Giorgio Armani “Si el objeto es crear cosas que duren, las rebajas no tienen sentido; son pan para hoy y hambre para mañana”
Los desfiles de alta costura de Armani son un espectáculo casi sociológico. No por la ropa —o no solo—, sino por el paisaje: compradoras que compiten en quilates y bótox; algunas de las mujeres más elegantes del planeta y celebrities internacionales que luego lucirán las piezas de la pasarela en la alfombra roja. Su relación con Hollywood se remonta a 1983, cuando tras diseñar el vestuario de American Gigoló se convirtió en el primer diseñador en abrir una oficina en Los Ángeles. Como en tantos otros aspectos, el creador italiano fue un pionero a la hora de entender la importancia de lo que cuatro décadas después llamamos fenómeno influencer.
En el desfile celebrado este pasado enero en París —el último de moda de mujer a puerta abierta—, las actrices Juliette Binoche y Reese Witherspoon ocupaban la primera fila. Por cuestiones de imagen, repercusión mediática y prestigio, los eventos de alta costura constituyen uno de los acontecimientos más relevantes para la compañía. Pero su fundador acaba de decidir que sintetizará en un único show los dos que organizaba hasta ahora anualmente. Además, renunciará al boato de la capital francesa —donde tiene lugar la semana de la moda de la alta costura— en favor de Milán. También presentará una sola colección de Emporio Armani, su línea más asequible, en la que incorporará prendas para hombre y mujer.
Reivindico la necesidad de bajar el ritmo, mostrar menos colecciones y tomar en consideración las demandas reales de los consumidores”
A sus 86 años, Armani hace y deshace. No responde ante nadie más que sí mismo. Suya sigue siendo la compañía que fundó en 1975 con 10.000 dólares y una secretaria a la que le pagaba tan poco que tenía que permitirle estudiar en la oficina para que le compensase trabajar con él. Se trata de una de las pocas empresas independientes y que no cotizan en Bolsa que todavía resisten dentro de la polarizada industria del lujo actual.
Aun así, el diseñador quiere explicarse y responde a las preguntas de El País Semanal desde su confinamiento en Italia, donde ha podido reflexionar “sin el estrés de la ciudad”. Los motivos que le han llevado a tomar estas sorprendentes medidas no son solo económicos, sino estructurales, casi metafísicos. “Siempre he reivindicado la necesidad de bajar el ritmo, de mostrar menos colecciones y volver a una posición en la que se tomen en consideración las demandas reales de los consumidores”, argumenta. Hace tiempo que viene denunciado —primero, en los backstages, y el pasado mayo, a través de una carta publicada en WWD— “las desastrosas consecuencias que conlleva adoptar un modelo de producción hiperacelerado propio de la fast fashion con la esperanza de vender más, pero olvidándose de que el lujo requiere tiempo para ser construido y para ser apreciado”. Y con modelo hiperacelerado se refiere a la fórmula creada por Zara de llevar productos nuevos a las tiendas dos o tres veces por semana y que tantas marcas de alta gama han intentado replicar con creaciones supuestamente exclusivas. “La fuerte gestión financiera de las firmas fue lo que allanó el camino para este tipo de estrategia. Pero tiene que haber un camino de vuelta: este ciclo interminable de fabricación supone un grave daño para la creatividad, el consumo y el medio ambiente”.
De ahí su decisión de reducir el número de desfiles y la idea, aún no concretada, de suprimir parcial o totalmente las precolecciones; esas entregas generalmente más comerciales que se ponen a la venta entre las de otoño-invierno y primavera-verano, las de toda la vida, vamos. “Creo que una colección por temporada es suficiente. La diferencia entre las precolecciones y las colecciones principales consiste, fundamentalmente, en las fechas en las que llegan a las tiendas”.
