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Columna
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El fin de la cultura

Martín Caparrós

Es un clásico: siempre que aparece algo nuevo, hay conservadores que se oponen por si acaso. Sin ellos, el mundo sería más aburrido y quizá más vivible.

Tres monjes leen un ejemplar de la Biblia de Gutenberg, en un grabado del siglo XIX.
Tres monjes leen un ejemplar de la Biblia de Gutenberg, en un grabado del siglo XIX.Prisma / UIG (Getty Images)

Se sentían engañados, defraudados, despojados tras tantos años de poder, y por eso fueron brutas sus reacciones en las redes: insultos, burlas, vilipendios varios en los claustros, las cortes, las aulas salmantinas. Académicos y frailes —frailes académicos— le decían a quien quisiera oírlos que ese ingenio era un invento de Satán, una forma de degradar el saber y deshacerlo: que ya cualquiera podía publicar un texto sin revisión ni legitimación, sin el marchamo del experto. Otros eran incluso más apocalípticos: decían que lo peor era que empezaba a haber libros en esa lengua vulgar, el castellano, que hasta entonces había estado felizmente limitada a chismorreos de verduleras y reyertas de fonda y tráficos afines, una jerga de andar por casa, no como la verdadera lengua de la cultura, el latín de siempre. Y que era culpa de esa máquina infernal y que por qué el Señor nos había abandonado y que era aterrador que todo fuera tan veloz: que 20 años antes no existían y de pronto ya había casi 30 y dónde iremos a parar ay madre.

Nadie lo sabía. En 1490 España todavía no había descubierto nada pero ya tenía todas esas imprentas. En 1470, es verdad, no había ninguna; fue entonces cuando un Juan Arias Dávila, obispo de Segovia, quiso ponerse a la altura de los tiempos e importó un alemán, un Johannes Párix, para que viniera a hacerlo aquí. De Párix sabemos muy poquito: que nació en Heidelberg, que vendía su oficio por Europa, que su letra se llamaba romana, que el obispo lo trajo y lo instaló y allí, en Segovia, fabricó el primer libro impreso de estas tierras, un peñazo: el Sinodal de Aguilafuente, las minutas de una reunión de curas.

Lo maravilloso, como tantas veces, no era el resultado sino el procedimiento: la imprenta de tipos móviles que había inventado Johannes Gutenberg 20 años antes en Maguncia. La herramienta era, como decía su inventor, capaz de fabricar una Biblia en la mitad del tiempo que tardaba un monje a mano, pero le costó tanto que debió vender su fórmula —y aun así quedó arruinado. A cambio, las imprentas empezaron a pulular por Occidente, se instalaron en nuestra idea del mundo.

Fueron, faltaba más, muy criticadas, resistidas. Los monjes y eruditos que hasta entonces controlaban el saber les reprochaban su populismo intolerable. Pero también habría críticas “populares”. Esos objetos retorcidos eran un invento del poder para separar a las personas. Serían, en el argot actual, una tecnología que rompe los lazos que unían a nuestras sociedades. Porque, frente a la costumbre de juntarse en las noches de invierno a escuchar cómo alguien contaba una historia, el libro impreso estaba hecho para leerse en soledad, encerrado en un cuarto: era un invento de los poderosos para separar a las personas, cerrarles ese espacio de encuentro y reflexión, acabar con el caldo de cultivo de los virus rebeldes.

Y que entonces, a mediano plazo, el libro —y el consiguiente aprendizaje de la lectura— produciría un daño irreparable al transformar una actividad cultural grupal en una costumbre disgregada, individual. Los relatos no se recibirían en común sino, gracias a esa invención, en aislamiento: el libro, entonces, era una herramienta para mantenernos separados, dispersos, confinados. El libro, dirían los más críticos, era la mejor herramienta de aquel lema que ordena dividir para reinar. Sería, estaba claro, el fin de una cultura.

El libro duró, pero menos que ese tipo de razonamientos. Es un clásico: siempre que aparece algo nuevo hay conservadores que, so capa de conservación o de progreso, se oponen por si acaso. Sin ellos, el mundo sería más aburrido y, seguramente, bastante más vivible. Sus objetos van cambiando; sus conductas, poco. Por un milagro de supervivencia, los que ahora defienden el libro son los mismos que hace cinco siglos lo atacaban. Y sus blancos de hoy serán, mañana, sus paños de lágrimas.

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