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Columna
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Y el mundo se sentó

Sillas monobloc en un restaurante de Vietnam.
Sillas monobloc en un restaurante de Vietnam.Harry Gruyaert (Magnum Photos / Contacto)
Martín Caparrós

Pocos objetos han mejorado tantas vidas y han ejercido tanto de elemento democratizador como la silla monobloc, presente en todo el planeta.

Supongamos que ha llegado, pese a todo, el verano. Supongamos que entonces, a pesar de las distancias asociales y otras maneras del sacrosanto miedo, volveremos a verla en todos lados, a usarla con denuedo. Hemos derramado tantas veces nuestros culos sobre ella y nunca supimos —nunca quisimos averiguar— su nombre; se llama monobloc. Quizá teníamos razón al no querer saberlo. Aunque pocos objetos han mejorado tanto nuestras vidas.

No pensamos en las sillas: las damos por supuestas, por sobreentendidas. Pero, durante milenios, no fue fácil tener una. Una silla es, pese a las apariencias, un objeto de cierta complejidad, muy por encima del banquito; no cualquiera puede construirlo y por eso siempre tuvo su prestigio. De hecho, el símbolo más usado del poder todavía es una silla grande en un salón donde todos menos uno están de pie —y lo llaman trono y al que se sienta lo llaman rey y a todo eso lo llaman patria o reino o algo así. Parece muy pasado, pero algunos lo creen presentable.

Del otro lado, una de las reivindicaciones más intensas de los movimientos obreros de principios del siglo pasado fue el derecho a sentarse en su trabajo: gracias a esas peleas, la “ley de la silla” se sancionó en muchos países, con sus variantes locales —en España, por ejemplo, se la promulgó en 1912 para que las mujeres “no sufrieran atrofias en sus órganos reproductivos” por estar erguidas tanto tiempo. La igualdad de género, bien gracias.

Y, mientras tanto, tener sillas seguía siendo un privilegio: la monobloc vino a repararlo. La inventó un canadiense, el señor Douglas Colborne Simpson. Corría, claro, 1946: el mundo inauguraba una de sus épocas más optimistas, más aterradas, y el plástico era una bendición nuevita. D. C. Simpson imaginó aquella silla de líneas simplérrimas, hecha de un solo bloque de plástico blanco: la unidad mínima de asiento con respaldo. Aunque no fue capaz —o no quiso— producirla; era un arquitecto fino que unos años después se cansó de vaya a saber qué, se fue a vivir a Honolulú y se murió apurado, a sus 50. Así que hubo que esperar hasta 1981 para que una fábrica francesa, fundada por los hermanos Grosfillex décadas antes cerca de Lyon, empezara a fabricarla en serio, en serie.

Su gran ventaja siempre fue su simpleza: se podía hacer con una sola inyección de plástico. Era, por eso, muy barata, y se impuso y fue, por eso, despreciada por diseñadores y arquitectos y demás snobs de tres al cuarto. Los cálculos son confusos, pero hay uno que dice que solo en Europa ya fabricaron más de mil millones. Hay pocas cosas grandes que existan tanto.

Las sillas monobloc están literalmente en todas partes. Suelen costar 10 o menos euros, proliferan, duran años y años: personas que no tienen casi muebles tienen un par de sillas blancas —rojas, negras. Yo las he visto en el patio de tierra de ranchos bolivianos, la plaza de pueblitos africanos, suburbios de Bombay, barrios sociales de Hanói, cafés en Kishinau y comedores en Chichicastenango; de tanto verlas, quizá, ya no las vemos.

Pero pocos objetos han contribuido como ella a democratizar ciertas costumbres, ciertas posibilidades; permitió que millones y millones de pobres del mundo, tras levantarse y alzarse y todas esas cosas, se sentaran. Allí donde no era fácil conseguir —hacerse— una silla, estas son cómodas, baratas, resistentes; te mejoran la vida.

Sin embargo es muy difícil reconstruir su historia: nadie la ha contado con cuidado. A veces parece que nos cuentan con detalle lo que no importa nada, y viceversa. El señor Simpson no tiene siquiera un artículo en Wikipedia —que últimamente, como antaño un cigarro, no se le niega a nadie. Todos conocemos a su falsa familia de Springfield, EE UU; nadie sabe nada sobre este visionario canadiense. Debe ser, también, como la monobloc, un signo de los tiempos.

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