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De Gorbachov a Nadal, diez grandes abrazos de la historia (que ahora no podemos dar)

Los echamos de menos tanto como una caña al sol con los amigos. Mientras sobrellevamos lo segundo gracias a los balcones y el Skype, recordemos diez grandes ejemplos de abrazos que emocionaron al mundo

Una de las personas que aparecen en esta foto jamás volverá. Esperemos que el gesto sí.
Una de las personas que aparecen en esta foto jamás volverá. Esperemos que el gesto sí.
Miquel Echarri

Aunque el más universal de los gestos de cordialidad y cortesía tal vez sea el apretón de manos, que ya se practicaba en la Mesopotamia de la Edad de Bronce, los países mediterráneos han creado todo un ecosistema social en torno al abrazo y sus primos hermanos, los besos en la mejilla. A George Sand, turista en la Mallorca de mediados del siglo XIX, le sorprendía lo muy efusiva y frecuentemente que se abrazaban los españoles, lo muy arraigado que ese acto de comunicación no verbal estaba en nuestra cultura. Con el tiempo, esa expresión de intimidad y buena voluntad tan nuestra se acabaría exportando no solo a Francia, sino incluso a países mucho menos proclives al contacto físico, como los anglosajones.

Ahora que las medidas de aislamiento social han condenado al abrazo –y no digamos el beso, como forma de saludo– a un largo periodo de cuarentena, hemos querido recuperar una serie de apretujones con mucha trastienda y mucha historia. Cabría alguno más, sin duda, como el que se dieron Cristiano Ronaldo y Messi en abril de 2017, minutos antes de saltar a disputar un Clásico, un abrazo clandestino que las cámaras no captaron, pero del que todo el mundo habló, porque sirvió para dar por zanjado, en cierta manera, el clima de rivalidad encarnizada y malsana entre Barcelona y Real Madrid que se había desatado en temporadas anteriores.

También son muy dignos de mención los icónicos abrazos entre Pau Gasol y Kobe Bryant, testimonio de una intensa camaradería deportiva que hoy, tras la muerte de Bryant, resulta más conmovedora que nunca. O el muy mediático achuchón con el que Barack Obama quiso hacer explícito su apoyo a Hillary Clinton en 2016, cuando su rival interna y aliada de conveniencia se convirtió en la alternativa demócrata a Donald Trump. Rafa Nadal y Roger Federer son otros rivales que han compartido verdaderos monumentos a la deportividad con forma de abrazo. Pablo Iglesias y Pedro Sánchez se lanzaron el uno en los abrazos de otro tras el éxito de la moción de censura que acabó en junio de 2018 con el gobierno de Mariano Rajoy. E incluso un par de obispos de Roma tan antagónicos sobre el papel como Francisco I y Benedicto XVI quisieron abrazarse en público para mostrarle al mundo la inesperada simpatía que se tienen en privado, tal y como muestra la película de Fernando Meirelles Los dos papas. Pero nosotros hemos querido quedarnos con estos diez ejemplos de lo mucho que puede dar de sí un buen abrazo.

La relación especial entre Reino Unido y EE UU casi se rompe por este ligero toque de lomo.
La relación especial entre Reino Unido y EE UU casi se rompe por este ligero toque de lomo.Getty

El abrazo irreverente de Michelle Obama

El protocolo indica que el contacto físico con la familia real británica, especialmente con la reina, debe limitarse a la mínima expresión. Una reverencia y un ligero roce de las yemas de los dedos suele ser más que suficiente. Sin embargo, en la cumbre del G20 de 2009, celebrada en Londres, la primera dama estadounidense Michelle Obama se saltó todo protocolo concebible con un medio abrazo, un gesto de insólita cercanía que indignó a los tradicionalistas recalcitrantes y divirtió, en general, a los demás terrícolas. La antigua inquilina de la Casa Blanca lo explica en Mi historia, su libro de memorias. Al parecer, fue la reina quien trató de romper el hielo con un comentario del estilo: “¡Qué alta es usted!”.