Estas palabras tienen un significado especial en boca de Armani, pionero en la conquista del insaciable mercado asiático y en el desarrollo de licencias y líneas de negocio. Actualmente cuenta con 10 —que incluyen hoteles, restaurantes, cosmética y decoración—, pero su catálogo llegó a ser mucho más grande. Hace tres años, la compañía ya decidió reorganizar y reducir el porfolio de moda, compuesto entonces por seis firmas. Cerró Armani Jeans y Armani Collezioni, que pasaron a integrarse en Emporio Armani y Armani Exchange, respectivamente. Este reajuste condujo en 2018 a una caída de las ganancias del 37,3% y a un descenso de las ventas del 9,8%. La pregunta ahora es cómo conseguirá mantener esos beneficios de 2.1000 millones de euros si la compañía —que cuenta con 8.980 empleados— ralentiza la producción. “El consumo enloquecido no parece muy en sintonía con estos tiempos”, responde el creador.
La fabricación interminable supone un grave daño para la creatividad, el consumo y el medio ambiente”
Sea como fuere, la cuarentena no solo ha hecho reflexionar a Armani —y a otros diseñadores— acerca del futuro del mundo y las consecuencias que sus decisiones empresariales tienen sobre él, también les ha obligado a repensar la fabricación y distribución por razones menos filosóficas.
La colección de otoño-invierno no ha podido empezar a manufacturarse hasta ahora; y la de primavera-verano quedó confinada dentro de las tiendas durante tres meses, de la misma forma que los consumidores lo estuvieron en sus casas (donde aún siguen en algunos lugares del mundo). Por eso Armani ha decidido mantener las prendas en las boutiques hasta septiembre y no retirarlas a mitad de julio como se suele hacer. Por eso y porque considera que “la desincronización actual entre las estaciones y las temporadas comerciales es ciertamente absurda y debe solucionarse”.
Armani ha sido uno de los primeros en criticar la sinrazón del calendario de la moda, pero no ha sido el único. A mitad de mayo, un grupo de diseñadores y distribuidores capitaneados por el creador Dries Van Noten publicó una carta en la que se pedía, precisamente, que se ajustasen las campañas de ventas a las estaciones. Es decir, que las colecciones de verano estén en las tiendas de febrero a julio, y las de invierno, de agosto a enero. “No es normal comprar ropa de invierno en mayo”, resumía Van Noten en nombre del resto de firmantes: marcas como Marine Serre y Gabriela Hearst y centros comerciales del peso de Nordstrom, Selfridges o Bergdorf Goodman. Poco después, Alessandro Michele, director creativo de Gucci, anunciaba que, en vez de ocho colecciones al año, presentaría solo dos, que incluirían prendas de hombre y mujer y no responderían al “viejo ritual de las temporadas” primavera-verano y otoño-inverno.
Para estas y otras marcas también cambiará la forma y fecha en la que mostrarán sus propuestas al público. La pandemia obligó a suspender los desfiles de hombre en junio y de alta costura en julio, y por extensión forzó a las firmas a ensayar nuevas fórmulas de comunicación. Una vez más, Armani fue el primero en experimentar con otros modelos. El pasado 23 de febrero realizó su desfile a puerta cerrada, sin público. Hacía solo dos días que se había detectado el primer caso de coronavirus en Italia, pero ya se contabilizaban más de 80 contagios, y el diseñador prefirió no poner en riesgo a su equipo e invitados. “Es realmente un enigma lo que sucederá. Quizá regresemos a un modelo de reuniones más íntimas, como hacíamos hace años”. Volver al pasado, cuando todo era más lento y pequeño, para construir el futuro.
