El circo de los niños de la calle
Modou Fata Touré creció pidiendo limosnas, pero su determinación lo convirtió en malabarista profesional. Hoy enseña a los escolares de Dakar y trabaja para que las risas nunca falten.
Con apenas 13 años, Modou Fata Touré deambulaba sin rumbo por las avenidas de Dakar, la capital de Senegal. De día, pedía limosna para comer, y al caer la noche se acurrucaba en los portales y dentro de los coches abandonados para protegerse de los mil peligros que acechaban. Hoy, aquel niño de la calle se ha convertido en el ídolo de una chiquillería que se desternilla con sus caídas y se asombra con sus acrobacias, un gigante de 30 años que un día montó un circo para repartir las sonrisas que a él le faltaron.
Son las cinco de la tarde y se acerca esa hora mágica en que el sol se despeña hacia el mar y ofrece una tregua de calor. Modou y sus tres compañeros suben a la azotea de su modesto apartamento en el barrio de Ouakam, al oeste de Dakar, para lanzar pelotas al aire y hacer torres humanas. Entre el coronavirus, que en Senegal golpea con menos fuerza que en España, y el mes sagrado del Ramadán, toca recogimiento y los ensayos están parados. Pero la azotea es zona franca y ninguno quiere perder la forma. Luego vendrán unas carreras por la Cornisa Oeste y el rezo previo a la ruptura del ayuno, con la llegada de la noche.
En el relato de este joven gambiano no hay ni un atisbo de rencor. “Mi familia me envió a la misma escuela coránica por la que habían pasado mis hermanos mayores y ya sabía que el profesor pegaba y encadenaba a los niños por los tobillos durante semanas. No era maldad, aquel hombre no había evolucionado con el mundo, él pensaba que hacía lo correcto, que aquella era la manera de enseñar”, recuerda. Cuando le tocó el turno, se escapó. “No podía volver a casa, conocía el carácter de mi padre”, explica. Fue así, de pueblo en pueblo, asustado, mendigando, vestido con harapos, como llegó hasta Dakar.
Corría el año 2004. Un día pasó por delante de la puerta de la asociación L’Empire des Enfants y vio a unos niños jugando al baloncesto. Aquel albergue se convirtió en su nuevo hogar. Poco después, unos artistas de circo suecos pasaron por allí y Modou se quedó prendado de aquellos saltos, acrobacias y piruetas. Había encontrado su sueño. Fascinados con la determinación de aquel adolescente lo invitaron a seguir un curso en Estocolmo. “Fue la primera vez que vi la nieve, no entendía cómo el hielo podía caer del cielo”, recuerda.
Convertido ya en acróbata y payaso, a su vuelta a Dakar y con otros que también fueron niños de la calle como él, dio vida a la compañía de circo Sencirk. “Tenemos una escuela y vamos a los colegios para enseñar a los niños. Aprenden malabares, pero también disciplina, perseverancia y modestia”, explica.
Cada vez que esta troupe llega a un centro cultural o a la plaza de un barrio, los niños sentados en el suelo corean su nombre con impaciencia, “¡Modou, Modou, Modou!”. Él se pone su pantalón con parches, sus botas llenas de agujeros y sale haciendo bailar las pelotas y las mazas en el aire. Y los chavales estallan en mil carcajadas y saltos de alegría, y, debajo del maquillaje y de su gesto burlón, Modou siente que no hay nada en la tierra que valga más la pena que la risa de un niño.
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