Obama le respondió que tampoco tanto, que llevaba puestos unos tacones de Jimmy Choo. Isabel II le mostró sus propios zapatos, unos incómodos tacones que no es que la hiciesen parecer muy alta, y las dos intercambiaron un par de frases más sobre lo mortificante que resulta según qué calzado. “Quise expresarle mi simpatía como suelo hacer en estos casos”, escribe Obama, “con un gesto de proximidad. Así que, más que abrazarla, le pasé una mano por el hombro. Ni siquiera se me ocurrió que ese leve contacto pudiese resultar inapropiado. Ella se lo tomó muy bien, pero entiendo que fue un paso en falso”.

Con cientos de cámaras presentes, era imposible que el antebrazo de Obama posándose apenas una fracción de segundo sobre la espalda real pasase desapercibido. La prensa sensacionalista británica quiso venderlo como una muestra de arrogancia y falta de respeto, cuando en el fondo no fue más que un ligero malentendido. Uno más en la historia de las relaciones entre Estados Unidos y Gran Bretaña, dos firmes aliados que llevan décadas (por no decir siglos) detestándose cordialmente.

Ay, si supieras lo que estoy pensando. Así se resume la genial y eterna 'El Padrino II'.
Ay, si supieras lo que estoy pensando. Así se resume la genial y eterna 'El Padrino II'.

Los abrazos letales de ‘El padrino’

En la saga El padrino abundan los besos y abrazos que en realidad son sentencias de muerte. Ya Mario Puzo, en la novela que inspiró las películas, reflejó la tendencia de los mafiosos italoamericanos a señalar a sus futuras víctimas abrazándolas en público. Según el escritor del barrio neoyorquino de Hell’s Kitchen, “más que un acto de sadismo o de crueldad, esos abrazos eran una despedida, un tributo emotivo a los que iban a morir, una manera de decirles tanto a ellos como al resto de la comunidad mafiosa que, aunque sus muertes se considerasen necesarias, la decisión de matarlos no era nada personal”.

El mejor, el más inolvidable de esos besos y abrazos letales convertidos por Francis Ford Coppola en cine de muchos quilates, es el que Michael Corleone (Al Pacino) le da a su desventurado hermano Fredo (John Cazale) en El padrino II (1974). La escena transcurre en La Habana, la noche del 31 de diciembre de 1958, pocas horas antes del triunfo de la revolución liderada por Fidel Castro. El heredero del imperio criminal de los Corleone acaba de descubrir que fue Fredo quien conspiró con sus enemigos para asesinarle. Coppola nos muestra un fugaz primer plano del rostro gélido de Pacino para permitirnos intuir la corriente subterránea que sacude al personaje. A medianoche, en plena celebración de la llegada del nuevo año, Michael se acerca a su hermano, le coge la cabeza con las dos manos, le besa los labios y pronuncia una de las frases más citadas de la trilogía: “Sé que fuiste tú, Fredo. Me rompiste el corazón”.

La sentencia implícita en esa frase y en ese beso no se ejecutará hasta el final de la película. Pero ya en ese instante, mientras en la mansión de Fulgencio Batista se descorchan botellas de champán, queda claro tanto para el verdugo como para el espectador y para la futura víctima que no hay vuelta atrás, que la suerte de Fredo está echada.

El abrazo vampírico de Muhammad Ali

El abrazo como arma defensiva. Ese fue el recurso del que echó mano una y otra vez Muhammad Ali en su legendaria pelea contra George Foreman del 30 de octubre de 1974 en Kinsasa, la capital de Zaire. Por supuesto, abrazarse al rival para inmovilizarlo y parar momentáneamente sus golpes ha sido siempre una práctica muy común en el boxeo. Lo hacen los boxeadores que están contra las cuerdas, que están recibiendo un castigo excesivo o que, sencillamente, necesitan ganar tiempo y recuperar el aliento. Lo que nadie esperaba aquella noche en Kinsasa es que Ali desarrollase toda una estrategia de contención y desgaste basada en dejarse arrinconar, encajar golpes recostado contra las cuerdas y recurrir de manera sistemática al abrazo cada vez que se veía apurado.

Un nuevo estilo de boxeo, bautizado como rope-a-dope (el doping de las cuerdas), que le permitió cansar, frustrar y exasperar a Foreman. A sus 32 años, Ali ya no era el peso pesado ágil, elegante y flexible que, según feliz descripción de su manager, Bundini Brown, “volaba como una mariposa y picaba como una avispa”. Los tres años de inactividad forzosa a que le condenó su renuncia a combatir en la guerra de Vietnam le habían hecho perder frescura y dejado en un estado de forma poco menos que ruinoso. Lo que sí conservaba era una inteligencia pugilística superlativa y una enorme capacidad de sufrimiento.

