Brigitte Bardot y aquel verano español del 57
Una colección de más de 400 fotos prácticamente desconocidas ve la luz y evoca el rodaje en la Costa del Sol de la película 'Los joyeros del claro de luna', protagonizada por el mito erótico francés
Ni el profundo impacto del landismo ni la idiosincrasia del macho ibérico persiguiendo suecas como fiel exponente del producto interior muy bruto habían estallado todavía… y el demonio ya estaba en casa. Hoy en día no se entiende bien cómo los gerifaltes del franquismo cultural permitieron que las productoras Iéna Productions y UCIL (Francia) y CEIAD (Italia) desembarcaran en 1957 en la Costa del Sol y abrieran la puerta al escándalo con fecha anticipada. Y el escándalo y la conmoción aterrizaron en las playas de Torremolinos en forma de una mujer que encarnaba como nadie esa indefinible mezcla de erotismo y ternura de la que son capaces ciertas criaturas elegidas. Brigitte Bardot (París, 1934) lo era. Y cuando la cámara de Roger Vadim la mostró con lujo de detalle, hombros al aire, pies descalzos, ropa interior e incluso algún glúteo y algún pecho perdidos entre secuencia y secuencia de la película Los joyeros del claro de luna, la marimorena estaba servida. Las beatas protestaron ante el alcalde franquista de Málaga, Pedro Luis Alonso, porque se rumoreaba que en aquel rodaje corría la carne fresca y porque la Bardot no contribuía precisamente a la paz civil con sus baños nocturnos en El Bajondillo y en La Carihuela.
La cosa no pasó a mayores. ¿Por qué? Porque —y aquí viene la explicación a aquel insólito ejercicio de tolerancia— al régimen de Franco le venía de perlas borrar la imagen internacional de una España pobre y oscura con la sonrisa de una diosa rubia. Así que, por la paz un padrenuestro, los siempre aplicados censores miraron para otro lado y la película se rodó sin mayores sobresaltos. Se rodó…, pero no se estrenó en España. Una cosa era utilizar al demonio con fines turísticos y propagandísticos, y otra, perturbar al pacífico pueblo español mostrando a BB en paños menores.
Ahora, un tesoro de más de 400 fotografías desconocidas en su inmensa mayoría viene a desempolvar el olvido que cayó sobre aquel verano español de Brigitte Bardot. José Luis Cabrera es el coautor, junto a Lutz Petry, de la web Torremolinos Chic, un divertido rincón virtual desde el que se proyectan multitud de informaciones y comentarios jugosos sobre el patrimonio cultural y turístico de la Costa del Sol. En el transcurso de una de sus numerosas pesquisas periodísticas para alimentar la web, Cabrera detectó en una página de subastas la puesta a la venta de los más de 400 contactos por parte de un coleccionista francés de material cinematográfico. Incluyen imágenes tomadas dentro y fuera del rodaje de Los joyeros del claro de luna que inmortalizan a Brigitte Bardot en el apogeo de su fama y belleza. Tenía 23 esplendorosas primaveras y el mundo ya se había rendido a sus pies. BB había protagonizado el año anterior Y Dios creó a la mujer (Et Dieu… créa la femme), que la había catapultado al estrellato, también a las órdenes de Roger Vadim, el primero de sus cuatro maridos y uno de los tótems del cine francés de los años cincuenta, sesenta y setenta.
FOTOGALERÍA: El veraneo español de mito erótico francés
Una selección de en torno a 60 fotos será expuesta a partir de noviembre y durante tres meses en el centro cultural La Térmica de Málaga. Su director, Salomón Castiel, ha hecho de este rescate una apuesta personal. Nada más ser alertado por José Luis Cabrera de la existencia de la colección de contactos, decidió adquirirla. Tras la exposición, los fondos pasarán a ser propiedad del Archivo de la Diputación Provincial de Málaga. “Se consideró que era un fondo fotográfico de la suficiente importancia como para que regresara a Málaga”, apunta Castiel, que enmarca esta iniciativa en el proyecto de rescatar la memoria fotográfica de la ciudad y de la provincia, puesto en marcha por La Térmica hace cuatro años.
Sería todo un milagro que la actriz francesa se acerque a Málaga para la inauguración de la exposición. El viejo mito erótico de películas como La mujer y el pelele (Julien Duvivier), El desprecio (Jean-Luc Godard), Viva María! (Louis Malle) o El testamento de Orfeo (Jean Cocteau) apenas se mueve de La Madrague, su residencia de Saint-Tropez, donde vive con sus perros, sus gatos y sus palomas. A los 85 años, BB dedica gran parte del tiempo a la fundación que lleva su nombre, centrada en la defensa de los derechos de los animales.