Con este objetivo en mente, el sector demanda cambios estructurales dentro de un sistema cuyas normas se fijaron mucho antes de la explosión de Internet y de la globalización de las audiencias. Unas reglas del juego que fueron dictadas, precisamente, por hombres como el propio Armani, que, sin embargo, ha sido el primero en alzar la mano para exigir un nuevo orden. Tampoco le tiembla el pulso al reconocer que la ralentización de la producción y el cambio de calendario que reclama no solo persiguen la reducción de los residuos y recursos consumidos por parte de la tan cacareada segunda industria más contaminante del planeta. “La situación ideal sería que pudiésemos limitar la oferta y hacer coincidir nuestras colecciones con las estaciones y las necesidades reales de nuestros clientes, así evitaríamos o reduciríamos considerablemente las rebajas, que corren el riesgo de dañar el valor de los productos. Si el objeto es crear cosas que duren, las rebajas no tienen sentido”. Son pan para hoy y hambre para mañana.
La libertad de poder pasear, de viajar, de ver a nuestros amigos y a la gente que queremos. Eso es el verdadero lujo”
No solo se trata del creciente número de clientes que espera, por ejemplo, a mitad de julio para comprar con grandes descuentos prendas que aún podrá usar dos meses más (y de cómo de estúpidos se sienten los que han pagado el precio completo). Se trata de que esta devaluación de los productos hiere la imagen de marca y contribuye a agravar la crisis de prestigio que lleva años deteriorando la industria del lujo. Como una pescadilla que se muerde la cola, las ansias de crecimiento han llevado al sector a ponerse una soga en forma de stocks alrededor de su propio cuello.
“Tenemos que ofrecerle al consumidor algo que valga el precio que tiene, bien hecho y bien diseñado, pensado para durar más de una temporada. Y podemos hacerlo si actuamos unidos, reestructurando el sistema de la moda desde dentro. Es un reto duro y estimulante. Tenemos una oportunidad única de reescribir el presente y es mejor que la cojamos”. Sobre todo después de que la pandemia haya traído consigo un cambio en nuestra forma de percibir el concepto de lujo: “La libertad de poder pasear fuera, de viajar, de ver a nuestros amigos y a la gente que queremos. Eso es el verdadero lujo. En este contexto, tenemos una actitud diferente hacia los objetos: compraremos cosas de una manera más reflexiva, valorándolas más y apreciándolas durante más tiempo”. Lo que llevará aparejado, en opinión de Armani, un nuevo gusto social: “Creo que la gente quiere ropa que dure. Belleza y calidad volverán a ganar relevancia, pero con una pizca de fresca excentricidad. Aunque no tengo una bola de cristal”. Cualquiera diría lo contrario.
A lo largo de 45 años, Armani ha demostrado ser más visionario que sastre. De hecho, nunca ha sabido coser, pero a principios de los ochenta entendió antes que nadie que la mujer (y también el hombre) necesitaba un nuevo uniforme de trabajo acorde a los valores de la época. Tomó el patrón de un traje clásico británico, cambió las proporciones de las solapas, suavizó los hombros, retiró los forros, relajó las líneas y creó el power suit. Hoy, cuatro décadas después, ha vuelto a percibir un cambio en las necesidades del consumidor.
La gente, dice, busca “algo emocionante y atemporal, que les toque la fibra”, prendas que tengan un propósito. Para ofrecérselas y sobrevivir, su compañía y toda la industria debe reinventarse, reconstruirse. En este terreno también lleva ventaja: es uno de los pocos diseñadores en activo que conoció la II Guerra Mundial y su posguerra, durante la que comenzó su carrera como montador de escaparates de la Rinascente, los grandes almacenes más importantes de Milán en aquella época. “Nadie que haya vivido un conflicto bélico puede olvidarlo. Te afecta profundamente, demostrándote cuán frágil es todo. Moldeó mi personalidad y me hizo más duro, enseñándome qué es lo que de verdad importa: la gente que quieres y ser coherente y honesto con uno mismo”, explicaba en una entrevista concedida a El País Semanal en 2015. Lo que algunos han descubierto con la pandemia, él solo ha tenido que recordarlo, si es que alguna vez lo olvidó. La contienda lo convirtió en “un hombre de acción, no de celebración y mucho menos de autocelebración”. Ahora, una vez más, solo le queda lo más difícil: llevar su teoría a la práctica.
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