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el atlas de pandora
Columna
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El bosque de los relatos

Irene Vallejo

Las historias no son una evasión que nos aísla del mundo, sino pasarelas entre las experiencias propias y las compartidas

Ciertos días, la ventana es la única promesa de aventura. Levantas en brazos a tu hijo y él afianza las manos en el alféizar, mirando el cielo que se desentumece sobre la pequeñez de los pisos. En el silencio y la frescura, os absorbe la perspectiva rojiza de los tejados y el hilván de nubes que surcan cigüeñas lentas, como nadando entre los mástiles de las antenas. Ciertas noches se descubren tenues salpicaduras de estrellas. En las últimas semanas soléis mirarlas, con las frentes apoyadas en el frío del cristal. Están lejos, tan lejos que la luz tarda años en llegar hasta vosotros; en algunos casos, el fulgor empezó su viaje hace milenios. Sobre vuestras cabezas se extiende, radiante, un cielo del pasado, tal vez estrellas ya extinguidas, destellos vagabundos de astros apagados. Os parece asombroso: algo que muere puede seguir brillando. A veces vemos lo que no existe.

Más que nunca en estos días, te refugias en la lectura. Desde los libros te hablan voces de autores muertos y escritoras lejanas, como las estrellas que brillan para ti después de apagarse. La posibilidad misma de charlar tranquilamente con fantasmas de otros tiempos es un hecho asombroso que alguna vez intentarás explicar a tu hijo. Le dirás que en sus páginas nos relacionamos con el pasado y lo escuchamos. Un perro, un gato o una pulga no saben cómo era el mundo antes de su nacimiento. Nosotros, gracias a los libros, podemos adentrarnos en la mente de nuestros antepasados hasta épocas remotas y, por añadidura, sabemos bastante sobre la vida de los gatos, los perros y las pulgas de otras tierras, incluso de otros siglos.

A tu hijo le gusta que aparezcan animales en las historias, así que la noche del día del libro le contarás el viejo mito griego de Orfeo. Se decía que con sus cantos amansaba a osos y leones, interrumpía el mordisqueo de los roedores, hechizaba a las hormigas que trepaban en hilera por los pinos, detenía el agua de los ríos, hacía bailar a los árboles y sentir a las piedras. Y cuando fue a rescatar a su amada Eurídice de la casa de los muertos, ni siquiera el perro de tres cabezas ladró, fascinado por sus versos. Detener el mundo es el secreto deseo de quien cuenta una historia, y también de quien lee. Y en ese hueco de los relojes intentamos recuperar lo que se perdió, traspasar puertas, abrir fronteras, reunir lejanías, reconstruir instantes desaparecidos, engañar al perro de la muerte.

Cuando la soledad nos prohíbe hasta tumbarnos bajo los racimos de estrellas, los libros siguen a nuestro lado amansando la angustia, como Orfeo pacificaba a los osos y leones en el bosque del mito. Durante los tiempos oscuros, nos convertimos en Quijotes inversos que mantienen la cordura gracias a los relatos —y la música, las películas, las series—. Las historias no son una evasión que nos aísla del mundo, sino pasarelas entre las experiencias propias y las compartidas, acogedoras islas para náufragos. Después de dos arrestos en el Gulag soviético, Varlam Shalámov recordaría que resucitó al recorrer los pasillos de una gran biblioteca. El psicólogo austriaco Viktor Frankl, superviviente de Auschwitz, afirmaría que sobrevivían mejor las personas lectoras porque su imaginación les permitía abstraerse del terrible entorno y construirse un mundo interior rico y protector. “Solo así”, escribió, “se explica que los más frágiles soportaran mejor la vida del campo que los de constitución más robusta”. Tal vez por eso, en Siria, bajo un edificio bombardeado de Damasco, algunos vecinos del distrito sitiado de Daraya reunieron volúmenes que habían salvado esquivando a los francotiradores. Y en los campos de refugiados de Grecia, algunos voluntarios conducen no solo ambulancias, sino también bibliobuses: lugares donde aprovechar el tiempo en lugar de matarlo, espacios apacibles donde aprender, donde recuperar la fe en el futuro. Los libros no son distracciones para escondernos y escudarnos, sino palabras aladas que nos permiten expandirnos, revivir en los sueños de otros. Como sabía Orfeo, lo que no existe también te hace más fuerte.

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