Pero desde su casa de la Costa Azul, la Úrsula de Los joyeros del claro de luna quiere evocar aquel verano español en Torremolinos: “Me encantó rodar aquella película en la Costa del Sol, nunca lo olvidaré. Vivía en una casita que se llamaba Las Algas, en una playa desierta. Un lugar que no disponía de ningún confort, pero que era un paraíso salvaje”, explica Brigitte Bardot a El País Semanal. La actriz reconoce que, si bien la Andalucía y la España de aquella época tenían su encanto, no faltaban los claroscuros. Ni siquiera a ojos de alguien que, como ella, siendo una estrella internacional, estaba por encima del bien y el mal de cualquier sombra de opresión del régimen franquista. Un régimen que en aquellos días, y por cuestiones de estrategia, había decidido aplicar en Torremolinos y la Costa del Sol una especie de estado de excepción… en positivo. “Conocí lo mejor y lo peor de la España de aquella época”, recuerda BB. “Era a la vez auténtica y magnífica…, es la España que llevo en mi corazón. Fue allí, en aquellos días, donde aprendí a tocar la guitarra y donde me enseñaron a bailar flamenco. Un paraíso”.
¿Brigitte Bardot paseando en biquini por la calle de San Miguel y entrando desnuda en el mar nocturno de La Carihuela? No parece que fue para tanto si se escucha a la protagonista, que quita hierro al tema porque, asegura, “a la gente le encanta decir tonterías”. “Nunca me paseé por las calles de Torremolinos descalza y en biquini ni me bañé desnuda en sus playas”, asegura. “En cambio, sí recuerdo haber ido una tarde a tomar un cubalibre en la terraza blanca y florida de un pequeño hotel. Y tengo el recuerdo de un cuento de hadas”.
Se refiere sin duda Brigitte Bardot a aquellas interminables tardes-noches de verano en las terrazas de los apartamentos Playa Montemar, propiedad del vizconde de Llanteno, o en la piscina del club El Remo del parador de Montemar que regentaba Carlota Alessandri, suegra de Edgar Neville, y cuyo director era el marqués de Nájera. O en los salones del Marbella Club de los Hohenlohe.
Pero no todo eran luces en compañía de la aristocracia y a la luz de la luna. En aquella Costa del Sol de finales de los cincuenta que el escritor César González Ruano definiría como “un territorio de rubias en short y viejos vestidos de niños” encontró Brigitte Bardot más de una sombra, especialmente en forma de lo que ya desde jovencita —e incluso en la misma Los joyeros del claro de luna— venía denunciando: los abusos contra los animales. Hoy lo recuerda así: “Cuando viajé a Andalucía no sabía que en aquella tierra, en aquella época, se practicaba una caza cruel y despiadada en la que se utilizaban galgos y podencos para perseguir a las liebres. Si el perro no regresaba con la presa entre los dientes, lo mataban ahorcándolo. Tengo entendido que esas costumbres bárbaras sobreviven hoy en día y me parece escandaloso. La verdad es que hace tiempo escribí dos cartas a EL PAÍS para intentar que el Gobierno español prohibiera estas prácticas horribles, pero no me hicieron caso”.
Y hablando de abusos contra los animales. ¿Quién le iba a decir a la feroz activista por los derechos de las bestias que una tarde, en la plaza de toros de Mijas, iba a participar en una capea, aunque fuera con motivo de un rodaje? Y así fue. Una de las series de las fotografías que ahora salen a la luz muestra a Bardot capa en mano haciendo quites a una vaquilla durante las fiestas del pueblo y evoca la secuencia de la película en la que el público —en su mayor parte hombres, mujeres y niños desdentados, sucios y andrajosos, como sacados de alguna pintura de Gutiérrez Solana— ruge sucesivos “¡olés!” a la jovencita rubia que había saltado al ruedo como espontánea embutida en un vestido de lunares blanco y negro diseñado por el modista francés Louis Féraud, autor del vestuario de la película. En las gradas, artificialmente embelesados, están también la tía de Úrsula, doña Florentina (la etérea Alida Valli) y Lamberto, el amor oscuro y fatal de la muchacha (una especie de pijoaparte a la andaluza torpemente interpretado por un Stephen Boyd que dos años después sería el testosterónico Mesala de Ben-Hur).
