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maneras de vivir
Columna
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Acabar odiándolo

Rosa Montero

Las parejas acabadas están por ahí, en alguna parte, surcando tempestades. Son los daños colaterales de la epidemia

Leo en EL PAÍS que las consultas legales sobre el divorcio se han disparado durante la cuarentena. Según la Asociación Española de Abogados de Familia (AEAFA), han llegado a duplicar la cifra habitual. La cosa empeora si tenemos en cuenta que, por lo general, sólo se plantean un divorcio aquellos que pueden costeárselo. Y no hablo ya del precio del trámite, que va desde un mínimo de 1.000 euros a 7.000 o más, dependiendo de si es por mutuo acuerdo o contencioso, sino sobre todo de la sangría de dinero que implica pagar otro apartamento, pasar quizá manutención a los hijos, duplicar los gastos. Por eso en las crisis económicas la gente se separa mucho menos. Por ejemplo, en España en 2006 se deshicieron 145.919 parejas, mientras que en 2013 la cifra bajó a 100.437 (datos del INE). Así que en estos momentos quizá haya un tercio de rupturas más sin emerger, lastradas por esta tremenda economía de guerra que la pandemia ha impuesto en muchos hogares.

Miro ahora por la ventana de mi casa, un sábado por la tarde, a una calle repleta de terrazas en fase 1: ese guirigay algo más agudo que lo habitual, esa alegría tumultuosa y un poco histérica, después de tanta oscuridad. Hay muchas parejas que parecen felices y muchos grupos de individuos practicando la caza sentimental: tras los meses de solitario confinamiento, veo a los singles muy desmelenados. Quiero decir que mirando a la calle no se nota esa tristeza, esa amargura profunda que producen las rupturas conyugales. Pero las parejas acabadas están por ahí, en alguna parte, surcando tempestades. De hecho, si se piensa bien, esa contradicción entre la alegría general y el aumento de las separaciones resulta muy lógica. El amor se termina de verdad cuando ya no queremos o no podemos compartir la alegría con nuestra pareja. Cuando nos atraviesa como un rayo la certidumbre de que la felicidad se encuentra en otro lugar, y ha de ser precisamente un lugar en donde no esté él o no esté ella. Qué tremendo ese anhelo de ser lo que no somos. Ya lo decía Oscar Wilde: “Para la mayoría de nosotros, la verdadera vida es la que no vivimos”.

Por eso, en la realidad de antes del coronavirus, los divorcios mostraban dos picos máximos a lo largo del año. El primero, en verano. La gente se separa más al regresar de vacaciones; según un estudio del psicólogo clínico Antonio Bolinches, septiembre es el mes con más rupturas: un 27% de los casos. Lo cual se entiende por la proximidad en la convivencia, por la pérdida de tu vida individual y el encierro obligado del uno con el otro (¿alguna semejanza con la covid-19?), pero también, como apunté antes, por ese reconcomio de decirte: mis únicos días de vacaciones al año y, en vez de ser feliz, heme aquí amargada/o con este mostrenco.

El otro pico anual son las Navidades. Leo en La Vanguardia que, según el portal Information is Beautiful, el 11 de diciembre es el día del año con más probabilidad de que se acabe una pareja, curioso dato obtenido tras analizar la pestaña situación sentimental de 2.271 millones de usuarios de Facebook. En cuanto a los trámites legales, por lo visto el primer lunes hábil de enero es el peor; el aluvión de demandas es tal que los abogados del Reino Unido lo llaman Día D (por la d de divorcio). Según los expertos, la gente rompe o bien justo antes de las Navidades para no seguir manteniendo el paripé de la fiesta en familia (de ahí lo del 11 de diciembre), o bien inmediatamente después, quizá por el desgarro de verse socialmente obligados a ser dichosos y no poder concebir la felicidad junto a esa pareja.

Ahora pensemos en todos esos ingredientes multiplicados por la trituradora del confinamiento y la pandemia. Porque hay otra poderosa razón para romper, y es cuando sientes que has estado muy necesitado o necesitada y que tu pareja te ha fallado de modo imperdonable. Cosa que a veces será objetivamente cierta y a veces habremos magnificado. Y así, el virus puede ayudarnos a terminar con relaciones tóxicas, pero también puede abrasar convivencias que, en otras circunstancias, hubieran salido adelante. Son los daños colaterales de la epidemia y es esa tremenda paradoja del corazón humano: desear tantísimo querer bien a alguien y luego a menudo acabar odiándolo.

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