Con esas armas y algo de juego sucio acabaría derrotando al formidable pegador que era por entonces Foreman. Según escribió Norman Mailer en El combate, su estupenda crónica de lo que ocurrió en aquella velada mítica, los de Ali fueron “abrazos vampíricos” que absorbieron la energía de su adversario hasta dejarlo exhausto. ¿Una táctica mezquina? Tal vez, pero también una manera ingeniosa de cambiar el signo de una pelea que Ali hubiese perdido en condiciones normales. Foreman y sus puños de piedra se estrellaron contra un muro de abrazos.

MIjaíl, querido, te vamos a abrir unos McDonald's en Moscú que lo vas a flipar.
MIjaíl, querido, te vamos a abrir unos McDonald's en Moscú que lo vas a flipar.Getty

Reagan y Gorbachov abrazando el final de la Guerra Fría

Según explicaba la periodista Katherine Howell en un artículo en National Review, la Guerra Fría fue también un conflicto “entre la sonrisa estadounidense y el abrazo soviético”. Antes de que Jimmy Carter y Henry Kissinger se trajesen el abrazo de Oriente Medio, ya en los años setenta, los presidentes de Estados Unidos solían ser hombres de sonrisa fácil, como Roosevelt, Truman o Kennedy, siempre dispuestos a mostrar cordialidad mediante la expresión facial, pero más bien reacios al contacto físico.

Entre los líderes soviéticos, en cambio, solo el georgiano Stalin sonreía con cierta frecuencia, pero el triple beso en la mejilla, el abrazo de oso e incluso el embarazoso beso en la boca eran muestras de confianza y cortesía diplomática muy frecuentes. Solían reservarlas para otros líderes comunistas (con la excepción de los chinos, que renunciaron ya en los años cuarenta a ser besuqueados y tratados como “camaradas”), pero también sirvieron en alguna ocasión para celebrar acuerdos comerciales o zanjar conflictos con algunos dirigentes del mundo capitalista. En palabras de Howell, el matrimonio Reagan tenía un acuerdo tácito: “Ronald daba los discursos y Nancy se encargaba de los besos y los abrazos”. Esta división del trabajo funcionaba a la perfección en el frente doméstico, pero no pudo utilizarse en las cumbres internacionales a las que el tan carismático como poco efusivo Ronald debía acudir en solitario.

En enero de 1988, al ratificarse en Moscú el Tratado Sobre Armas Nucleares de Rango Intermedio, firmado en Washington un mes antes, Reagan y el premier soviético Mijaíl Gorbachov quisieron escenificar unos niveles de cordialidad hasta entonces inéditos y se abrazaron ante las cámaras por vez primera. Fue un abrazo incómodo, casi un gesto truncado. El ruso se inclinó hacia el estadounidense con la naturalidad del que está acostumbrado a abrazar y este le correspondió con la espalda rígida y una media sonrisa mientras las palmas de sus manos rozaban apenas el costado de su interlocutor. Desde el punto de vista del lenguaje corporal, un abrazo reticente. Desde un punto de vista histórico, un paso decisivo hacia el final de la Guerra Fría.

El abrazo traicionero de Judas Iscariote

Suele hablarse del beso de Judas. Pero a juzgar por lo que muestran los iconos medievales o el célebre cuadro de Giotto di Bondone que se conserva en la capilla de los Scrovegni de Padua, aquello fue más bien un abrazo en toda regla, de los que cortan el aliento, acompañado de un leve contacto de los labios en la frente, en la mejilla o en los mismos labios. Símbolo universal de traición, ese abrazo con beso pudo ser también un acto de insolencia, porque la tradición judía de la época indicaba que a los maestros había que besarles las manos, en actitud sumisa y reverente, no echarles los brazos al cuello para llenarles de saliva las mejillas, como solía hacerse con madres y hermanas.

El caso es que todos hemos oído hablar en alguna ocasión de ese ejercicio de cinismo, de esa falsa muestra de afecto que hoy consideramos el paradigma del comportamiento despreciable. Sabemos de sobra lo de las treinta monedas de plata recibidas por Judas en pago por su deslealtad y lo de su suicidio posterior, en un acto de remordimiento tardío que no le hizo merecer el perdón.

