“La moda no es necesaria”
Miguel Adrover, el diseñador que una vez tuvo el mundo a sus pies y distanciado de las pasarelas por voluntad propia desde hace casi una década, setencia: “La moda no es necesaria”. Reconvertido en artista visual reflexiona sobre el sentido y el futuro de la industria textil tras la crisis de la covid-19.
A la hora en que los aplausos resuenan en las ventanas y balcones de toda España, Miguel Adrover da de comer a las gallinas. Es una de las nuevas rutinas que el creador mallorquín ha adquirido en estos días extraños. “Me tiene impresionado, mirar al cielo y no ver ni una raya de coca”, dice a propósito de las estelas químicas que suelen (¿solían?) dibujar los aviones. Volver a escuchar sus provocadoras ocurrencias, esa manera de contar las cosas socarrona y lapidaria, es un alivio. Porque el mundo habrá cambiado, o estará en proceso de hacerlo, pero él no: “Mira tú que la realidad ha terminado por darme la razón”.
La conversación discurre al teléfono, a la vieja usanza, solo la voz. Para hablar con Adrover hay que llamarlo al fijo. “Si ya sabes que no tengo móvil”. En su hacienda de Calonge, en la costa suroriental de Mallorca, histórico bastión árabe y pirata de la isla en la que nació en 1965, el diseñador que a principios del milenio tuvo la industria del vestir rendida a sus pies vive su confinamiento voluntario desde hace un lustro. Harto, pero, sobre todo, desencantado, puso la profesión que se lo dio todo en cuarentena para convertirse en la Greta Garbo de la moda, el Unabomber del diseño. “Siento que ya estaba preparado para esto”, proclama. “A veces me paso meses sin ver a nadie, si acaso a mis padres, que los tengo muy mayores, pero no hay contacto alguno más allá de ellos. Ni para el sexo, por si quieres ponerlo. Trabajo dentro de un aljibe, es decir, bajo tierra, de barro hasta las rodillas. Así es como creo. Y todo lo que he estado haciendo en estos últimos años ha cobrado sentido más que nunca”. Se refiere a su actual faceta como artista visual; no le gusta que le llamen fotógrafo, aunque la cámara —una digital compacta, “de esas baratas de 150 euros”— sea su herramienta. En 2018 expuso por primera vez, en una galería de la vecina Santanyí, una serie de imágenes tan descomunales como fantasmagóricas titulada Sa mort amb pebres torrats (la muerte con pimientos asados), una expresión que utilizan los payeses para manifestar estupefacción. “Son mis sentimientos plasmados en objetos”, explica. “Emociones humanas en artefactos, que es a lo que hemos llegado. El arte debe servir como reflexión a lo que pasa en cada momento”.
Adrover asegura que ya no hay energía en la moda, por eso los modelos de sus fotografías pictóricas son maniquíes de plástico, que altera con acuarelas y desechos de todo tipo: “No quiero humanos, que solo fingen”. Ciegos, sordos y mudos, no hay más testigos de la intensa labor que despliega en la cisterna de adobe, una construcción de origen árabe que, como el resto de las edificaciones que componen su residencia, tiene más de ocho siglos. Cuando no está metido en el aljibe, de la mañana a la noche, se echa al campo. “Me pongo plumas y me pinto la cara de negro y me voy por el bosque, solo o con los perros, porque sé que nadie me va a ver y tampoco quiero problemas en el pueblo. Voy como un pies negros, como un apache. Estoy muy en contacto con la tierra. Ayer apareció una pareja de grullas, algo rarísimo aquí. Es una sensación muy conmovedora”, cuenta, la voz temblorosa por la emoción. El coronavirus no ha llegado a Calonge (“yo creo que me ha visto y le he dado miedo”), se ha quedado a dos kilómetros, en S’Horta, pero de alguna manera también lo ha tocado. “Me han cancelado todas las reservas para el verano”, informa el creador, que alquila el piso superior de la vivienda principal de la finca a turistas. “Es de lo que vivo, de planchar, limpiar y regar. A ver ahora. Bueno, tengo tomates, gallinas…”. Sus planes artísticos en Nueva York también se han ido al traste, claro, al menos de momento. “Estaba a punto de coger un avión cuando saltó la alarma, porque tenía dos reuniones concertadas para exponer allí mis últimas obras. Estaba deseando enseñarlas. Me iba a ir con algo que son mis sentimientos desnudos”, insiste. “Estoy fotografiando mi alma y creo que es algo tan poderoso que resulta curativo. Si pudiera, enmarcaría mil y las pondría en las salas de emergencia de España, de todo el mundo. La gente llora cuando ve mis imágenes. Estoy en el clímax, puedo crear, puedo hacer lo que quiera. No: es lo tengo que hacer. Y no pienso en vender, solo que la gente pueda verlo”.