Las fotografías fueron tomadas durante el rodaje de la película en localizaciones malagueñas como el propio Torremolinos, Mijas, Álora y Arroyo de la Miel y en Cuevas de Almanzora (Almería), y también durante los momentos de descanso de la actriz, que, decididamente, se lo pasó de miedo durante su verano español. Las hojas de contactos muestran a Brigitte Bardot en todas las actitudes y poses imaginables. Contemplando fascinada el baile de una pareja flamenca en La Carihuela, bañándose en la piscina del club El Remo mientras mira provocadoramente a la cámara, posando con sombrero cordobés entre las flores de una terraza encalada, bebiendo de un botijo, maquillándose y peinándose en paños menores, participando en una guerra de almohadas; vestida de luto en compañía de su otro compañero de reparto, Fernando Rey; conduciendo un coche descapotable, atravesando un río en compañía de un burro y un cerdito, participando en las fiestas de Mijas o bajando de un trenecito estilo Far West en el apeadero de Arroyo de la Miel, cerca de Benalmádena. En todas esas imágenes, la muchacha a la que ya en la industria del cine y sobre todo del papel cuché denominaban “la novia del mundo” demuestra una clara complicidad con el autor. La mayoría fueron captadas por el fotógrafo francés de origen ucranio Yves Mirkine, quien junto a su padre, Léo Mirkine, destacó durante más de 30 años en el cine francés como uno de los grandes nombres en el ámbito de la foto fija.
La historia de los Mirkine, judíos, podría haber dado lugar a una novela. En 1944, en plena ocupación alemana, el pequeño Yves, que pasaba unas vacaciones en la localidad de Séranon, cerca de la Costa Azul, es capturado por la Gestapo en el transcurso de una redada y enviado directamente al campo de concentración francés de Drancy. Su padre, Léo, que además de un fotógrafo ya célebre era un agente de la Resistencia y había convertido su estudio de Niza en una especie de buzón de mensajes clandestinos, también fue detenido poco después y enviado a Drancy. Solo el cambio en el curso de los acontecimientos y la llegada de las tropas aliadas a París y la Francia ocupada les salvó en el último momento de una muerte segura. De los siete niños que los nazis se llevaron de la iglesia de Séranon, Yves Mirkine fue el único superviviente. Como fotógrafo de rodaje, su carrera se vio salpicada de trabajos junto a directores de la talle de Claude Autant-Lara, Henri Verneuil, Jean Cocteau, Julien Duvivier, Michel Deville, Terence Young o Costa-Gavras. Tanto él como su padre habían destacado como fotógrafos de las grandes estrellas presentes cada año en el Festival de Cannes y habían entablado con anterioridad al rodaje de Los joyeros del claro de luna una relación de confianza con Brigitte Bardot, lo que le sirvió para que la estrella se dejara fotografiar sin descanso y en todas las situaciones posibles.
La película andaluza de BB (o mejor dicho, una de ellas, porque en 1971 volvería a Málaga y Torremolinos para rodar El bulevar del ron, de Robert Enrico) no pasará, desde luego, a la historia del cine. Ni el material previo —la novela homónima de Albert Vidalie—, ni el oficio de Roger Vadim, ni la colaboración en el guion de Peter Viertel, que para entonces ya vivía en Marbella, lograron salvar lo insalvable: un rosario de clichés en forma de largometraje. El cortijo donde viven los tíos de Úrsula parece más una hacienda mexicana. Las escenas de pelea son dantescas. El sonido, cochambroso. La historia de amour fou, deficiente si no fuera ridícula. Y la imagen de España, esa imagen por la que los censores franquistas habían tragado y habían permitido este rodaje que escandalizó a la mojigatería local, sale mucho peor que malparada: es el retrato de un país subdesarrollado de caciques y siervos aderezado, eso sí, con “olés”, flamenco y champán a la luz de la luna. Pero allí había una muchacha rubia de 23 años que había seducido al mundo y que todo lo podía. Hoy tiene una calle a su nombre en Torremolinos.
La película no se estrenó en España hasta muchos años después, exactamente hasta que los españoles que habían peregrinado a Perpiñán y Hendaya para ver tetas en las pantallas francesas ya estuvieron preparados —según los mandatarios de la cosa— para verlas en las de su país. Sesenta y tres años después, una extraordinaria colección de fotografías en blanco y negro resurge como testimonio de aquel verano de 1957. El verano español de Brigitte Bardot.
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