Sin embargo, la tradición gnóstica, reflejada en Evangelios no canónicos como los de los llamados manuscritos del Mar Muerto, apunta más bien a que Judas Iscariote no traicionó a su maestro, sino que cumplió sus órdenes. Al entregarlo a los soldados romanos, se limitó a servir de necesario instrumento para que se hiciese realidad el destino del profeta, que era morir en la cruz. Es decir, que el abrazo de Judas pudo ser en realidad un acto de obediencia y de amor. Incluso los gestos más arraigados en nuestra tradición cultural se prestan a muy diversas interpretaciones.

Si quieres saltar como Spike Lee salta sobre Samuel L. Jackson solo necesitas ganar un Oscar y calzar unas Air Jordan.
Si quieres saltar como Spike Lee salta sobre Samuel L. Jackson solo necesitas ganar un Oscar y calzar unas Air Jordan.Getty

El abrazo saltarín de Spike Lee

La ceremonia de los Oscars suele ser pródiga en abrazos. La mayoría son protocolarios, alguno que otro resulta sincero y emotivo y pocos, por no decir ninguno, se nos hicieron tan divertidos como el que Spike Lee le dio a Samuel L. Jackson en la gala de 2019. Un abrazo de una comicidad casi circense que, además, tuvo la virtud de parecer espontáneo, aunque es probable que no lo fuese del todo. “Ni siquiera lo vi venir”, contaba poco después Samuel L. Jackson, el receptor de tan acrobática muestra de afecto, “el enano loco se me colgó del cuello como una pulga saltarina, casi me estrangula con sus bracitos”.

El autor del salto, un Spike Lee vestido de púrpura en homenaje al recientemente fallecido Prince, no tuvo el menor inconveniente en exagerar su hazaña: “Es cierto que volé. No me creía capaz de saltar así, supongo que fueron las Jordan que llevaba puestas”. Aquella estaba siendo una gala tan rutinaria como de costumbre hasta que el show privado de un par de amigos consiguió rescatarla del tedio. A Samuel L. Jackson le tocaba anunciar el ganador del premio al Mejor Guion Adaptado y este resultó ser su colega, su hermano, el cómplice de múltiples fechorías cinematográficas. Tras rugir el nombre del amigo y el título de la película, Infiltrado en el KKKlan, Jackson gritó también “¡The House!” en recuerdo de Morehouse College, la universidad afroamericana de Atlanta de la que tanto Lee como él fueron alumnos.

Y luego vinieron el salto ninja del cineasta disfrazado de superhéroe y el momento de euforia compartida ante la risa de la actriz Brie Larson, que estaba también en el escenario. “Este es un Oscar que va a parar a Brooklyn”, dijo Lee instantes después de bajarse de los hombros de Jackson y del escenario, “y lo he celebrado como se celebran las cosas en Brooklyn”.

Rafa Nadal y Roger Fererer se han abrazado más veces que tú a tu abuela.
Rafa Nadal y Roger Fererer se han abrazado más veces que tú a tu abuela.Getty

Espartero y Maroto en el abrazo de Bergara

¿Un acto de cortesía hipócrita? ¿Un gesto condescendiente? ¿Una demostración de genuino aprecio entre dos excelentes profesionales que se conocían y se respetaban? Casi dos siglos después, se hace imposible saber con precisión cómo lo vivieron sus protagonistas, pero lo cierto es que el abrazo en que se fundieron Baldomero Espartero y Rafael Maroto el 31 de agosto de 1839 fue el principio del fin de una guerra civil que en total duraría siete años. Fue un abrazo de combustión lenta, que empezó a gestarse meses antes, con una serie de conversaciones secretas entre el general isabelino (Espartero) y el carlista (Maroto) en las que actuó de mediador el almirante británico Lord John Hays.

Los partidarios de Carlos María Isidro de Borbón, infante de España y candidato a la corona de Isabel II, acababan de sufrir importantes derrotas y se habían refugiado en áreas montañosas de las por entonces llamadas provincias Vascongadas, de Cataluña y de la comarca del Maestrazgo, entre Castellón y Teruel. Como el Japón imperial de primavera de 1945, estaban en condiciones de seguir resistiendo, per ya no de recuperar la iniciativa y ganar la guerra.