Con todo, hay algo más doloroso que cualquier cancelación económica-laboral. Adrover acaba de perder a dos buenos amigos por la covid-19. Uno de ellos, el performer Nashom Wooden, más conocido en las noches de Manhattan como Mona Foot, fallecido el pasado 23 de marzo a los 50 años. “En el escenario era un animal salvaje; fuera de él, un caballero, una bellísima persona”, lo recuerda. “Fue tres veces al hospital, y las tres lo rechazaron”, continúa consternado. Lo peor es que la dramática situación ha vuelto a despertar en él los fantasmas de otro momento terrible, la pandemia del VIH que tan de cerca le tocó vivir cuando aterrizó en Nueva York, a principios de los años noventa. Mientras él comenzaba a hacerse un nombre en la moda, los diseñadores estelares de la época (Halston, Perry Ellis, Willie Smith, Chester Weinberg, Angel Estrada, Patrick Kelly, Isaia Rankin) enfermaban y morían a causa del síndrome de inmunodeficiencia adquirida. “Se me pone la carne de gallina solo de pensarlo. Entonces sí que estábamos realmente aislados. Yo he visto cómo muchas familias apartaban a sus hijos, a aquellos que una vez habían amado, y no querían saber nada de ellos. Pasa esa peste tú solo. Salíamos a bailar con la muerte, esa era la sensación. No se salvaba nadie, ni los más jóvenes. La sociedad no actuó como ahora, claro, eso es lo más fuerte”, reprocha. No es lo único.
Hace apenas unas semanas, Miguel Adrover volvía a estar en boca de todos por hacer escarnio público de las maniobras de ciertos personajes que han pretendido acercarse a él. De repente, su cuenta de Instagram se llenó de capturas de correos electrónicos que recibió del equipo del rapero/diseñador Kanye West. Como era de esperar, se lió. El creador no está por la labor de abundar en el asunto. El aluvión de solicitudes de entrevistas que ha recibido al respecto lo ha despachado airado. “Estoy harto de la gente que solo quiere escarbar en la basura”, y únicamente ha accedido a hablar con El País Semanal, así que resume: “¿Pero es que cómo se atreve? Él, su mujer [Kim Kardashian], su suegra, toda esa pandilla es justo todo lo que no soy y contra lo que siempre he luchado. Y espera, que hace unos días me escribieron del programa Project Runway [el popular talent show de diseñadores estadounidense]. Ni les he respondido. Antes me voy al Amazonas, con los yanomamis. Por favor, cómo se atreven. Que no me van a comprar con dinero. El hecho de no contestar ni al uno ni a los otros pero exponerlos públicamente me parece que es la respuesta que se merecen. No es que quiera reírme de nadie, ni ser irrespetuoso, pero es que ellos sí lo son conmigo. Como si lo pudieran comprar todo. Pues no”. La misma reflexión traslada a la moda, una industria que compara con la del entretenimiento: “Cuando ha llegado un momento crucial como este, ¿qué ha pasado, dónde está su relevancia? ¿En hacer mascarillas? Me he enterado de que Louis Vuitton está produciendo un gel para los hospitales. Pues muy bien, para que [Bernard] Arnault limpie su conciencia, porque la suya es una de las corporaciones que más contaminan. Lo siento, pero la moda no es necesaria”.
Hay algo que pocos saben del creador mallorquín: que cuando el grupo capitalista que respaldaba su marca quiso buscar un nuevo inversor que lo sacara de la quiebra tras los atentados terroristas del 11-S, él se negó a seguir en el juego. Desde 2003 operó de forma independiente y su última colección, la del otoño/invierno 2012, con piezas recicladas de su archivo, fue autofinanciada. “Desde entonces no he vuelto a vender nada con mi nombre. Eso es lo que más vale de mí, mi gran éxito. Esta es mi fuerza, por eso me puedo meter con quien creo que tengo que meterme, que tampoco es al tuntún, porque yo me informo antes”, afirma. “No soy una cabra loca, sé muy bien lo que estoy haciendo. No bebo, no tomo drogas, dos y dos son cuatro”. ¿Y si le pidieran volver para ser al menos parte de la solución al problema? “Mira, no voy a limpiar el culo de nadie”, sentencia. “El sistema no sabe para dónde tirar. Ahora los grandes grupos están intentando blanquear sus conciencias con gente que nunca se había preocupado por eso hasta ahora, mientras a mí siguen sin darme crédito. Además, no sé muy bien qué se me podría proponer. La prenda más ecológica es la que no se fabrica. No sé, creemos una marca que no venda nada. Simplemente, que la gente la apoye porque supone un beneficio para todos, no una comida de coco para conseguir el último bolso de turno”.
Se asoma al mundo por la ventana de Instagram, que ha descubierto hace poco. Su cuenta oficial la lleva en realidad Constanza Cecchetto, su asistente desde hace ocho años; él, sin teléfono inteligente, la maneja también ahora porque un colega le ha tuneado la aplicación en el ordenador.
Adrover quiere que se le descubra de nuevo, pero de otra forma. “Creo que es donde tengo que estar. La utilizo [su cuenta de Instagram] para ir descargando la mochila que he acumulado todos estos años. Quiero enseñarle a la gente que he sido, que soy muchas cosas, lo de diseñador fue solamente una ola. Yo no me despojo de nada, no tengo reparo alguno. Hay tanto en mi cabeza que necesito soltarlo”, concede. Y, antes de concluir, pregunta:
—¿Puedo añadir algo?
—Lo que quieras.
—Que nunca me había sentido tan orgulloso de ser español como en estos momentos. Creo que el Gobierno lo está haciendo bien, al menos en la manera de comunicar lo que está pasando. Fuera se miente mucho. Ah, sí, y que las gentes de los pueblos, que siempre hemos sido tan menospreciadas, ahora somos las reinas. Y ahora te dejo que tengo que ir a dar de comer a las gallinas.
Las gallinas, que lo sepan, son sus seguidores de Instagram. Genio y figura.
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