Héroes y villanos de la pandemia
El tiempo de confinamiento, que podría haberlo sido de reflexión, se vio empujado a una carrera hacia la hiperactividad como forma de rutina. Pero para cambiar las cosas hay que pararse a pensar
No hace tanto tiempo, unos meses atrás, hablábamos con perplejidad y con el temor que produce lo desconocido de la inteligencia artificial, de los robots que nos iban a desplazar de los puestos de trabajo y del futuro regido por los algoritmos.
Sin embargo, durante el confinamiento y hasta hoy, hemos comprobado y seguimos constatando que para nuestro día a día dependemos de un surtido de cosas y de un variopinto abanico de profesiones con poco glamour, como reponedores de supermercado, transportistas, recogedores de basura, enfermeras, farmacéuticos…
Ha habido instantes en los que parecía que estábamos viviendo lo que podríamos haber llamado el experimento imposible.
Si alguien hubiera propuesto que durante unos meses se parara el mundo, que toda la población estuviera sin salir de su casa, que los niños no asistieran a la escuela, que los comercios estuvieran cerrados, los bares y restaurantes cesaran su actividad, el parque móvil estuviera quieto y los aviones no volaran, para así poder experimentar que es lo que sucedía y esto sirviera para mejorar como sociedad, creo, sin riesgo de equivocarme, que lo hubieran lapidado.
Se han vivido momentos que me han producido una gran perplejidad, como el hecho de que había quien proclamaba, y contaba con un gran número de seguidores y repetidores de la frase, “de esta vamos a salir mejores”, “la pandemia nos servirá para cambiar muchas cosas”.
Me hubiera gustado ser crédula, aunque fuera solo por unos días, por unas horas.
Para cambiar las cosas hay que pararse a pensar.
Solo son dos palabras: parar y pensar.
Pensar nos sirve para entender y entender nos sirve para ver, porque solo podemos ver lo que somos capaces de entender.
Sin pensar no sabremos ni lo que queremos cambiar, ni hacia dónde queremos ir, ni con quién, ni por qué…
Pensar lleva su tiempo, no es amigo de las prisas, no es amigo de la hiperactividad.
En este tiempo de confinamiento, que podría haber sido de reflexión, de introspección, alguien tan anónimo como el que inició la tendencia de la compra frenética de papel higiénico empujó a su vez a una carrera hacia una hiperactividad desatada por doquier.
Hemos vivido recomendaciones de todo tipo que apuntaban en todas direcciones y edades.
Ya fuera en forma de rutinas de horarios, de fitness, elaboraciones culinarias, campañas en las redes sociales en las que había que vestirse con almohadas, teñirse el pelo, cortarse el flequillo, etcétera, y sobre todo cantar y bailar.
No hay nada más alejado del pensar que una rutina.
La rutina evita pensar, es un atajo del entender.
Con los bares y restaurantes cerrados, el consumo de cerveza, vino, patatas fritas, aceitunas, chocolate y anchoas ha aumentado en unos porcentajes insólitos, así como el vermut, la levadura y la harina… Sin duda, la mejor dieta para pensar…
Y así es difícil que cambie nada.
Lo que nos ha mostrado la covid-19 es que de las situaciones imprevistas y en las que la urgencia es vital se sale con la ayuda de las emociones.
Los seres humanos somos básicamente emocionales.
Las emociones nos ayudan a resolver las situaciones que exceden a nuestras capacidades de análisis lógico-racional cuando estas no son útiles por la velocidad de las circunstancias o porque nos falta información.
Estas emociones que durante tanto tiempo han vivido como si fueran la Cenicienta, como si fueran la hermanita pobre de la racionalización, son las que nos han sacado y sacarán siempre de las situaciones inesperadas.
Emociones que hacen aflorar sentimientos acostumbrados a habitar en las profundidades, como que, en momentos trágicos, necesitamos tener el sentimiento de pertenencia a una tribu, y ponen de manifiesto la aparición de héroes y villanos. Un héroe con el que poder identificarnos y un villano a quien poder echarle la culpa.
Héroes en el caso de la covid-19 han sido los sanitarios, y villanos, los políticos. —eps
Inma Puig es psicóloga clínica.
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