En esas circunstancias, el murciano Maroto, el más pragmático de los líderes carlistas, buscó un acuerdo que asegurase una generosa amnistía a los militares sublevados y preservase los derechos tradicionales (fueros) de las provincias rebeldes. Para conseguirlo tuvo que reprimir violentamente una insurrección interna, el llamado complot de Estella, e incluso afeitarse el bigote en lo que el escritor Benito Pérez Galdós interpretó años después, en sus Episodios nacionales, como un signo externo de pérdida de fe en la causa del pretendiente Don Carlos: no por casualidad la prensa liberal de la época hablaba de la insurrección carlista como “la rebelión de los mostachos”.

El pacto se filmó en la localidad guipuzcoana de Oñati el 29 de agosto y fue ratificado dos días después mediante un acto de confraternización en un prado a las afueras de Bergara. En la primera mitad del siglo XIX, la guerra se concebía aún como una especie de deporte de alto riesgo entre hombres de honor, un cruel juego aristocrático de guante blanco, con sus rituales y sus códigos. De ahí que se intentase no humillar al enemigo vencido y que los conflictos concluyesen, por lo general, con un acto de digno reconocimiento de la derrota acogido por el vencedor con cortesía benévola, algo parecido al apretón de manos con el que acaban las partidas de ajedrez.

En esta ocasión, se reunieron ambos ejércitos y Espartero y Maroto pasaron revista a las tropas cabalgando uno al lado de otro. Antes de que se separasen, Espartero, un manchego expeditivo, pero de modales quijotescos, se acercó a Maroto para darle un abrazo. Fue un detalle fugaz que gran parte de los reunidos ese día en Bergara ni siquiera vieron, pero que ha pasado a la historia. En palabras de Maroto, “soldados nunca vencidos depusieron sus temibles armas ante las aras de la patria, como tributo de paz”. Eran otros tiempos

Nunca sabías qué pensaba George W. Bush. El problma es que él tampoco.
Nunca sabías qué pensaba George W. Bush. El problma es que él tampoco.

El abrazo tóxico de George W. Bush

Hay amores que matan y abrazos que destruyen carreras políticas. En enero de 2005, tras pronunciar el discurso del estado de la Unión en el Congreso de Estados Unidos, el presidente George W. Bush se cruzó con un buen amigo, el senador demócrata Joe Lieberman, le abrazó y le besó en la mejilla. Quiso agradecerle así en público sus discursos de guante blanco, que consideraba un ejemplo de responsabilidad y sentido del estado, y que fuese uno de los contados líderes demócratas que habían apoyado sin fisuras la invasión de Irak. Bush ha insistido siempre en que el suyo fue un gesto espontáneo y sincero, que en absoluto pretendía perjudicar a Lieberman.

Pero el abrazo acabó siendo el último clavo en el ataúd de las ambiciones presidenciales de su rival y amigo. De ideas centristas, pero popular tanto entre los votantes independientes como entre las bases de su partido, Lieberman ya había sido candidato a la vicepresidencia en 2000. Antes de ser abrazado por Bush parecía uno de los demócratas mejor situados para aspirar a la Casa Blanca en 2008. Esas expectativas se fueron a pique tras el abrazo tóxico. Aunque consiguió renovar en 2006 su escaño de senador por Connecticut, tuvo que hacerlo postulándose como candidato independiente, ya que fue derrotado por el empresario Ned Lamont en las primarias de su partido.

La de Lamont fue una campaña oportunista y casi monotemática, sin más argumentos de peso que la foto de Bush mostrando su afecto por Lieberman. Según la redactora de Politico Carol E. Lee, “la imagen hundió a Liberman porque fue vista como la confirmación de una idea previa, la de que era demasiado conservador para el partido demócrata”. Dos años después, el veterano político ni siquiera presentó su candidatura a las primarias presidenciales, consciente de que su cita con la historia había pasado.

