La guerra de los futbolistas

El Football Battalion fue creado en Inglaterra durante la guerra de 1914 para paliar la controversia de que se siguiera jugando en medio de la contienda.

Ya se termina. Acabamos de pasarnos tres meses sin fútbol: pocos síntomas más comentados, más nimios del famoso virus. Tantos dicen que con fútbol el encierro habría sido menos encierro que ya se ha propuesto que, si hay recaída, ocho o diez equipos buenos se encierren en una isla lejana para seguir jugando mientras todo se derrumba.
Como nunca antes, el fútbol desapareció de nuestras vidas y, más allá de los cuidados paliativos de ciertos partidos históricos y otros trucos de la nostalgia, vivimos sin él: algunos descubrieron sorprendidos que podían, otros confirmaron que no. En unos días volverá, aunque tantas cosas ya no vuelvan. Habría sido un insulto que siguiera cuando todo se había detenido. Y algunos siguen creyendo que lo es gastarse en jugadores los recursos sanitarios que tantos necesitan. Peor fue en Inglaterra, 1914, cuando muchos repudiaron el fútbol a causa de otras muertes.
Aquel agosto había empezado una guerra y el rey Jorge, soberano imperial y bigotudo, mandó a miles y miles a pelear en Europa. Todos estaban tan convencidos de que el paseo militar sería veloz que el campeonato profesional de fútbol se inauguró el 1 de septiembre, como siempre. Y eran business as usual y aquellos muchachos se pateaban los tobillos en el barro y miles de personas les cantaban, hasta que empezaron también los gritos de cabreo. Su portavoz principal fue sir Arthur Conan Doyle, ese médico que inventó un detective astuto y un médico bobo: “Si un futbolista tiene fuerza en las piernas, que marche y combata”, dijo, sintetizando los rencores de muchos.
El debate se volvió violento. Algunos argüían que los partidos debían seguir porque “levantaban la moral de la población” y le ofrecían una válvula para escaparse del horror. Otros insistían en que ofendía a los que daban sus vidas por king & country en las trincheras. Y empezó a haber desmanes durante los partidos y la situación se hizo tan tensa que la medida inverosímil se volvió inevitable: en diciembre de 1914 se creó el Football Battalion, incluido en el regimiento del duque de Cambridge.
El Batallón del Fútbol era un cuerpo de infantería y, al principio, 122 jugadores profesionales se integraron en él. La opinión pública creyó que no era suficiente: poco a poco se fueron enrolando más. El campeonato seguía pese a todo, confuso, desequilibrado, así que sus autoridades permitieron a los clubes reemplazar a los enrolados con jugadores invitados e, incluso, que algunos pudieran jugar en dos equipos. Durante el periodo de entrenamiento los dejaban volver a sus ciudades los sábados para jugar; el problema era que el Ejército no les pagaba el tren y algunos clubes tampoco podían. Después todos se fueron a pelear contra los hunos.
El campeonato, tozudo, completó sus 760 partidos y al fin, en junio, lo ganó el Everton. El Batallón del Fútbol, mientras tanto, combatía en los campos de Francia y de Bélgica, entre gases mostaza y cargas asesinas y el tedio aterrador de las trincheras. Los ingleses empezaron a admirarlos, y más cuando llegaron las cifras de sus bajas: cientos de jugadores muertos, heridos, prisioneros. Su héroe fue, curiosamente, un negro: Walter Tull, uno de los primeros jugadores profesionales afroingleses, fue nombrado oficial en medio de la guerra y fue, también, el primer oficial coloured de la infantería británica, gran golpe en las pelotas del racismo. Tull era nieto de un esclavo caribeño; había nacido en 1888 y murió en acción en marzo de 1918: su cuerpo se perdió en el barro de la tierra de nadie. Su historia, en cambio, se recuperó en libros y películas; hace dos años su cara mulata se convirtió en un sello de correos. Celebraba la integración en una época que divide, los sacrificios del fútbol en un tiempo en que no hace ninguno. Así son, en general, los homenajes.
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