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Vivir en la incertidumbre

Ilustración de Diego Mir.
Ilustración de Diego Mir.

Afrontamos entornos en constante cambio y necesitamos soluciones creativas para adaptarnos. ¿Cómo pilota nuestro cerebro esta inquietud?

Mientras el mundo afronta las dualidades en juego del coronavirus y los ritmos y rituales de nuestras vidas se ven interrumpidos indefinidamente, tenemos mucho que aprender de la incertidumbre. No obstante, la capacidad para sobrellevar periodos de “no saber” es una característica esencial de una mente sana y flexible, nuestro trasfondo de seguridad es excepcionalmente vulnerable ante lo incierto. Según H. P. Lovecraft, maestro del género literario del horror, “de todas las emociones humanas, la más antigua y más poderosa es el miedo, y de todos los miedos, el más antiguo y más poderoso es el miedo a lo desconocido”. Como tal, propone el doctor Nicholas Carleton de la Universidad de Regina, “representa una palanca de Arquímedes para la psicología humana”.

Vivimos en entornos en constante cambio y necesitamos soluciones creativas para ajustarnos y adaptarnos a la incertidumbre. ¿Cómo pilota nuestro cerebro por los equívocos de lo incierto? El teorema de la inferencia bayesiana, ideado por el teólogo y matemático inglés Thomas Bayes y publicado póstumamente en 1763 —que se ha convertido en uno de los principios fundamentales de la ciencia cognitiva moderna—, lo explica. “Cualquier sistema biológico que resista la tendencia al desorden se adherirá a él”, señala el doctor Karl Friston, especialista en neurociencias de la University College en Londres y principal defensor de la idea de que nuestro cerebro es un órgano estadístico de inferencia que opera bajo el principio de probabilidad bayesiano. Según Friston, “el cerebro, al tratar de anticipar lo que la próxima ola de sensaciones le comunicará, constantemente hace inferencias y actualiza sus creencias en función de lo que le transmiten los sentidos e intenta minimizar las señales de error de predicción y previene la sorpresa. Literalmente, es un órgano fantástico en el sentido de que genera hipótesis y fantasías que le son apropiadas para tratar de explicar los innumerables patrones y el flujo de información sensorial que está recibiendo”.

Sin embargo, no siempre podemos resolver la incertidumbre mediante la reconstrucción de un modelo interno del mundo. Los efectos dañinos de las respuestas a la incertidumbre no siempre pueden resolverse mediante una actualización bayesiana exitosa. Ahí radica la amenaza de la incertidumbre. En tal caso, uno no sabe realmente lo que siente, no sabe quién es o si es alguien. El psicoanalista Thomas Ogden propone que, contra el terror de no saber, elaboramos alternativas ilusorias capaces de generar pensamientos, deseos y miedos, que se sienten como propios, para protegernos contra el miedo. Sin esta ilusión, uno se sentiría intolerablemente expuesto ante la incertidumbre que desequilibra el núcleo del ser. A pesar de que estas alternativas constituyen una defensa efectiva, lo que uno siente aleja aún más a la persona de sí misma —en tal situación se requiere de ayuda externa—.

Ahí, donde no nos es posible aplicar la lógica de la razón y las palabras no pueden nombrar lo incierto, aflora lo siniestro —lo extraño en lo familiar—. Como una pintura cubista, que nos desconcierta y nos atrae, y da cuenta de nuestros temores. Sigmund Freud le dedica un ensayo a lo siniestro, en el que lo define como un saber inconsciente y lo asocia con la extrañeza en nosotros mismos. El psico­analista Christopher Bollas lo describe como lo no pensado conocido. Aquello que sabemos, pero que se mantiene en algún nivel fuera de nuestra conciencia. A pesar de que no lo podemos expresar con palabras, se manifiesta en nuestras emociones, como ocurre con los recuerdos viscerales de interacciones con nuestros padres o cuidadores, que dan forma a quienes somos y definen nuestra respuesta a la incertidumbre en la vida adulta.

En los setenta, la doctora Mary Ainsworth, pionera en la teoría del apego, concibió la situación del extraño para estudiar la relación entre las conductas de apego y de exploración en bebés bajo condiciones en las que confrontan a un desconocido. El experimento consiste en una serie de episodios, que duran pocos minutos cada uno, mediante los cuales se introduce, separa y reúne a una mujer, su hijo y un desconocido. Ainsworth observó que el bebé utiliza a la madre como una base segura para la exploración y, por otro lado, que la percepción de amenaza hacía desaparecer las conductas exploratorias. Su experimento confirma que los niños con apegos estables y predecibles afrontan mejor la incertidumbre.

La reacomodación de nuestros límites y fronteras, en el mejor de los casos, estimula estados inéditos y creativos. Al permitirnos la familiaridad con lo desconocido, la mente receptiva puede jugar. El juego entendido de esta manera, dice el psicoanalista Donald Winnicott, es un acto espontáneo. Es una experiencia emocional que se vive en el presente. Una creatividad potencial depende de la posibilidad de interrogarnos ¿por qué estamos donde estamos? En su ensayo No saber y avanzar, el escritor Javier Marías apunta: “Es más, a menudo tengo la sensación de que no sé escribir novelas, y sin embargo ahí están, al cabo del tiempo, terminadas, publicadas y más o menos legibles”. Y concluye: “Quizá por eso abrigo esa fuerte, creciente sensación de no saber cómo se hace una novela. Porque no saber, no saber, y sin embargo avanzar, es el único verdadero refugio de lo indeterminado”.

David Dorenbaum es psiquiatra y psicoanalista.


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