Lyndon B. Johnson era capaz de abrazar a su hija el día su graduación como si de un rival político se tratara.
Lyndon B. Johnson era capaz de abrazar a su hija el día su graduación como si de un rival político se tratara.Getty

El abrazo irónico de Rahul Gandhi y Nerendra Modi

Dos políticos que se aborrecen, que acaban de enzarzarse en uno de los debates más tensos y crispados de la historia parlamentaria de su país y que, al bajarse del estrado, se funden en un sorprendente abrazo. Eso fue lo que ocurrió en Delhi, en la sede del Parlamento de la India, el 19 de julio de 2018. Rahul Gandhi, líder del opositor Partido del Congreso Nacional, acusa al primer ministro, el nacionalista conservador Narendra Modi, de corrupción, racismo e incitación a la violencia étnica. Modi replica con su habitual estilo trascendente y mesiánico, afeando a Gandhi su oportunismo y su falta de sentido de estado. La sesión se tensa, diputados de uno y otro signo empiezan a increparse con virulencia creciente mientras la presidenta de la cámara llama al orden.

En plena escalada dialéctica, Rahul Gandhi se acerca al escaño de un distraído Modi y, sin previo aviso, se agacha y le rodea los hombros con los brazos, apoyando incluso la cabeza sobre su pecho. Modi tarda un par de segundos en reaccionar. Pestañea, sonríe con incomodidad y le pide a un Gandhi ya en retirada que vuelva para darle la mano y, por fin, corresponder a su abrazo entre la rechifla y los aplausos más bien irónicos del arco parlamentario. Al volver a su asiento, las cámaras captan a Gandhi guiñándole el ojo a un compañero de partido, dando así a entender que su abrazo al presidente ha sido más un recurso táctico de cara a la galería que un verdadero gesto de concordia y nobleza.

Seis meses después, cuando India celebraba el Día Nacional del Abrazo, Modi hizo referencia al incidente con un par de frases sarcásticas: “Hoy sé mejor que nunca cuál es la diferencia entre un abrazo sincero y uno de esos abrazos que matan. Créanme, cuando los recibes, se nota”.

Los abrazos paralizantes de Lyndon B. Johnson

Johnson no abrazaba en público, sino en privado. Pero los testimonios de sus contemporáneos apuntan a que era un abrazador nato y que, además, convirtió los abrazos en una auténtica arma de intimidación política. Antes de que el asesinato de John Fitzgerald Kennedy le convirtiese en presidente de los Estados Unidos, el político texano fue el líder del grupo parlamentario demócrata en el Senado entre 1952 y 1960, los años de la presidencia de Eisenhower. En ese periodo puso en práctica una peculiar técnica basada, según escribió su biógrafo, Robert Caro, “en abrazar fuertemente a sus amigos y aún más fuerte a sus enemigos, tan fuerte que ni siquiera pudiesen moverse ni respirar”.

Y no solo en sentido metafórico. Caro describe una escena que al parecer se repitió en varias ocasiones: “Se acercaba a alguno de los senadores, un compañero de partido o a un rival político, a cualquiera que le estuviese creando problemas por no respetar sus directrices o por no plegarse a sus deseos. Le pasaba las manos por los hombros con cordialidad aparente, se lo llevaba a un rincón y ahí lo inmovilizaba con un poderoso abrazo, como el de una boa constrictor, mientras le hablaba al oído, relajando o aumentando la presión de los brazos en función de lo satisfactoria que le pareciese la respuesta que iba obteniendo”. Es decir, convertía un gesto de camaradería en una llave de judo. Lo curioso es que las víctimas de este extraño atropello no solían quejarse.

Sabían que Johnson era un hombre poderoso, con un extraordinario talento para la intriga y perfectamente capaz si se lo proponía de acabar con la carrera política de cualquiera. El Frank Underwood de House of Cards estaba inspirado en cierta medida en Lyndon B. Johnson, en su leyenda de político maniobrero y sin escrúpulos, en sus supuestos hábitos de abusón de patio de colegio. En uno de los mejores momentos de la segunda temporada, Underwood utilizaba el abrazo de boa al estilo Johnson como argumento de persuasión definitivo, dejando a su interlocutor al borde de la asfixia y del colapso nervioso.

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Sobre la firma

Miquel Echarri
Periodista especializado en cultura, ocio y tendencias. Empezó a colaborar con EL PAÍS en 2004. Ha sido director de las revistas Primera Línea, Cinevisión y PC Juegos y jugadores y coordinador de la edición española de PORT Magazine. También es profesor de Historia del cine y análisis fílmico.

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