Grande hasta en el ‘landismo’
Alfredo Landa logró algo tan excepcional durante una larga época como convertir su trabajo y la personalidad de los personajes que habitaban ese cine en un identificable género. También en un terreno sabroso para la sociología. Desde la compartida oscuridad de los cines las risas y las carcajadas confirmaban la plena identificación del pueblo llano con las aventuras y desventuras, el hambre de sexo y de afirmación, los traumas y los anhelos de aquel señor bajito e histriónico, gesticulante y verborreico, peleón y gimoteante, paleto y excesivo, voyeury patético, caricaturesco y compadecible, que Landa transformó en un símbolo. Y aunque la estética y el mensaje de este cine sin sentido del ridículo fueran cochambrosos, él hacía modélicamente su trabajo, sin permitirse jamás el relajamiento, comiéndose la pantalla y a los que tuvieran que darle la réplica, derrochando gracejo, en posesión permanente de esa cosa tan necesaria llamada ritmo, clavando los diálogos, las miradas, los gestos y los movimientos. Por mi parte, no siento la menor añoranza del landismo, del cutrerío de aquellas comedias tan satisfechamente subdesarrolladas, del aroma a tantas cosas execrables, tópicos vergonzantes y actitudes rancias de aquel país indeseable, pero negar la eficacia, el talento y la profesionalidad del protagonista más destacado de aquel cine sería tan injusto como idiota.
Es probable que el éxito popular, su infalible atractivo para la taquilla, el caché económico que valía su indispensable presencia, la embriaguez emocional que debe acompañar a una popularidad de tal calibre, el cariño y la admiración que le profesaba un público masivo, compensaran a Landa de su incontestable jefatura en tantas películas lamentables, pero también resulta imaginable que cualquier actor que se respete anhela encontrarse con guiones, personajes y directores que le permitan ofrecer lo mejor de su arte, expresar diversos registros, poder ser otros. En sus comienzos Landa había frecuentado como impecable secundario el cine de algunos de los mejores directores españoles, gente como Berlanga, Fernán Gómez y el primer Summers, pero es el vocacionalmente trascendente Bardem el que le ofrece en 1976 interpretar un papel “serio, concienciado y artístico” (las comillas son mías e innegociables) en El puente, otorgándole conciencia del estado de las cosas y dramatismo al tipo racial e inconfundible que Landa había interpretado tantas veces. Su protagonismo en el cine de autor se prolonga en su larga asociación con el intenso universo de Garci (también con aspiraciones de negrura en El crack y su continuación), su destacada presencia en la coral y descarnada y tragicómica verbena que montó Berlanga en La vaquilla, o en títulos de directores prestigiosos como Borau, Gutierrez Aragón y Cuerda, entre otros. No me apasionan la mayoría de estas películas, pero sería inútil ponerle objeciones a la creatividad, los matices, el sentimiento y la credibilidad que Landa desplegó en ellas. Era un actor potente y de raza independientemente del material que le ofrecieran. Se movía sin complejos, con ligereza o profundidad, en la comedia y en el drama, en el realismo y en la caricatura.
Pero hay un papel de Landa que seguirá conmoviendo a perpetuidad a todo tipo de espectadores. Se lo ofreció Mario Camus en esa película terrible y magistral titulada Los santos inocentes, una de las incuestionables obras maestras que ha dado el cine español, y Landa le devolvió el regalo con una interpretación memorable. Recordar o volver a visitar a su Paco el Bajo, a ese campesino permanentemente explotado y humillado, resignado a la desolación, inocente ancestralmente en su servilismo, infatigable y perruno rastreador de las piezas que caza su brutal señorito, víctima muda, cojitranco y expresando con sobriedad y sabiduría mediante sus ojos y su gestualidad los sentimientos más variados, provoca siempre el escalofrío, la piedad, la indignación moral.
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