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Maneras de vivir
Columna
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Basta ya

Idolatramos la belleza hasta la locura. Es una enfermedad social, un disparate que no hace más que crecer y crecer

La presentadora Lalachus el 16 de diciembre durante la presentación de la programación navideña de RTVE en el Teatro Real en Madrid
La presentadora Lalachus el 16 de diciembre durante la presentación de la programación navideña de RTVE en el Teatro Real en MadridDaniel González (EFE)
Rosa Montero

Yo fui una de esas niñas que crecieron sintiéndose feas. Incluso muy feas. Recuerdo que, con catorce o quince años, si iba por los pasillos del metro y alguien me piropeaba por la espalda (una costumbre habitual en esa época y en general muy desagradable, porque a veces eran ñoñerías y lindezas, pero a menudo llegaban a la más brutal agresión pornográfica), si alguien me piropeaba con amabilidad, repito, y apretaba el paso para verme la cara, yo volvía el rostro hacia la pared para que no se decepcionara al verme tan horrorosa. Ese bajísimo concepto de mi físico era sin duda una patología que, por desgracia, me temo que padecen y hemos padecido muchas mujeres. La empresa cosmética Dove lleva veinte años haciendo unos interesantes estudios sobre la percepción de la belleza. En el primero, de 2004, sólo un 2% de mujeres se consideraron guapas, lo que quiere decir que el 98% restante se debían de creer feúchas, feísimas o espantosas, dependiendo del catastrófico nivel de autoestima que arrastraran. Más tarde las que se sentían bonitas subieron al 4%, lo cual sigue siendo una cifra demoledora.

Por fortuna yo mejoré con el tiempo mi autopercepción, aunque creo que la inmensa mayoría de las mujeres (menos ese bendito 4%) detestamos tontamente al menos alguna parte de nuestra anatomía. Lo prueba que, en el estudio de 2007, el 67% de las participantes dijeran que evitaban practicar determinadas actividades para que no se vieran sus defectos, como, por ejemplo, ir a la playa o a la piscina, o bien salir a comprarse ropa, e incluso, en algunos casos, participar en eventos sociales. Es decir, se odiaban y se escondían. Y para acabar de espeluznarnos, en 2024 hicieron el mayor estudio hasta la fecha, con 33.000 encuestados de veinte países, y entre otras lindezas descubrieron que dos de cada cinco mujeres estaban dispuestas a dar un año de su vida o más a cambio de alcanzar su belleza ideal y su peso adecuado. Por todos los santos, ¡un año de vida! (o más). No hay coste mayor. Cuánta desesperación y cuánto dolor se adivinan ahí detrás.

Sin duda en el aprecio universal de guapos y guapas hay algo genético. Resulta que los rostros y cuerpos más simétricos son los que nos parecen más bellos, y la simetría sería un indicativo de salud y de buena capacidad reproductiva, así que la atracción podría ser un inconsciente mandato evolutivo. Pero somos criaturas sofisticadas, maldita sea; no somos pavos reales ciegamente entregados al embeleso de las plumas más brillantes ¿O tal vez sí? Desde luego resulta desolador ver lo mucho que influye la belleza para el ascenso social y para la credibilidad de las personas. Con qué facilidad le atribuimos dotes personales, simpatía, bondad e inteligencia a un rostro bonito. Si yo te pongo ahora aquí la foto del estadounidense Jeffrey Dahmer (1960-1994), seguro que te parece un chico de lo más delicado, interesante, sensible. Pero el caso es que fue el llamado carnicero de Milwaukee, que violó, asesinó, desmembró (y, en algunos casos, se comió) a diecisiete hombres y adolescentes. Ayayay. No todos los guapos son lo que parecen.

Así que hay algo innato, pero más allá de esa tendencia el mundo actual ha construido un verdadero monstruo que nos está devorando. Idolatramos la belleza hasta la locura. Es una enfermedad social, un disparate que, por mucho que lo denunciemos, no hace más que crecer y crecer. Y las nuevas tecnologías lo están empeorando. Psicólogos y psiquiatras infantiles alertan de una nueva patología entre niños y adolescentes: a fuerza de usar filtros digitales que los embellecen en las pantallas, están dejando de reconocerse en la realidad. Como los vampiros, terminaremos cubriendo con lienzos negros los espejos.

La feroz tiranía de la belleza afecta también a los varones, desde luego (por ejemplo, los hombres cada vez se hacen más operaciones estéticas) pero no cabe duda de que las mujeres ganamos en esta tortura por goleada. La presión social nos tiene machacadas. Todos y todas arrastramos un prejuicio edadista y gordófobo hincado en algún rincón del cerebelo; véase el demencial guirigay en torno a Lalachus, o esas redes que insultan a actrices famosas de sesenta años por el mero hecho de aparentar su edad. Basta ya. Todo ello me parece una fuente de dolor e inestabilidad mental incalculable. Un problema muy grave que habrá que empezar a tomarse en serio, a estudiar a fondo y a combatir.

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