquella acuarela que retrataba la primavera que tenía delante de los ojos, pero que no veía por la preocupación, me hizo descubrirla y valorarla de repente, como si hasta ese momento estuviera ciego o ajeno al milagro de una estación que llenaba de pájaros y flores un paisaje que parecía también pintado de tan hermoso, como las acuarelas de Konrad. En medio de la muerte que azotaba el mundo entero, la vida volvía a bullir en aquel rincón de la Tierra y lo hacía con todo el esplendor de una estación que en el campo de Extremadura es una explosión de belleza, y más aquélla, que había comenzado con intensas lluvias que se prolongaron hasta el final de abril, alargándola más de lo habitual.

Tormentas, lluvias, nubes de paso o agarradas a las montañas durante días, arcoíris de circunferencia inmensa, brillos de todos los tonos dejaron paso a una profusión floral que llenó la sierra de mil colores y de una gama de verdes que iba de un extremo a otro de la paleta sin dejar ninguno: del verde claro de la hierba nueva o de las hojas de los madroños y los membrillos al luminoso de los olivos y al casi negro de las encinas. Y sobre ellos, un millón de pájaros que iban y venían continuamente de un lado a otro disfrutando de la soledad de un campo que nunca habían conocido así. Y lo mismo pasaba con las mariposas, los insectos y los reptiles, dueños de un campo vacío que sólo compartían con los corzos y con los animales domésticos, ovejas y caballos principalmente, que pastaban tranquilamente en las fincas ajenos a nuestras preocupaciones. El arca entera de Noé se manifestaba en libertad por toda la sierra y junto con ella un mundo de aromas que nos emborrachaba del día a la noche y que de madrugada se convertía en humo: el de la chimenea en torno a la cual mi familia y yo nos sentábamos después de cenar para ver una película en la televisión o para contarnos historias como los protagonistas del Decamerón al que tanto empezábamos a parecernos después de semanas aislados en aquel lugar.

Mayo pasó muy despacio, con el país pendiente de las noticias, que empezaban a ser más positivas (aparte de que las cifras de muertos y de contagios se reducían, la gente ya podía pasear algunas horas y nosotros hacerlo fuera de la propiedad), y con la primavera explotando después de las lluvias de abril, que por fin dejaron de caer. Un sol de oro se apoderó de un cielo redondo como el horizonte y todos los brillos de la naturaleza despertaron de repente, sustituidos de noche por miles de estrellas que iluminaban la sierra como si fuera de día, hubiera luna llena o no. En medio de aquélla, nosotros las contemplábamos sin saber si eran reales o producto de nuestra imaginación, tanta era la paz del cielo, sin un solo avión que lo atravesara ni un ruido en la lejanía que no fuera el ladrido de un perro o una esquila a lo lejos. La soledad era tal que pesaba en los ojos tanto como la lejanía de un mundo en el que, mientras tanto, el drama seguía cobrándose vidas de gente como nosotros y los sueños de todos los demás. La enfermedad les había robado la libertad, pero también la primavera que a nosotros nos sobraba, tan larga era y tan fabulosa.

El oro de junio, ese que alumbra las dehesas y que anuncia a los trashumantes que deben empezar a prepararse para su viaje anual hacia el norte, a nosotros nos trajo la convicción de que debíamos ya regresar a Madrid, donde nos esperaba nuestra antigua vida. Tres meses después de llegar al lagar extremeño en el que nos refugiamos huyendo de la amenaza de un virus que arrasaba todo y de vivir una primavera que no olvidaríamos nunca, tan extraña fue, estábamos ya dispuestos para enfrentarnos a la realidad perdida y yo lo hacía con un montón de acuarelas escritas cuyo título, Primavera extremeña, aludía a la estación que se terminaba, pero también a las acuarelas de Konrad que las inspiraron y que ya siempre las acompañarán.

Primavera extremeña (Alfaguara), de Julio Llamazares, se publica el 19 de noviembre.

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